Las tres cartas, tradicionalmente atribuidas a san Juan, presentan una temática común, en especial la primera y la segunda y todas son muy cercanas al contenido y al lenguaje teológico del cuarto evangelio.
Las tres se deben a una misma mano –en este punto la mayoría de biblistas está de acuerdo–, aunque esa mano resulte misteriosa para nosotros. El título de «Anciano» con que se designa a sí mismo, no alude a un simple maestro (un escriba o un teólogo), encargado de aclarar algún punto doctrinal; posee ya un sentido técnico dentro del Nuevo Testamento y del ámbito eclesiástico. El «Anciano» se muestra en las cartas como responsable de la comunidad, a la que conoce bien y quiere ayudar pastoralmente con sus imperativos y exhortaciones; es el garante de la tradición evangélica. No dice su nombre, pero sus lectores sabían quién era. Este empleo tan singular parece confirmar la opinión de que se alude a un hombre de Iglesia especialmente venerado y destacado en aquel ámbito.
Forma literaria. Es difícil catalogarla con rigor, aunque la primera impresión que se desprende de su lectura es que se trata de una carta o una homilía, pero no es ni carta ni homilía, al menos no se ajusta formalmente a ellas. Es un poco de todo (carta, homilía, tratado sistemático); posee género literario peculiar y único. Puede ser considerada como una circular para distintas comunidades, al mismo tiempo que un escrito kerigmático (para la proclamación) y parenético (para la exhortación a una coherente vida cristiana).
Al ser incluida dentro de las Cartas católicas (véase la introducción a la Carta de Santiago), parece que se ha visto en ella una especie de carta magna o encíclica válida para toda la Iglesia. Pero esta carta con pretensiones universales posee un hábitat preciso, pues refiere acontecimientos concretos surgidos en el seno de la comunidad a la que el autor se dirige (2,18s). No obstante, estas advertencias localizadas pueden ser fácilmente aplicadas a otras comunidades; de ahí que el autor no mencione ni el lugar determinado ni las personas en cuestión, para que su escrito no tuviese un valor coyuntural ni restringido, sino de alcance universal, abierto al horizonte de toda la Iglesia.
Situación vital. ¿A qué Iglesia va destinada esta carta? A las Iglesias cristianas de la provincia de Asia Menor (la escuela de Juan o las siete Iglesias del Apocalipsis). La generación de cristianos es de segunda o tercera hora, no tienen ya contacto inmediato con los acontecimientos pascuales y apostólicos. Se da un alejamiento cronológico y espacial. Son, pues, cristianos nuevos, y habitan lejos de Palestina. Su conducta está basada en la escucha de la palabra de los testigos que lo vieron todo desde el principio.
El movimiento gnóstico (movimiento que proclamaba que sólo unos pocos pueden tener acceso a Dios, y por medio de unos conocimientos misteriosos y ocultos) sigue adelante con respecto a lo que contienen las cartas paulinas (cfr. Col y Ef). La comunidad cristianas todavía espera la parusía del Señor, pero con cierta languidez. Nos situamos, pues, a finales del s. I.
En esta carta se debate un engaño que es difícil de reconstruir a partir de los datos internos de la carta. Ésta responde al error, pero no lo define. Hay un frente herético surgido dentro de la comunidad (2,19) y que en parte ha provocado el abandono de algunos de sus miembros. Los calificativos que definen a los miembros de ese frente: «anticristos», «pseudo-profetas», apuntan hacia la herejía gnóstica. ¿Qué tipo de gnosis? Se trata de una gnosis doctrinal con consecuencias morales.
Existe un error doctrinal: La herejía afirma que Jesús no es el Cristo, y niega que el Hijo de Dios se haya encarnado (2,24; 4,15; 5,1; 5,5) y que nos haya redimido por su sangre (5,6). La doctrina cristológica de estos personajes (los anticristos), aunque no se percibe en su totalidad, posee ciertos rasgos afines con la orientación que tomará el gnosticismo del s. II: desvalorización del Jesús histórico y negación de la redención por la sangre.
También se da un error moral unido ideológicamente al error doctrinal. No necesitan ser redimidos porque se consideran en posesión plena del Espíritu Santo; se encuentran por tanto por encima de toda moral. Niegan los pecados personales y pretenden tener una conexión directa con Dios. No se sienten obligados a cumplir los mandamientos de la ley de Dios porque ya son perfectos. Desprecian en particular el mandamiento del amor fraterno y profesan un individualismo exaltado (aman directamente a Dios y no quieren saber nada del hermano).
¿Cómo afrontar tal situación? El autor lo hace mediante tres recursos:
Concienciación: insiste a su comunidad a darse cuenta de la viva realidad y exigencia de la vida cristiana.
Plantea el debido discernimiento entre lo que es ser cristiano auténtico y ser pseudo-cristiano.
Expone ciertos criterios que dan la certeza de estar en comunión con el Padre y el Hijo, que es la esencia de la vida cristiana.
El autor pretende, en definitiva, confirmar y verificar la comunidad, la viva comunión –koinonia– que tenemos con Dios.
Síntesis teológica. Toda la carta pretende dilucidar quiénes son los que están verdaderamente en comunión con Dios, quiénes son los creyentes y los anticristos. Se dan criterios que se van reduciendo a uno solo en dos dimensiones: la caridad, y su raíz, la fe.
Esta carta representa un vigoroso esfuerzo de «concentración sobre lo esencial». Puede resumirse perfectamente con este rótulo explicativo: «Centralidad de la cristología. La fe en Jesucristo, el Hijo de Dios venido en la carne, modelo de amor».
Este rasgo corresponde a una situación de crisis. Los cristianos no podían hacer frente al error sino mediante una intensa labor sapiencial, de profundización, para encontrar el auténtico mensaje del evangelio en sus elementos fundamentales. El discernimiento de los verdaderos cristianos se dilucida en la confesión de «Jesucristo venido en la carne» (4,2; cfr. 2 Jn 7). La exhortación de la carta viene a reducirse a acoger el amor de Jesús (creer) para poder darlo a otros (amar). Esta enseñanza se halla muy bien formulada: «Y éste es su mandato: que creamos en la persona de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros como él nos mandó» (3,23). La centralidad de la cristología se hace así tan decisiva como en el evangelio.
El error combatido por Juan es ante todo de tipo doctrinal. Las alusiones contenidas en la carta parecen indicar que los falsos doctores rehusaban atribuir al hombre Jesús un papel necesario en la comunión con Dios. Disociaban el Cristo, ser celeste y glorioso, del hombre Jesús, quien ha vivido y ha muerto por nosotros. Esto significaba prácticamente negar la encarnación en el plano doctrinal y desconocer su significación en el plano existencial. Contra este error, Juan enseña con fuerza inusitada la fe en este hombre Jesús, el Hijo de Dios encarnado, «que se ofreció en sacrificio para que nuestros pecados sean perdonados y no sólo los nuestros, sino los de todo el mundo» (2,2), en quien la vida se ha manifestado (1,2) y en donde se ha revelado el amor de Dios por nosotros. Esta fe constituye el cimiento que fundamenta todo el edificio cristiano. Quien lo ignora, va a la ruina. El conocimiento de Dios se hace ilusorio, la comunidad fraternal de los hijos de Dios se disuelve. Las afirmaciones de Juan son elocuentes por ellas mismas (4,2-3; 5,11s).
¿Qué nos enseña en concreto esta comunidad joánica? Es preciso destacar la dimensión más sobresaliente: la esencialidad y profundidad de Jesús. Otras comunidades neo-testamentarias han hecho otras aportaciones: en la línea de la Iglesia, en la línea parenética, en su valoración del compromiso con la proclamación de la cercanía del Reino. La comunidad joánica habla de Jesús, lo confiesa como Señor y como Dios (cfr. Jn 1,1; 10,33; 20,28; 1 Jn 5,21) y habla de la necesidad de «creer en él y amar a los hermanos». No se aprecian en sus instrucciones y exhortaciones otros criterios o puntos de referencia.
Que esta visión resulta excesivamente esquemática lo demostró la historia de la comunidad. Uno de los grupos joánicos se quedó con un Jesús tan celestial que olvidó su dimensión humana y, en consecuencia, se disolvió en una gnosis atemporal.
En este punto las palabras del autor son tremendamente requisitorias: amenaza con el anatema a quienes niegan la humanidad de Jesús, llamándolos anticristos. Los pasajes más directamente duros y polémicos de la carta (2,18-26 y 4,1-6) son aquellos en que la confesión de Cristo encarnado aparece como la marca distintiva de los verdaderos cristianos. Humanidad de Cristo que se proclama precisamente a través de lo que en ella más desconcierta: la muerte. Su muerte voluntaria (3,16), su muerte como víctima expiatoria (2,2; 4,10). A continuación, el autor propone la conducta de Jesús como modelo que es preciso seguir: actuar como el actuó: «Quien dice que permanece en él, ha de vivir como él vivió» (2,6). Y la formulación «como» tiene fuerza de fundamento.
Todas estas orientaciones se sitúan en la línea ética de la carta, una ética cristológica, que brota de la realidad histórica de la existencia vivida por Jesús y por él propuesta como modelo a seguir.
Afirma la carta: «Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1 Jn 4,16b). Una afirmación como ésta se mueve en un terreno equívoco, si no lo apuntalamos con ayuda de algunos cimientos. El amor, en primer lugar, tiene nombre propio. Ha tomado rostro visible en Jesucristo. El creyente, según S. Juan, ama a Dios en la fe de Jesucristo, que entregó su vida en la cruz por todos. Para que este acontecimiento del pasado pueda hacerse actual y eficaz para todas las generaciones, Juan indica la presencia permanente del Espíritu Santo, quien actualiza la obra de la salvación (4,13; 3,24).
Es preciso añadir otra observación, que nunca debería olvidarse: el amor de Dios no puede separarse del amor fraterno. «Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente» (4,20). Para poder comprender correctamente el mensaje joánico es preciso no olvidar la sospecha que recae sobre el amor de Dios –a quien no vemos–, si no va acompañado y verificado por su correlativo inseparable: el amor del hermano, a quien vemos (4,20).
Conclusión. Esta primera carta de Juan es perfectamente válida y actual, porque introduce en la teología la categoría de la sospecha, de la sana sospecha, del interrogante, a fin de verificar continuamente la relación del discípulo con Dios y comprobar si responde o no a la verdad del evangelio.
El mensaje de la carta se engarza perfectamente en el evangelio, en lo que tiene de más esencial. Ningún verso lo resume quizás mejor que éste: «nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo» (4,16) y «quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (4,16). Ahora bien, no se permanece en el amor mas que viviéndolo en el humilde ejercicio de cada día del amor fraterno, viviendo «como él vivió» (2,6).
1,1-4 Prólogo. La carta, igual que el evangelio, se abre con un solemne prólogo admirablemente construido. Profundiza en las relaciones entre Cristo, los apóstoles y los cristianos. Se puede resaltar tres motivos principales.
1. La encarnación de la Palabra es un hecho histórico que está en el origen de la predicación cristiana. El paréntesis del versículo 2 describe esta revelación progresiva de la Palabra de la vida: junto al Padre, manifestada, vista, testimoniada y anunciada.
2. La experiencia personal de Juan y de los otros apóstoles se fundamenta en un contacto real, físico, muy subrayado (al menos siete veces) con Jesús. Juan emplea verbos de percepción y de anuncio con un doble significado, pero principalmente se refiere a la realidad trascendente, que sólo la fe más allá de los signos sensibles puede alcanzar. A través de la historia de Jesús los apóstoles han creído y testimoniado el misterio de su persona.
3. Comunión de los cristianos en la experiencia de los primeros testigos. Éstos comienzan la tradición viva que todavía continúa en la Iglesia: lo «que vimos y oímos se lo anunciamos también a ustedes» (1,3). Objetivo de este anuncio es llenar el corazón de alegría a quien lo da y a quien lo recibe (1,4) y crear la comunión en la fraternidad eclesial, que participa de la comunión con Dios Padre y con Jesús, el Hijo.
Así se cierra perfectamente el despliegue de la revelación. La vida, que estaba junto al Padre, ha aparecido en la carne del Hijo, para llevar a todos, a través de la misión de los apóstoles, a la comunión con el Padre y el Hijo. Con estas gratas noticias, los cristianos quedamos inundados de una gran alegría.
1,5–2,2 Luz y pecado. La imagen de la luz, que el cuarto evangelio refiere a Jesús (cfr. Jn 8,12), se aplica ahora a Dios, fuente de la revelación y de la santidad. Cada una de las formulaciones introducidas por esta expresión: «Si decimos» (6,8.10) expresa el sentir de los adversarios gnósticos, cuya doctrina san Juan combate. Hablar de la luz respecto a la divinidad, era un tópico o lugar común en aquel tiempo. Para el gnosticismo el creyente llegaba hasta Dios mediante una especie de iluminación interior, o profundo conocimiento, o éxtasis mistérico; para san Juan se trata de marchar o caminar según el comportamiento de Dios: «sean santos, porque yo soy santo» (Lv 19,2). «Proceder con sinceridad», proceder con la verdad, posee un carácter concreto y existencial. La verdad es la Palabra de Dios, proclamada por Jesús (8.10), que penetra en el creyente hasta transformar su vida. «Proceder con sinceridad» muestra el camino de conversión hacia el encuentro vital con Jesús.
El apóstol insiste con sano realismo: somos pecadores. El pecado existe (8.10). Dios lo permite para manifestarnos su amor en el Hijo (cfr. 4,9; Rom 11,32; Gál 3,22). La sentida conciencia de nuestro pecado no debe llevarnos a la desesperación, sino a renovar la fe en Cristo. Este aparece egregiamente señalado con tres funciones salvadoras. Es nuestro «Abogado» –Parakletos–. En el evangelio se aplica al Espíritu Santo (cfr. Jn 14,16.26), aquí se refiere a Jesucristo, el que intercede por nosotros en el tribunal de Dios. Es «Justo», no tanto en su esencia, sino en cuanto a la manifestación de su obra de salvación, puesto que perdona y justifica a los pecadores. Es «Víctima» de expiación (cfr. Éx 29,36s), indica el sacrificio voluntario de Cristo sobre la cruz (cfr. Ap 5,9s), que posee eficacia permanente y universal.
2,3-6 Verdadero conocimiento de Dios. En antítesis con el pecado está la observancia de los mandamientos, fruto y señal de la comunión con Dios. Conocer a Dios, según la acepción bíblica (cfr. Jr 31,34) no es tener de Él una noción abstracta, sino entrar en una relación personal y vivir en comunión con Él. Para san Juan este conocimiento se muestra de manera muy concreta: es sinónimo de estar con Él (3.5) de observar los mandamientos (3). Por tanto, quien peca no lo ha visto ni lo ha conocido (3,6; cfr. Tit 1,16). Mediante la observancia de los mandamientos, o por la confesión de nuestros pecados, conocemos la verdad o la falsedad de nuestras bellas declaraciones de amor («si decimos»: 1,6.8.18; 2,4).
2,7-17 Vencer al Maligno. Vencer al Maligno significa vencer también al mundo –desde la perspectiva joánica–, que «pertenece al Maligno» (5,19) y dominar los poderes que en él actúan. El mundo queda reducido a estas tres potencias: «Los malos deseos de la naturaleza humana» (cfr. Jn 3,6; Ef 2,3; 1 Pe 2,11). La «codicia de los ojos» (3,17; cfr. Sant 4,16). El «orgullo de las riquezas». Para el creyente la victoria sobre el mundo y sobre el Maligno es un don de Cristo, pero también una tarea: «un indicativo» (2,13; 4,4; 5,4) y «un imperativo» (15a). No hay camino intermedio, ni otra alternativa: o el amor del Padre o el amor del mundo (15b; cfr. Sant 4,4; Mt 6,24). Pero toda decisión existencial lleva un destino: quien sigue la vanidad de este mundo «pasa», como la oscuridad ante la luz (8.17; cfr. 1 Cor 7,31), pero quien obedece al Padre, como ha hecho Cristo (cfr. Jn 4,34; 6,38), «permanece por siempre» (17; cfr. Jn 12,34).
2,18-29 Cristo y los anticristos. La «última hora» de la historia, de la que habla el Nuevo Testamento (18; cfr. 2 Tes 2,5, 2 Pe 3,1-3), ha aparecido con la primera «manifestación» de Cristo (1,2; 3,5.8) y concluirá con la segunda «manifestación» en la parusía (28). Se caracteriza por la «manifestación» de los anticristos (18s; 4,1.3; cfr. 2 Jn 7). En esta hora de batalla decisiva se destaca la figura central de Cristo. A Él se opone el anticristo, el mentiroso (22; cfr. Jn 8,44), que representa la negación de Cristo y de su verdad. Porta un nombre colectivo, «muchos» (18). Éstos se caracterizan por su apostasía (19) y su incredulidad (22; cfr. Heb 4,2).
Por la parte de Cristo están los «fieles» (cfr. Ap 17,14), quienes profesan con el corazón y la boca que Jesús es el Hijo de Dios (20-23). Su signo de identidad es el crisma o unción, a saber, la Palabra de Dios asimilada en la fe. El crisma instruye en la virtud del Espíritu Santo (27; cfr. Jn 14,26), proporciona el instinto de la verdad y el sentido de la fe. Mientras que el cristiano vive, se encuentra orientado entre el ser (indicativo) y el deber ser (imperativo). El crisma, es decir, la Palabra de Dios ya «permanece» en él, y por eso él «permanece» en Cristo (14.28); pero también representa una tarea o deber que la Palabra permanezca en él y que él permanezca en Cristo (24.28), liberándose de los anticristos (26).
3,1-10 Hijos de Dios. El apóstol habla con admiración de la suprema grandeza del cristiano: desde ahora somos hijos de Dios (2), somos conformes a la imagen del Hijo (cfr. Rom 8,29). Todo ello es don y gracia de su amor.
El Padre nos ha «dado» –como gracia y signo de su bondad– llegar a ser partícipes de la naturaleza divina, revelándonos así la medida sin medida de su amor infinito (1; 2 Pe 1,4). Esta realidad de los últimos tiempos está iniciada, pero no del todo completada; es todavía objeto de esperanza la plena manifestación de nuestra semejanza divina (2s; cfr. Rom 8,23; Col 3,4). Quienes poseen esta esperanza, se van purificando y liberándose de la angustia y del pesimismo existencial. Viven en la gratuidad.
3,11-24 El mandamiento del amor. El mensaje, recibido desde el principio (11), es el amor fraterno. Tal es el signo distintivo de los hijos de Dios: amor que viene de Dios y que se dirige al hermano. San Juan acude a expresiones ya pronunciadas por Jesús en el discurso de despedida: «que nos amemos unos a otros» (3,23). El amor cristiano es benéfico, hace el bien, crea comunidad, por oposición al odio, cuyo prototipo es Caín (12), que sólo acarrea destrucción y muerte. De ahí la severidad de estas frases: el que no ama es un mentiroso, aún más, un homicida (15).
Hay que llamar la atención sobre esta afirmación fundamental y radical; el que ama experimenta un nuevo nacimiento, o una nueva pascua (14). Pero, ¡atención!, amar significa amar como Jesús, quien nos ha amado hasta el extremo. En este aspecto, como buen anciano, se muestra el realismo y sabiduría aquilatada de Juan. Si el amor es auténtico, tiene que manifestarse «en actos»; no puede contentarse con ser «de palabra ni de boca». A ejemplo de Jesús, el cristiano debe dar la vida por sus hermanos; debe mostrar una compasión no sólo afectiva, sino efectiva (16-18). Nuestro amor fraterno sólo se entiende desde Jesús, desde su palabra reveladora y desde el misterio de su entrega a la muerte por amor. El amor al hermano como hijo de Dios es inseparable del amor a Dios (20s). Sacramento del amor del Padre por nosotros es el Hijo (19); sacramento de nuestro amor al Padre es el hermano (12.20).
4,1-6 Discernimiento de espíritu. Los falsos maestros, los anticristos, hablan el lenguaje del mundo; el cristiano no debe escucharlos. Contra aquellos influidos por las corrientes gnósticas que negaban la humanidad de Cristo y el valor de su sacrificio en la cruz, Juan afirma que Jesús crucificado, y no solamente el Jesús glorioso, es parte esencial del mensaje cristiano.
4,7-21 Dios es amor. La afirmación «Dios es amor» (8.16) no pretende ser una definición abstracta de la esencia divina, se trata más bien de la revelación que Dios ha hecho de sí mismo a lo largo de la historia, mediante obras y palabras cargadas con el peso del amor y que ahora, en la plenitud de los tiempos, culmina en Jesús. El envío de su Hijo que se ofrece en sacrificio por nuestros pecados (10) ha manifestado este amor, haciéndolo presente en medio de nosotros. Juan exalta la gratuidad y trascendencia de este amor. Afirma la prioridad, aún más, la primacía absoluta. El cristiano no puede amar sino con la fuerza de este amor «primero». La presencia del amor en el creyente es el signo de que «ha nacido de Dios y es hijo de Dios». Dios permanece y actúa en él. Se puede decir que es verdaderamente engendrado en Dios, pues por este amor «ha conocido a Dios» (7s).
Una idea importante se desprende de la carta. En contra de la opinión de que el amor (por Dios y por los hermanos) está al alcance del ser humano como «un sentimiento natural», que brota espontáneamente desde su propio corazón, Juan enseña y subraya el origen divino del amor y la incapacidad humana para alcanzarlo con sus propias fuerzas. Ha sido necesario que el mismo Dios venga en su ayuda y no solamente le revele el amor, sino que haga alumbrar esa fuente en su corazón por medio del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo nos dan. El verdadero amor siempre es de Dios.
Hay que permanecer en el estado de recibir el amor de Dios. Esto se llama en lenguaje de Juan, fe. Quien no acoge el amor, no podrá dar amor. Es preciso aceptar ser amados. Se pide al cristiano creer firmemente en el amor de Dios manifestado en Cristo. Ésta es la verdadera roca en la que puede sostenerse una vida cristiana, hecha de generosa donación a los hermanos. Este amor no pasa nunca, no cambia, no se muda. Es eterno y se convierte en fuente abierta para el cristiano, brota desde el costado de Cristo en el agua viva de su Espíritu Santo. «Sólo el amor de Dios es digno de fe».
5,1-21 Conclusión. La carta de Juan subraya la quintaesencia de la revelación cristiana. Gracias a la fe, que es obra del Espíritu Santo, los cristianos entramos en la experiencia gozosa de sabernos infinita y tiernamente amados, conocemos la fuente de todo amor: Dios Padre, que se ha manifestado en Jesús. Creemos y sabemos que el amor está en el origen y el final de todo. Ahora bien, no se permanece en el amor más que «viviendo como él vivió» (2,6). Jesús es el modelo y origen de nuestro amor. Con la fuerza de su Espíritu nos capacita para amar a nuestros hermanos como él nos ha amado, en un servicio y entrega de amor hasta la muerte.
Juan quiere asegurar a los miembros de su comunidad que van por buen camino. No se han dejado engañar por los falsos maestros que ya han abandonado la comunidad y cuyos pecados van contra la fe y el amor. A ésos, hay que dejarlos en manos de Dios y de su misericordia. Por todos los demás, hay que orar, estando seguros de que Dios escucha nuestras oraciones.
Los últimos versículos (18-21) hacen un hermoso resumen de toda la carta. Los hijos e hijas de Dios rechazan el pecado, se alejan de lo mundano, ponen su confianza en Jesús, de quien reciben vida eterna, y no se dejan embaucar por las falsas doctrinas.