La sinopsis nos hace ver el propósito del autor: proporcionar normas y consejos para el recto caminar de la comunidad. La precaución frente a los falsos maestros, difundida por la carta, se concentra al principio y hacia la mitad; en ambas ocasiones contrasta al destinatario con el Apóstol.
1,1s Saludo. El saludo es el habitual de la correspondencia paulina, en el que a Pablo se presenta como apóstol por disposición de Dios y no por mera delegación de la comunidad. Esta afirmación tendrá un relieve especial en las llamadas «cartas pastorales» donde el tema principal será el de la verdadera tradición apostólica frente a otras doctrinas que la estaban poniendo en peligro. Aunque, como es probable, el autor del presente escrito no sea el mismo Pablo, sino un discípulo suyo de la siguiente generación, la autoridad apostólica que representa es indiscutible. Por eso, y para darle aún más relieve, asume el nombre de Pablo, en un claro ejemplo de pseudonimia, tan frecuente en el ambiente literario de entonces.
El destinatario es Timoteo, el íntimo colaborador del Apóstol, a quien el autor se refiere como a «hijo suyo engendrado por la fe» (2). Más que apelativo cariñoso, es título de la autoridad legítima y auténtica que tiene como líder de la comunidad cristiana. A la combinación acostumbrada de «gracia» del saludo griego y «paz» del saludo hebreo, añade la «misericordia», de gran raigambre bíblica.
1,3-11 Falsos maestros. Saltándose la acostumbrada «acción de gracias», Pablo entra de lleno en la polémica. La primera tarea de Timoteo será la de enfrentarse con los falsos maestros que difunden doctrinas heréticas opuestas a la sana tradición, y que no son sino fábulas, mitos, «genealogías interminables» (4), productos todos de la fantasía de los charlatanes de turno. No sabemos en concreto a qué desviaciones doctrinales se refiere. Reuniendo datos de las tres cartas pastorales que forman un conjunto epistolar, es probable que se trate del gnosticismo –la «gnosis» se podría traducir como «sabiduría arcana», la «Nueva Era» de aquel entonces– con su mezcla vaga y heterogénea de prácticas ascéticas no convencionales y de conocimientos esotéricos que fascinaban a los iniciados con el señuelo de una salvación al alcance de la mano, como si el mensaje salvador de Jesucristo no fuera claro o suficiente. Todo esto, viene a decir el autor, lo único que hace es perturbar la armonía de la comunidad con controversias interminables.
Así pues, el primer gran encargo que encomienda a Timoteo es el de exhortar a los creyentes a ser fieles al «plan de Dios, basado en la fe» (4), es decir, a vivir una praxis de concordia y amor mutuo que solo puede brotar de esa fe sincera que limpia el corazón y produce una buena conciencia.
Entre las falsas doctrinas, están las propuestas por los que pretenden pasarse como doctores de la ley. No sabemos en concreto si lo que enseñaban estos individuos era una versión «gnóstica» de la Ley mosaica o alguna interpretación heterodoxa de la misma, lo cierto es que ni ellos sabían «lo que enseñan con tanta seguridad» (7). En la polémica que entabla con esos falsos doctores (9s), el autor hace eco de la enseñanza de Pablo sobre la bondad de la Ley, su verdadera función, para quiénes fue promulgada y la cesación de la misma ante la «ley de la fe» (cfr. Rom 7,12-16; 3,27).
Ésta fue y es la sana doctrina, la que se ajusta a la tradición evangélica que Pablo enseñó con su autoridad apostólica y que, con la misma autoridad, debe exponerla ahora Timoteo como líder de la comunidad.
La «sana doctrina» es uno de los temas fundamentales de las cartas pastorales (cfr. 2 Tim 4,3; Tit 1,9; 2,1). Si los líderes de la primera generación de la Iglesia –los apóstoles, los profetas, los predicadores itinerantes–, dedicaron todas sus preocupaciones a la difusión del mensaje evangélico más allá de toda frontera, los responsables de las siguientes generaciones comienzan progresivamente a dar más prioridad a la vida interna de la comunidad de creyentes. De la figura del «evangelizador» se va pasando poco a poco a la del «pastor», bajo cuya responsabilidad está, sobre todo, la fidelidad a la «tradición apostólica» –la «memoria de Jesús»– que hay que mantener como un sagrado depósito (cfr. 1 Tim 1,11; 2 Tim 1,10-14; Tit 1,3) contra toda desviación del tipo que sea. Y así, los ministerios «itinerantes» de la Iglesia primitiva van desapareciendo para dejar paso a ministerios «sedentarios» que comienzan a institucionalizarse alrededor de la figura del obispo (cfr. 1 Tim 3,1-13; 5,17; Tit 1,5-9) y que miran más al gobierno y a la buena marcha interna de las Iglesias locales.
Así mismo, la comunidad cristiana no es ya sólamente la que nace del anuncio del mensaje evangélico sino, sobre todo, la que posee y vive la verdad del mismo, o sea la «sana doctrina».
1,12-20 Pablo y Timoteo. La acostumbrada acción de gracias que solía encabezar e introducir el asunto de las cartas, la coloca el autor cuando ya ha comenzado a desarrollar el tema, con el fin de dar más fuerza a sus instrucciones de «pastor» de la comunidad. ¿Cuáles son sus intenciones al presentarnos este autorretrato del antes blasfemo, perseguidor e insolente (12) y que, ahora, da gracias a Dios por su conversión?
Primera, afirmar la sana doctrina, digna de ser aceptada sin reservas, a saber: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (15). Esta salvación la dramatiza en el gran cambio que se produjo en Pablo, gracias a la paciencia, compasión, misericordia y favor de Dios: de perseguidor se convirtió en servidor, de pecador en hombre de confianza, «se fio de mí y me tomó a su servicio» (12).
Y segunda, el gran convertido trasmite la tarea del servicio apostólico a su hijo Timoteo en una especie de sucesión legítima.
La enseñanza es clara: ningún líder puede aducir derechos y méritos propios para asumir la autoridad dentro de la comunidad ni ésta posee la autoridad apostólica para delegarla a quien desee. La autoridad viene de Dios y Dios elige a quien quiere, por más pecador que haya sido –el caso del mismo Pablo–.
Esta convicción es la que inmunizó a la Iglesia primitiva contra el culto a la personalidad de sus apóstoles y pastores. Buena lección para nuestra Iglesia de hoy. Con estas credenciales el autor invita a Timoteo a ejercer su tarea de pastor.
2,1-7 Sobre la oración. La segunda preocupación de las cartas pastorales es dictar normas concretas para la ordenación y buen funcionamiento de las comunidades locales. Y entre los deberes de la comunidad, la oración ocupa el primer puesto. Es interesante conocer, a través de los consejos del autor de la carta, cuánto, cómo y por quién rezaban aquellos cristianos. Lo primero que aparece es la espontaneidad e intensidad carismática de su oración: «súplicas, peticiones, intercesiones, acciones de gracias» (1). Lo segundo, su carácter misionero y universal: «por todas las personas» (1), para «que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad» (4), pues esta voluntad salvadora de Dios, abraza a todos, paganos y cristianos, en el único mediador de la salvación, «Cristo Jesús, hombre él también» (5).
Se mencionan especialmente «soberanos y autoridades» (2; cfr. Rom 13,1-8). No se pide para ellos el castigo, sino la conversión, y un primer paso es que sean agentes de paz. Los cristianos de entonces, aunque constituidos ya en comunidades sólidas a través del imperio, seguían siendo una minoría de clase humilde entre la mayoría pagana. Habían superado ya algunas persecuciones, pero vivían pendientes de la honradez y buena voluntad de sus señores civiles, pues no parece que tuvieran acceso a cargos de gobierno. Por otra parte, la oración pública por las autoridades era un testimonio de buen comportamiento ciudadano contra la acusación y sospecha que provocaba la vida alternativa de los cristianos: la de ser elementos antisociales.
2,8-15 Sobre el comportamiento de los hombres y las mujeres. Lo que el autor de la carta dice ahora a propósito de las mujeres, se limita en primer lugar a las asambleas de oración; después se extiende a consideraciones más generales. El grado notable de igualdad entre hombres y mujeres que se dio en las asambleas litúrgicas de las Iglesias fundadas por Pablo, no duró mucho, por desgracia. Años más tarde, nos encontramos con la penosa realidad que nos describen las cartas pastorales: la mujer fue reducida al silencio. Un silencio que iba a durar por siglos, casi hasta nuestros días. En las Iglesias paulinas había mujeres que dirigían las asambleas de oración, mujeres profetas (cfr. 1 Cor 11,3-5), diaconisas (cfr. Rom 16,1), líderes femeninos capaces de explicar «con mayor exactitud el camino de Dios» (Hch 18,26), como hizo Prisca con un predicador de la talla de Apolo (cfr. Hch 18,24-28). La doctrina y la praxis del mensaje evangélico de igualdad entre «griego y judío… hombre y mujer» (Gál 3,28), comenzaron a ir juntas.
En las generaciones posteriores a Pablo se produjo el cambio. Aunque el principio evangélico de igualdad seguía siendo afirmado, sin embargo la cultura patriarcal del tiempo y los prejuicios ancestrales contra las mujeres volvieron a hacerse patentes en la praxis diaria de las comunidades cristianas, como lo muestra la advertencia tan tajante e inadmisible de: «no acepto que la mujer dé lecciones y órdenes al varón. Quiero que permanezca callada» (12). Más inaceptable aún es que quiera reforzar su afirmación con un argumento de las Escrituras: «Adán no fue engañado, la mujer fue seducida y cometió la trasgresión» (14).
¿Qué decir de todo esto? Simplemente que el autor, en este caso, nos está transmitiendo sus prejuicios culturales y no la Palabra de Dios, gracias a la cual gran parte de ese bagaje cultural ha sido ya superado, aunque todavía quede mucho camino por recorrer para que la praxis de igualdad entre el hombre y la mujer en la Iglesia, se corresponda con la enseñanza y la praxis de Jesús de Nazaret.
De todas formas, la intención primera del autor no es definir el lugar que debían ocupar las mujeres en la comunidad, asunto, al parecer, ya zanjado y aceptado por todos, sino corregir posibles brotes de inestabilidad o llamar la atención sobre peligros que amenazaban la unidad y armonía del pequeño grupo cristiano. Es probable que las falsas doctrinas ya mencionadas, influyeran más fácilmente a las mujeres que a los hombres, quizás por la misma situación de vulnerabilidad a que estaban reducidas en aquellas sociedades de corte patriarcal.
3,1-13 Categorías diversas. En su preocupación por la armonía y buen orden de la comunidad, el autor concentra ahora su atención en dos clases de cargos de responsabilidad, el obispo y los diáconos. Ambos títulos procedentes del mundo civil y religioso griego, fueron también aceptados por los cristianos para designar a algunos de sus líderes específicos. Originariamente el primero significaba «supervisor» y el segundo «servidor», o sea un responsable y unos asistentes. Comparando con lo que sabemos de Pablo en otros documentos, la presente carta indica un grado más desarrollado de organización interna de la Iglesia. Allí donde se formaban Iglesias locales, la misión principal de sus responsables era cuidar la comunidad como un pastor cuida su rebaño (cfr. Hch 20,28). Y los títulos que expresaban mejor esta función de «pastores estables», eran justamente los títulos de «obispo» y «diácono». Otros líderes con diferentes funciones menos localizadas y más itinerantes eran designados con distintos nombres, como apóstoles, profetas, evangelistas, maestros, etc. Aunque los términos de «obispo» y «diácono» son los mismos que utilizamos hoy, no es legítimo deducir que las funciones sean idénticas.
La proliferación de nombres y funciones del liderazgo cristiano era una característica de las primeras generaciones de la Iglesia. Con el tiempo, toda la responsabilidad del servicio de la autoridad eclesial se fue concentrando en el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos, nombres con los que hoy día designamos a los ministros ordenados.
La carta suministra orientaciones concretas sobre la actitud de los candidatos para cargos estables de responsabilidad. Llama la atención el hecho de que el cargo de obispo no fuera muy apetecible, o por el testimonio de vida intachable que exigía o bien por el peligro personal que suponía liderar la comunidad en aquellos tiempos de frecuentes persecuciones. Por eso el autor anima a los que se sienten llamados a prestar ese servicio, a no esquivar la responsabilidad. Quizás a algunos llame también la atención el que la mayoría fueran casados. El celibato no es un mandato del Señor para sus ministros, sino una ley eclesiástica que tardó siglos en imponerse y generalizarse y, que como tal, puede ser aplicada o no por la autoridad de la Iglesia de acuerdo con las necesidades de las comunidades cristianas.
En resumidas cuentas, las cualidades del obispo y de los diáconos que exige el autor de la carta no son para nada extraordinarias, o quizás sí, porque el ser «sobrio, modesto, cortés, hospitalario, amable… pacífico, desinteresado» (2s), no son, por desgracia, las cualidades que fácilmente asociamos a las personas que ejercen la autoridad, ya sea dentro o fuera de la Iglesia. Así debía ser entonces y así sigue siendo ahora; de ahí que la amonestación del autor siga tan actual hoy como hace dos mil años. Por otra parte, estas exhortaciones están indicando el ideal de la comunidad cristiana que el autor tenía en su mente: la «casa de Dios», donde debe reinar el espíritu y las virtudes propias de una verdadera familia.
3,14-16 Misterio cristiano y falsos maestros. Al final del primer encargo importante dado a Timoteo, y a modo de conclusión, aparece claramente el objetivo de la carta: el traspaso de la autoridad apostólica. En la hipótesis de que la carta sea auténtica, es decir del mismo Pablo, hay que tomar estas palabras (14s) a la letra: Timoteo queda como delegado interino del Apóstol, el cual espera volver pronto o con un pequeño retraso. Si, como es más probable, la carta es posterior, con nombres simplemente representativos, las palabras sugieren el traspaso de la autoridad única de un apóstol a la generación siguiente de líderes responsables. En este caso, la mención de la ausencia ya definitiva de Pablo, que se consumó con su martirio en Roma, sería como un llamamiento conmovedor a la aceptación y a la fidelidad de la comunidad a los sucesores del ausente, encargados ahora de cuidar «la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y base de la verdad» (15).
Esta bella descripción de la comunidad cristiana apunta al misterio mismo de la salvación, que el autor expresa por medio de un himno litúrgico conocido probablemente por los destinatarios de la carta. El himno, síntesis de nuestra fe, proclama que este misterio no es una verdad abstracta, sino una persona, Jesucristo. El hombre que fue conocido como Jesús de Nazaret y que sufrió la muerte en la cruz y resucitó glorioso, es el mismo que ahora es proclamado a los paganos y creído en el mundo (16). Dado el contexto de la carta, el himno tiene la clara intención pastoral de reafirmar el contenido fundamental de la fe cristiana que ya se va extendiendo por todo el mundo.
4,1-6 Los deberes de Timoteo como pastor de la comunidad. Estos deberes pastorales de Timoteo son presentados en contraste radical con las actividades de los falsos doctores, designados con calificativos tales como: «engañosos… de doctrinas demoníacas… impostores que tienen la conciencia marcada a fuego» (1s), como delincuentes o esclavos fugitivos. La viva conciencia que tenían las primeras comunidades de estar viviendo el final de los tiempos, hace que el autor vea en estos individuos a los promotores de la apostasía que tenía que surgir antes de la venida definitiva del Señor (cfr. 2Tes 2,3) y que el mismo Jesús había ya profetizado: «surgirán muchos falsos doctores que engañarán a muchos» (Mt 24,11; cfr. Mc 13,22).
Entre las doctrinas perniciosas, el autor cita la prohibición del matrimonio (3) y las prohibiciones alimenticias, aludiendo, quizás, al dualismo entre cuerpo y espíritu y al desprecio por la materia, típicos del gnosticismo, sistema filosófico-religioso sincretista de entonces, que llegaba a aberraciones tales como considerar –y prohibir a sus iniciados– la unión sexual por ser intrínsecamente mala. Esta filosofía en toda la variedad de manifestaciones, y que se infiltró insidiosamente en el pensamiento y en la praxis cristiana, fue la «bestia negra» de los primeros siglos de la Iglesia. Contra semejantes barbaridades, el autor apela al «sentido común» de la persona que se ha nutrido de la Palabra de Dios que nos transmite la Biblia: «todas las criaturas de Dios son buenas» (4; cfr. Gn 1,31; Eclo 39,16), con tal de que sea la Palabra de Dios y la oración las que nos indique el camino para relacionarnos con ellas. Y dirigiéndose a Timoteo, concluye afirmando que un «buen ministro de Cristo Jesús es el que se nutre con el mensaje de la fe y la buena doctrina» (6), y así la enseña y testimonia con su vida. La mejor expresión que hoy define el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos es precisamente ésta: la de ser «servidores de la Palabra de Dios».
4,7-16 Conducta personal de un ministro de Dios. Como en las exhortaciones anteriores, el autor continua dirigiéndose personalmente a Timoteo, pero con la intención de esbozar la figura ideal del responsable de las Iglesias locales, aplicable a todo aquel que ejerce el ministerio de la autoridad, y que como tal debe ser: «modelo de los creyentes en la palabra, la conducta, el amor, la fe, la pureza» (12). En esto consiste y debe consistir «el don espiritual que posees», reconocido por todos, y hecho público y oficial «al imponerte las manos los ancianos» (14), que era el símbolo ritual con que se solemnizaba la transmisión del ministerio apostólico.
Las comunidades cristianas a las que van dirigidas las «cartas pastorales» conocían muy bien la diversidad de carismas y dones con que el Espíritu Santo agraciaba a los cristianos sin distinción de sexo o condición social (cfr. 1 Cor 12). Eran dones temporales que surgían y desaparecían. Pero también sabían que entre los carismas había algunos especiales, de carácter permanente, que afectaban a la existencia misma de la Iglesia: eran los carismas de la autoridad como servicio a la comunidad (cfr. Ef 4,11s).
Al igual que hace Pablo en su carta a los Efesios (cfr. Ef 4,11), el autor dirigiéndose a Timoteo, más que referirse al carisma que éste posee, le exhorta a que toda su persona se convierta en ese don vivo para sus hermanos y hermanas en la fe. Tan seria es esta exhortación que la salvación del responsable va vinculada a la de los subordinados: cumpliendo todo esto «se salvarán tanto tú como tus oyentes» (16).
5,1-16 Sobre las viudas. Entre las personas más desamparadas de las sociedades patriarcales, se encontraban las viudas sin hijos, quienes por carecer de la protección del varón estaban a la merced de la generosidad y compasión ajenas. Las viudas junto con los huérfanos reciben mucha atención en el Antiguo Testamento, tanto en la legislación (cfr. Lv 19,32), como en las denuncias de los profetas cuando eran descuidados (cfr. Is 1,16s). La preocupación por la situación de las viudas continuó siendo un tema importante en las primeras comunidades cristianas (cfr. Hch 6,1).
El autor de la carta distingue varios grupos de viudas. Las jóvenes que, libres del vínculo conyugal (cfr. Rom 7,2), viven licenciosamente. A éstas les recomienda que vuelvan a casarse. Otras viven con familiares que cuidan de ellas o viven acogidas a la caridad de alguna familia cristiana. Por último, las desamparadas que serán socorridas de un fondo común, producto de limosnas y do naciones. Entre éstas, algunas más ancianas –sesenta años en aquellos tiempos era una edad muy avanzada– desempeñarán algunas funciones en la comunidad. Desde luego rezar –como Ana, cfr. Lc 2,36s– y probablemente otras tareas compatibles con su edad. Lo que llama la atención de estas exhortaciones es el carácter familiar que tenían las comunidades cristianas, que hoy sigue manteniéndose especialmente en las comunidades eclesiales de base.
5,17-25 Ancianos o presbíteros. Los «ancianos», no necesariamente personas de edad avanzada, tenían una función de responsabilidad en la comunidad, como sucedía en el Antiguo Testamento y en otras culturas donde formaban el Consejo en los pueblos y el Senado en la nación –«senatus» viene de «senex» que quiere decir «anciano»–. Forman grupo y su responsabilidad es colegial. Aparecen en Éfeso como encargados de la comunidad cristiana local bajo la autoridad de Pablo (cfr. Hch 20,17). Da la impresión de que también Timoteo estaba por encima del colegio de ancianos –como el obispo de hoy sobre sus presbíteros–. De ahí las recomendaciones que le dirige el autor de la carta.
Los ancianos en funciones reciben salario. Su responsabilidad era la de predicar, enseñar y, sobre todo, la de ser consejeros del responsable principal de la comunidad, en este caso Timoteo.
A éste le corresponde, pues, presidir el grupo de «ancianos», transmitirles el don de su ministerio después de haber hecho una cuidadosa selección de los candidatos, corregirlos cuando sea necesario y protegerlos contra acusaciones infundadas. De este grupo de ancianos de la Iglesia primitiva –«presbíteros» en latín–, han tomado nombre y función de consejeros los presbíteros o sacerdotes de la Iglesia de hoy.
En otras palabras, el obispo no puede gobernar su diócesis como monarca absoluto, sino que lo debe hacer siempre, por obligación, contando con el consejo y la opinión de sus sacerdotes.
Es curioso que, entre esta serie de graves exhortaciones a Timoteo, se le escape al autor el consejo «casero»: «toma algo de vino para la digestión y por tus frecuentes dolencias» (23). Quede ahí como anécdota familiar, aunque quizás también tenga otra intención, a saber, que el vino tomado con moderación es una de esas buenas criaturas de Dios, y no un mal contra el que probablemente tronaban los falsos doctores.
6,1s Sobre los esclavos. Estas recomendaciones del autor hay que leerlas en el contexto social en que fueron escritas.
La esclavitud era un hecho contra el que nada podían hacer, ni social ni políticamente los cristianos de entonces, lo mismo que la Iglesia de hoy se muestra social y políticamente impotente antes las esclavitudes de nuestros días, tanto o más perniciosas. La igualdad, «en Cristo no hay amo ni esclavo» (Gál 3,28) la vivían ya aquellos creyentes como la gran revolución evangélica que estaba cambiando sus vidas. Justamente por eso, es probable que algunos «esclavos cristianos» comenzaran a cuestionar la obediencia a sus amos.
Por el bien, pues, de la comunidad, para evitar desórdenes internos y seguras represalias por parte de las autoridades civiles, el autor recomienda a los esclavos el respeto a sus amos.
La obligación correlativa del amo hacia el esclavo es un tema que aparece en muchas de las cartas de Pablo (cfr. 1 Cor 7,21-24; Ef 6,5-9; Col 3,22-25). Ésta sería la motivación negativa. Más importante es la positiva, la que constituye el verdadero mensaje que ellos creían, practicaban y que con el tiempo acabaría con la esclavitud antigua y lo hará con las modernas: el amor fraterno que debe presidir todas las relaciones humanas.
Más que condenas y desobediencia civil contra el orden establecido de entonces, era este testimonio de amor mutuo –incluso el de los esclavos para sus amos, también dignos de amor (2)– la vida alternativa y contra-cultural que ofrecían las comunidades cristianas de los primeros siglos.
6,3-10 Sigue la polémica contra los falsos doctores. Esta polémica, que ha aparecido a lo largo de toda la carta, se centra ahora en la raíz última de la que brota todo el comportamiento de esas «personas corrompidas mentalmente, ajenas a la verdad» (5) y que tantos problemas estaban causando en la comunidad, a saber: esos tales «piensan que la religión es una fuente de riqueza» (5). Y lo vuelve a repetir más adelante citando un proverbio de entonces y de siempre: «la raíz de todos los males es la codicia» (10). Se trata de una generalización convencional, pues otros dirán que la raíz de todos los males es la soberbia. Con todo, el análisis es certero: el afán de lucro vicia la credibilidad del mensaje evangélico. Por algo Pablo quiso siempre demostrar explícitamente su desinterés por los bienes materiales (cfr. Flp 4,12) y su empeño en ganarse el pan con el sudor de su frente sin ser gravoso a nadie ni usar privilegios para su trabajo apostólico (cfr. 1 Cor 9,1-17). Este testimonio de desprendimiento sólo es posible vivirlo por amor y por la fuerza de Jesucristo: «todo lo puedo en aquel que me da fuerzas» (Flp 4,13).
Dando probablemente por conocidos el ejemplo y las motivaciones del desprendimiento de Pablo, el autor de la carta quiere reforzar sus exhortaciones a Timoteo recordándole la tradición de realismo y sentido común que ofrece la sabiduría bíblica sobre la pobreza y la riqueza. Y así, hace eco del dicho de Job: «nada trajimos al mundo y nada podremos llevarnos» (7; cfr. Job 1,21); por tanto, contentémonos «con tener vestido y alimentos» (8), dice parafraseando el dicho de los Proverbios: «no me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan» (Prov 30,8; cfr. Mt 6,31-33).
6,11-16 Encargos a Timoteo. En contraposición a los «falsos doctores», todo líder cristiano debe ser «un hombre de Dios» para su comunidad, como lo fueron los grandes líderes y profetas del Antiguo Testamento, Moisés, Samuel, Elías, Eliseo, etc. Y como lo fue también el mismo Pablo en cuyo nombre, y recordando su ejemplo, el autor invita a Timoteo a pelear «el noble combate de la fe» (12; cfr. 1 Cor 9,25s; 2 Tim 4,7).
Aunque todos los creyentes deben ser hombres y mujeres de Dios por el testimonio de vida intachable a que se comprometieron públicamente en el bautismo, el líder de la comunidad lo debe ser por doble razón, por ser él mismo un cristiano y por haber aceptado servir como pastor de la comunidad cuando, públicamente, frente a todos sus encomendados, recibió su misión y confesó su intención de servir. Así de solemne presenta el autor de la carta el ministerio pastoral encomendado a Timoteo.
Entre las cualidades personales de un hombre de Dios, además de las que ya mencionó en 4,12, añade aquellas que principalmente se atribuyen al mismo Dios en el Antiguo Testamento… «la paciencia, la bondad» (11). Pero como responsable de la comunidad, su obligación principal es la de custodiar y mantener intacta la sana doctrina: «te encargo que conserves el mandato sin mancha ni tacha» (14). Esta sana doctrina que Pablo anunció, por la que dio toda su vida y de la que hace eco el autor a través de toda la carta, no son simplemente verdades abstractas, sino la memoria de Jesús. Los cristianos no creen en doctrinas sino en una Persona, Jesús de Nazaret, que sigue vivo y presente en la comunidad, convocándola y cuidándola a través de sus representantes. Y así será hasta el día final, «hasta que aparezca nuestro Señor Jesucristo» (14). Con un solemne «Amén» (16), –¡Así sea!– termina la carta.
6,17-21 Posdata. Como si al dictar o revisar el escrito se le hubiera olvidado algo, el autor añade dos exhortaciones más. Una dirigida a los ricos de la comunidad, a quienes viene a decir que la riqueza es buena sólo y cuando es solidaria y usada al servicio de los necesitados. Es la única manera de que los bienes produzcan «un buen capital para el futuro», que es «la vida auténtica» (19).
Por último, y con la urgencia que tienen las últimas recomendaciones, vuelve de nuevo sobre el tema constante de la carta: «conserva el depósito de la fe» (20), de la sana doctrina. Aunque el escrito va dirigido a Timoteo, en él va incluida toda la comunidad: «la gracia de Dios esté con ustedes» (21).