Autor, fecha de composición y destinatarios de la carta. El autor se introduce en el saludo como «Pedro, apóstol de Jesucristo»; al final, dice que escribe desde Babilonia, denominación intencionada de Roma. A lo largo de la carta se presenta como anciano, testigo presencial de la pasión y gloria de Cristo (5,1); cita, aunque no verbalmente, enseñanzas de Cristo.
La tradición antigua ha atribuido la carta a Pedro desde muy pronto. Hoy no estamos tan seguros de esto por una serie de razones. He aquí algunas: ante todo, el lenguaje y estilo griegos, impropios de un pescador galileo; la carta cita el Antiguo Testamento en la versión de los Setenta, no en hebreo, y lo teje suavemente con su pensamiento. Faltan los recuerdos personales de un compañero íntimo de Jesús. Y así, otras objeciones a las que los partidarios de la autoría de Pedro responden con respectivas aclaraciones. El balance de la argumentación deja, por ahora, la solución indecisa.
Una posibilidad: el autor es Pedro, anciano y quizás prisionero, cercano a la muerte. Escribe una especie de testamento, cordial y muy sentido. Su argumento principal es la necesidad y el valor de la pasión del cristiano a ejemplo y en unión con Cristo. Encarga la redacción a Silvano (5,12). La escribió antes del año 67, fecha límite de su martirio, a los cristianos que sufrían la persecución de Nerón.
Otra posibilidad: la carta es de un autor desconocido perteneciente al círculo de Pedro, que, en tiempos difíciles, quiere llevar una palabra de aliento a otros fieles, y para ello se vale del nombre y de la autoridad del apóstol. La escribiría a mitad de la década de los 90, para comunidades cristianas que atraviesan tiempos difíciles y quizás también de persecución bajo el emperador Domiciano.
Contenido de la carta. Aunque tenga más apariencia de carta que, por ejemplo, la de Santiago, como lo demuestra el saludo, la acción de gracias y el final, en realidad se parece más a una homilía, al estilo de la Carta a los Hebreos.
El tema dominante del escrito es la pasión de Cristo, en referencia constante a los sufrimientos de los destinatarios, comunidades pobres y aisladas que estaban experimentando una doble marginación; por una parte, el ostracismo y la incomprensión de un ambiente hostil, y por otra, el aislamiento a que les conducía su mismo estilo de vida cristiano, incompatible con el modo de vivir pagano.
Aquellos hombres y mujeres sabían lo que les esperaba cuando, por medio del bautismo, se convirtieron en seguidores de Jesús. De ahí que el autor haga referencia constante a la catequesis y a la liturgia bautismal, que marcaron sus vidas para siempre. Ahora se las recuerda para que en la fe y en la esperanza se mantengan firmes en medio de la tribulación.
El autor pone insistentemente ante sus ojos el futuro que les aguarda si permanecen fieles, es decir: «una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse, reservada para ustedes en el cielo» (1,4), pero no para que se desentiendan de los deberes de la vida presente, sino todo lo contrario, para que con una conducta intachable: «Estén siempre dispuestos a defenderse si alguien les pide explicaciones de su esperanza» (3,15). Esta vida de compromiso cristiano viene comparada en la carta a un «sacerdocio santo, que ofrece sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (2,5).
1,1s Saludo. El apóstol Pedro o, con seguridad, el autor posterior desconocido que pertenece al círculo de Pedro y en cuyo nombre escribe, se presenta con el mismo título de autoridad apostólica que leemos en las epístolas de Pablo. Los destinatarios son designados con dos calificativos que, ya desde el principio de esta carta circular, dejan sentados el tono y el contenido de la misma: «elegidos» y residentes «fuera de su patria».
La expresión «que residen fuera de su patria», alude a una doble marginación. Una, social y económica a causa de la política de dominación del imperio romano, que obligó a una gran masa humana de los territorios conquistados a una forzada emigración. Los cristianos a los que se dirige esta carta pertenecían a esta ola de emigrantes pobres y desarraigados, agrupados en pequeñas comunidades rurales esparcidas a finales del s. I por las mencionadas cinco provincias de Asia. La otra marginación es la que les imponía su misma vida de cristianos, incompatible con muchas de las costumbres y modos de vivir paganos (4,3), razón por la cual se convertían en sospechosos y, con frecuencia, en perseguidos (4,14). Es esta situación la que pone de relieve el hecho de haber sido precisamente ellos, los pobres y marginados, los «elegidos» por Dios Padre, los «consagrados» por el Espíritu y los «rociados» con la sangre de Jesús.
Hoy es difícil imaginarnos la emoción y la sorpresa agradecida que debían sentir aquellos cristianos y cristianas al reflexionar sobre esta elección gratuita de Dios, que los había convertido en su nuevo pueblo. Una elección divina que era, al mismo tiempo, fuente de exigencias y compromisos a los que el autor alude con la frase «obedecer a Jesucristo» (2), y a imitación de Él enfrentarse con el sufrimiento y la tribulación. A ellos les desea: «Gracia y paz en abundancia» (2).
1,3-12 Esperanza cristiana. Después del saludo, se abre la carta con una bendición solemne al estilo de las bendiciones judías (cfr. 2 Cor 1,3). Bendecir a Dios equivale a darle gracias. El autor o discípulo de Pedro, lo hace por la salvación que han recibido las comunidades al renacer a una nueva vida. El himno es como una profesión de fe, recitada en un clima de oración, en la que toca los principales temas de la catequesis bautismal en que ya han sido iniciados sus oyentes (cfr. Tit 3,5). Esta vida nueva del cristiano tiene su fuente en el designio misericordioso de Dios Padre realizado en la muerte y resurrección de Jesucristo (3) y está alimentada por la fe, custodiada por Dios y animada por la esperanza de «una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse, reservada para ustedes en el cielo» (4). Estos pobres emigrantes, despreciados y perseguidos, no habían conocido ni visto personalmente a Jesús, y sin embargo «lo aman… creyendo en él… con gozo indecible y glorioso» (8), de acuerdo con las palabras del Evangelio: «dichosos los que sin ver creyeron» (Jn 20,29). La situación en que viven ahora es dura y difícil, «aunque por el momento» (6), por eso el discípulo compara su fe con «el oro… purificado por el fuego» (7), tomando la imagen bíblica de Sab 3,5s: «Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él, los probó como oro en crisol» (cfr. Sal 66,10).
Esta «pasión de Cristo y su posterior glorificación» (11) es la que barruntaron y vieron en lontananza los profetas del Antiguo Testamento (cfr. Is 53) y la que cantaron los Salmos (cfr. Sal 22) guiados por el Espíritu. Y es la que, al cumplirse ahora el tiempo de la promesa, han recibido los destinatarios de esta carta (12). Hasta los ángeles, dice el discípulo, se asoman desde el cielo para contemplar maravillados la Buena Noticia hecha realidad en la vida de aquellos cristianos, gente pobre y sencilla.
Así termina el himno de alabanza en el que el discípulo de Pedro establece ya el tema fundamental de la carta, que se repite continuamente en cada sesión y en cada argumento, quizás como en ningún otro escrito del Nuevo Testamento: la pasión de Cristo y su glorificación, que continúa en la pasión del cristiano y en su futura y definitiva liberación.
Sería un error, sin embargo, leer en clave puramente espiritualista todo lo que nos va a decir a continuación, ya que «el cielo futuro» no es la única respuesta a los sufrimientos de una comunidad sumida en la marginación y tentada por el desaliento. Por el contrario, el cielo futuro debe hacerse ya realidad presente a través del compromiso cotidiano de los creyentes. Su tarea es construir en el mundo hostil que los rodea una «sociedad alternativa» o «casa de Dios», a la que el autor se va a referir constantemente y con variedad de expresiones.
1,13-25 Conducta cristiana. La seguridad del bien prometido hace que el cristiano viva el tiempo de la espera como tiempo ya de salvación y, por tanto, tiempo de alegría, de «sentirse uno ya como en la gloria», como se dice en nuestro lenguaje popular. Y esto no sólo a pesar de los sufrimientos presentes, sino justamente a causa de ellos. Es la paradójica alegría de los perseguidos de que hablan las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5,12).
«Vivan sobriamente» (13), así ve el discípulo la conducta de sus oyentes para este tiempo de espera. Los caminantes son ya hijos de Dios por el bautismo, por eso apela a la obediencia filial (cfr. Is 63,8) que no es otra cosa que una llamada a asemejarse a Dios, según el mandato de Lv 11,44: «sean santos, porque yo soy santo». El Dios que exigía la santidad en el Antiguo Testamento se ha revelado en Jesucristo como Padre y un día se revelará como Juez, por lo cual es necesario proceder siempre con «respeto durante su permanencia en la tierra» (17). Hay que tomarse la vida cristiana en serio, como seria fue la prueba del amor que nos trajo la salvación.
La pasión y la gloria de Cristo es «la Buena Noticia que se les ha anunciado» (25), de la que el discípulo de Pedro afirma que es «palabra incorruptible y permanente del Dios vivo» (23), la que purifica las conciencias abriéndolas a la verdad, la que produce el amor mutuo entre los hermanos, un amor intenso y sin fingimientos. La Palabra de Dios, en definitiva, regenera y da nueva vida al que la escucha y obedece, construyendo así la comunidad.
2,1-10 Cristo, piedra viva. De la «leche espiritual» de la Palabra de Dios que alimenta a la comunidad de recién nacidos, el discípulo pasa a otra imagen preñada de resonancias bíblicas: la piedra, que puede ser «piedra de cimiento» (cfr. Is 28,16) en la que se apoya el creyente por la fe, o «piedra angular» (cfr. Sal 118,22), que es clave y remate del edificio (cfr. Zac 4,7). El desarrollo y la aplicación que hace de esta imagen constituyen la parte central de la carta y una de las más hermosas enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la comunidad cristiana.
El discípulo llama a Jesucristo «piedra viva» rechazada por los constructores, pero escogida y apreciada por Dios (4), en alusión a su pasión, muerte y resurrección. Sobre esta piedra viva se construye el «nuevo templo» que acoge la verdadera y definitiva presencia de Dios. Los cristianos son estas «piedras vivas» con las que se construye dicho templo, al que el discípulo llama «espiritual», no para indicar una realidad que perteneciera a otro mundo, sino para afirmar que, al contrario del templo «material» de Jerusalén, este nuevo templo lo constituyen las personas mismas, reunidas por el bautismo en una comunidad de fe, es decir, el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia que debe caminar con los pies bien plantados en la sociedad en que vive.
Con referencia a este nuevo pueblo de Dios, el discípulo evoca los títulos de dignidad que exaltaban la función del pueblo de Israel (cfr. Is 43,20; Éx 19,6), para aplicarlos como si se tratara de profecías que tienen su completo cumplimiento en la comunidad cristiana: «raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido» (9) por la muerte y resurrección de Jesús. Es probable que el creyente de hoy, que ya no está acostumbrado al lenguaje simbólico de la Biblia, no se tome muy en serio esta maravillosa descripción de la vida cristiana que hace el autor de la carta, ni que alcance a comprender la fuerza revolucionaria evangélica que lleva dentro. Por desgracia, así ha ocurrido durante mucho tiempo, hasta que el Concilio Vaticano II ha puesto de nuevo las palabras de esta carta en el centro mismo de la vida y del compromiso de toda la Iglesia.
¿Qué significa, pues, que todos y cada uno de los cristianos formemos un «sacerdocio santo» (5)? El discípulo lo explica dos veces en este apartado. En primer lugar, significa ofrecer «sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (5). Con ello se refiere a la vida misma del cristiano, hombre o mujer, se encuentre donde se encuentre y cualquiera que sea su profesión, ofrecida a Dios como don de amor y portadora de la memoria de Jesús, tal y como nos la presentan los evangelios: su obediencia filial al Padre, su amor incondicional que no conoció barreras, su opción por los pobres, débiles y marginados, su lucha por la igualdad y la justicia hasta derramar su sangre en la cruz por todos nosotros. En esto consistió el sacerdocio de Cristo, y en esto consiste el sacerdocio del cristiano recibido en el bautismo. En segundo lugar, significa proclamar «las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su maravillosa luz» (9). La primera maravilla fue el testimonio de vida; la segunda, el anuncio, la proclamación de la palabra viva de la Buena Noticia portadora de la luz de la liberación. O sea, todo cristiano es o debe ser misionero de la Palabra de Dios. La predicación y proclamación del Evangelio no está reservada para unos cuantos expertos, como los obispos y presbíteros. Todo cristiano tiene el derecho y la obligación de anunciar a Jesús, el Salvador, con sus palabras y con el testimonio de su vida.
Si esto es así, ¿para qué sirven, entonces, los obispos y presbíteros? El ministerio de estos responsables y pastores de la Iglesia ha sido instituido por el mismo Jesucristo para que, a imitación suya, estén justamente al servicio de la comunidad cristiana y para que ésta siga fiel a su compromiso sacerdotal de vida y testimonio. Como personas bautizadas, son sacerdotes como los demás; como ministros ordenados, representan a Jesús en su función de guía y pastor de la comunidad. El discípulo va a hablar de ellos en la última parte de su carta.
2,11-25 Vocación cristiana y ejemplo de Cristo. El discípulo de Pedro contempla con preocupación a sus cristianos y cristianas esparcidos por las cinco provincias de Asia como «huéspedes y forasteros» (11) en medio de una sociedad pagana que los observa con ojos críticos, los difama y los tiene como malhechores, es decir, los típicos prejuicios de siempre contra los pobres y marginados. El discípulo anima a sus oyentes a que «tapen la boca a los necios e ignorantes» (15) con la fuerza del testimonio de su vida cristiana. El ejemplo que den en la vida social es capital, no sólo como protección contra posibles represalias, sino como testimonio evangélico: «al presenciar las buenas obras de ustedes, glorificarán a Dios el día de su visita» (12).
Un buen cristiano será siempre un buen ciudadano. El discípulo da normas claras de conducta ciudadana, apelando a la motivación superior que debe presidir todo el comportamiento del creyente: «por amor al Señor» (13), «tal es la voluntad de Dios» (15), «con el pensamiento puesto en Dios» (19), pero sobre todo, «como hombres (y mujeres) libres» (16), conscientes de que ante todo somos servidores de Dios (16), pues en esto consiste su libertad. Bajando a detalles concretos, exhorta a que todos respeten a las autoridades legítimas, y los criados a sus amos, aunque tengan «mal genio» (18).
Hasta ahora ha hablado a cristianos que viven más o menos en paz con los paganos, pero es en tiempos de persecución injusta cuando hay que dar el supremo testimonio de la fe y cuando la vocación cristiana de seguimiento del Crucificado alcanza su máxima expresión. El ejemplo impresionante de la pasión de Cristo que expone el discípulo en los versículos 21-25 constituye el mensaje central de toda la carta. El discípulo contempla toda la vida de Jesús –un don continuo e incondicional de amor– en su momento cumbre: su pasión salvadora, presentándola con los rasgos más resaltantes del Siervo de Yahvé (cfr. Is 53): «cuando era insultado no respondía con insultos, padeciendo no amenazaba» (23). Así «llevó sobre la cruz nuestros pecados cargándolos en su cuerpo» (24) e hizo posible que toda la vida del cristiano sea ya una vida portadora de salvación, bajo el cuidado del «pastor y guardián de sus vidas» (25). El ejemplo del Crucificado que propone el discípulo de Pedro va más allá de la sola aceptación de los propios sufrimientos a imitación de Jesús; también es una invitación a cargar solidariamente los sufrimientos de todas las víctimas del pecado del mundo: los que pasan hambre, los marginados, los excluidos, los perseguidos, los débiles, para llevar a todos el anuncio cristiano de la liberación. La pasión del mundo debe ser la pasión del cristiano, incluso hasta la muerte. En esto consiste nuestra identidad como continuadores de la memoria de Jesús.
3,1-7 Conducta en el matrimonio. El más importante testimonio cristiano es el dado en el seno de la familia. Dirige primero una larga exhortación a la esposa, pensando seguramente en las mujeres cristianas casadas con paganos. Después se dirigirá brevemente a los maridos cristianos. A éstas les exige la castidad conyugal, el «sometimiento» al marido y la modestia y serenidad interiores que pueden mantener el matrimonio unido en convivencia pacífica, e incluso atraer al esposo a la fe. En la exhortación a los maridos cristianos afirma la mayor debilidad corporal de la mujer y la igualdad espiritual en compartir la herencia del cielo.
El discípulo de Pedro es hijo de la cultura de su tiempo y, aunque el Evangelio trajo la igualdad de todos ante Dios (cfr. Gál 3,28), todavía se regía por los prejuicios machistas de la sociedad patriarcal en que vivía. En este sentido hay que tomar también el recelo del discípulo respecto a los adornos de la mujer. Sobre el exagerado ornato de éstas pronuncia Isaías una sátira divertida (cfr. Is 3,18-23).
3,8-22 Paciencia a ejemplo de Cristo. El ideal de concordia familiar se extiende a toda la comunidad cristiana, cuyos miembros, como hermanos de una sola familia, comparten la bendición de una herencia común. Los versículos 10-12 están inspirados en Sal 34,12-16; esta amplia cita en una carta breve muestra que los salmos se iban incorporando a la piedad cristiana e inspiraban la conducta.
A continuación, el discípulo vuelve a su tema favorito: el sufrimiento en razón de la fe que profesan. Más que a una persecución concreta, el autor de la carta parece referirse de nuevo a la marginación social que les imponía su misma condición de cristianos, la cual les apartaba de las prácticas y costumbres paganas, como las que señalará después en 4,3, conducta que les hacían parecer gente rara a los ojos de sus conciudadanos paganos. Es posible que la extrañeza ante el proceder de los cristianos fuera acompañada, a veces, de hostilidad y agresividad, sobre todo por ser los creyentes de clase humilde. Es comprensible, pues, que vivieran atemorizados.
El discípulo les anima a no tener miedo y conservar la calma. Es más, la situación puede convertirse en ocasión de dar testimonio de «su esperanza» (15). Es interesante que fuera la esperanza el aspecto llamativo de los cristianos y lo que causara extrañeza a los paganos, a quienes Pablo se refiere en Ef 2,12 como gente sin «esperanza y sin Dios en el mundo». La recomendación que el discípulo de Pedro les hace es una lección práctica de evangelización misionera en un contexto de pluralismo religioso, como el nuestro de hoy: estén dispuestos a defender –su esperanza– «con modestia y respeto, con buena conciencia» (16), pero firmes en la fe.
Si el testimonio evangélico lleva consigo la persecución y el sufrimiento, sufrir por hacer el bien les asemejará a Jesucristo. Para darles ánimo y esperanza en la victoria final, el discípulo les propone el ejemplo del sufrimiento inocente del Señor, cuya resurrección por el Espíritu trajo la oferta de salvación universal a todos, incluso a las «almas encarceladas» (19) de los pecadores de antaño, a los que el pensamiento mítico-religioso del Antiguo Testamento asignaba un lugar en el mundo subterráneo y tenebroso de los muertos, al que denominaban «infierno», cuyo significado no tiene nada que ver con el concepto cristiano de infierno como condenación eterna. También allí el Señor resucitado «fue a proclamar» (19) su mensaje de salvación. Jesucristo, compartiendo la suerte de todos los hombres y mujeres, baja al mundo de los muertos, no para quedarse, sino para proclamar la liberación (cfr. Is 61,1).
El versículo 19 es uno de los textos más enigmáticos de todo el Nuevo Testamento, el cual ha encontrado eco hasta en nuestro Credo cristiano: «Descendió a los infiernos». Este descenso salvador debió ser muy importante para los primeros cristianos, como lo atestiguan las referencias de Ef 4,8-10 y Rom 10,7; les preocupaba la suerte de los pecadores y, en general, la de todos los que vivieron y murieron antes de Cristo.
¿Entraron también ellos en el plan salvador de Dios? ¿Se salvaron aunque no habían conocido a Cristo ni recibido el bautismo? Esta preocupación sobre la posible salvación de los antepasados ha estado presente en toda la historia de la evangelización de la Iglesia, especialmente en Asia, cuya cultura dio y sigue dando tanta importancia al mundo de los ancestros. La respuesta ambigua o negativa de los primeros evangelizadores de aquellas tierras constituyó entonces un grave obstáculo para la propagación del Evangelio. Con esta imagen enigmática de Cristo descendiendo y proclamando, el discípulo nos quiere decir simplemente que, en virtud de su muerte y resurrección, Jesucristo vino a ofrecer su salvación a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.
4,1-19 Hostilidad del mundo. El discípulo de Pedro retoma ahora el tema del sufrimiento en su aspecto medicinal o de sanación: es imposible que siga pecando quien asocia por el bautismo sus propios sufrimientos al sufrimiento de Cristo. Esa incompatibilidad con el pecado la pueden ver comparando la vida que llevaban antes, entregada a todo género de maldades, con la que llevan ahora. De ahí que su conducta contra corriente produzca la extrañeza y la hostilidad de sus antiguos camaradas de vicios.
Las comunidades de Pedro nos dan una buena lección a los creyentes de hoy. Una conducta cristiana que no produzca ningún impacto en la sociedad es señal de que se ha dejado arrastrar por la corriente de aquellos que no organizan sus vidas de acuerdo con las exigencias del Evangelio. Lo peor que nos puede suceder como seguidores de Jesús es que nuestro comportamiento no diga nada a nadie, que no ofrezca ninguna alternativa al mundo de injusticia que nos rodea. El discípulo subraya la seriedad de su exhortación con la inminencia del «fin del universo» (7), cuando venga Jesucristo a juzgar a todos de acuerdo con los valores del Evangelio, tanto a los que aún estén con vida como a los que hayan muerto. No se trata de una inminencia de días o años, sino de la urgencia del cambio que lleva en sí el mensaje evangélico.
¿Quién no calificaría como «final del universo» a los acontecimientos que estamos viviendo en nuestros días, como la pobreza y el hambre de millones de seres humanos o la catástrofe ecológica a la que nos lleva un desenfrenado consumismo?
Amor intenso que pasa por alto y perdona la ofensa del otro, hospitalidad sin murmuraciones, moderación y sobriedad, servicio a los demás compartiendo los dones que cada uno ha recibido es la vida alternativa evangélica que propone el discípulo a sus humildes comunidades y que también dirige a la Iglesia de hoy con la misma fuerza profética. Son los comportamientos cristianos que hacen de la comunidad de creyentes la «casa de Dios» a la que todos son llamados. Dos servicios merecen la atención del discípulo: el servicio de la Palabra y la atención a los necesitados. El término utilizado para «palabra», es «oráculo», es decir, sentencia profética, pues lleva consigo la fuerza del Espíritu que penetra los corazones con la fuerza de la verdad.
Sorprendentemente, vuelve otra vez sobre el tema del sufrimiento, como si los padecimientos inmerecidos e imprevistos de las páginas precedentes se materializaran ahora en una persecución violenta: un «incendio que ha estallado» (12). ¿Se trata de alguna persecución concreta? ¿O más bien quiere presentar de nuevo el tema central de la carta en un modo dramático? Sea como fuere, la situación real de padecimiento existía y el discípulo les anima a valorar y a confrontar la prueba: es la ocasión de compartir los sufrimientos de Cristo (cfr. Col 1,24; Flp 3,10) que conducirá a compartir su gozo (cfr. Jn 15,11), incluso por adelantado (cfr. 2 Cor 7,4).
5,1-11 A los responsables. Antes de despedirse les da su testamento espiritual. El discípulo de Pedro se dirige, en primer lugar, a los «ancianos», término con que se designaba a los responsables y líderes de la comunidad –presbíteros–, no necesariamente entrados en años. Aunque se presenta con el título que le confiere su autoridad apostólica, «testigo de la pasión de Cristo» (1), los considera colegas, situando así su autoridad en el plano de la corresponsabilidad, como era corriente en la Iglesia de los primeros tiempos.
Contempla el ministerio de estos líderes como la labor y el servicio de un buen pastor, en referencia siempre al Pastor Supremo, único pastor del rebaño. Sus consejos pastorales son válidos para todos los tiempos, especialmente para muchos pastores de nuestra Iglesia de hoy, quienes aún no acaban de asimilar el verdadero sentido de la autoridad apostólica. Toda la vida de un pastor debe ser entrega generosa al rebaño, guiándolo con el modelo y ejemplo de su vida, sin otros intereses espúreos. Después se dirige a todos los miembros de la comunidad, tanto jóvenes como viejos, y les pide que sean humildes. Esta humildad, referida a la relación de los cristianos con Dios, lleva a la confianza por la que ponemos en sus manos todos nuestros afanes y sufrimientos.
En una última llamada a la vigilancia, compara al enemigo supremo, el Diablo, a un león rugiente dando vueltas alrededor de su presa. Todas estas recomendaciones del discípulo evocan la realidad de una comunidad cristiana que, soportando la prueba y la persecución, vive de la esperanza de la venida liberadora del Señor, consolada por «el Dios de toda gracia que por Cristo los llamó a su gloria eterna» (10).
5,12-14 Saludos finales. Pedro, o su discípulo, menciona en su saludo final a dos personas conocidas que han desempeñado un papel importante en la vida de la Iglesia primitiva: Silvano y Marcos.
Finalmente, les comunica los saludos de la comunidad de «Babilonia», nombre de Roma en clave simbólica, es decir, el lugar del destierro y de la persecución en un mundo hostil a Dios.