Segunda carta a los Corintios

Introducción general y comentarios al texto

Capítulos:

Introducción

Ocasión y fecha de composición de la carta. Sobre las circunstancias que provocaron esta «segunda» carta tenemos más dudas que certezas. El libro de los Hechos de los Apóstoles, la única fuente de información que existe acerca de las actividades de Pablo –aparte de la correspondencia del mismo Apóstol– no menciona ninguna crisis en Corinto que motivara otra respuesta por escrito. Hay, pues, que reconstruir los acontecimientos con los datos que nos ofrece la misma carta, datos no muy claros, ya que se dan por sabidas cosas que nosotros desconocemos. 

He aquí una aproximación a lo que debió ocurrir. La primera carta a los corintios no obtuvo, por lo visto, el efecto deseado. La visita de seguimiento de Timoteo a la comunidad, anunciada en 1 Cor 16,10s, se realizó sin resultados positivos y el colaborador y hombre de confianza de Pablo regresó con malas noticias. El Apóstol, que estaba en Éfeso, se ve en la necesidad de desplazarse brevemente a Corinto. Su presencia en la ciudad, lejos de solucionar el problema, lo empeoró. Es más, Pablo fue insultado grave y públicamente en una asamblea eucarística, como él mismo menciona en 2,5 y 7,12. Debió regresar a Éfeso abatido, y desde allí les escribe «con gran angustia y ansiedad, derramando lágrimas» (2,4). Esta vez es su discípulo Tito el portador de este dramático mensaje. La comunidad reacciona, se arrepiente y se dispone a castigar al ofensor. Tito sale en busca de Pablo con la buena noticia y lo encuentra, por fin, en Filipos a donde, mientras tanto, había tenido que huir desde Éfeso por un motín desencadenado contra él por el sindicato de los plateros, como nos cuenta Lucas en los Hechos (cfr. Hch 19,23-40). Ya tranquilo y en tono conciliador, el Apóstol se dirige de nuevo a la comunidad con la que hoy figura como la «Segunda Carta a los Corintios», escrita hacia finales del 57, año y medio después de la primera.  

En cuanto a esa enigmática «carta de lágrimas», no ha llegado hasta nosotros en su integridad, sino sólo en los fragmentos que probablemente un recopilador posterior insertó, sin más, en la «Segunda» que conocemos, y que forman los capítulos 10–13 de la misma. El brusco cambio de tema y de tono y otra serie de detalles avalan esta hipótesis. Es también probable que la «Segunda a los Corintios» contenga además otros fragmentos de otras cartas enviadas en el decurso de la crisis. En resumidas cuentas, estaríamos ante un escrito que podría recopilar hasta cuatro posibles cartas del Apóstol. 

Tema y contenido de la carta. A pesar de las complicadas circunstancias que la motivaron y de los avatares que sufrió el texto mismo de la carta hasta llegar a la forma en que lo conocemos, gracias al talento y talante de Pablo ha brotado un escrito muy personal e intenso. Casi tanto como el valor de la doctrina pesa la comunicación de la persona, o mejor dicho, su testimonio personal se convierte en doctrina, en tratado vital de la misión apostólica, pues ésta era, en definitiva, la razón de la crisis: el cuestionamiento de su apostolado por parte de algunos miembros influyentes de la comunidad de Corinto.

Si había algo que Pablo no toleraba en absoluto era que se pusiera en duda el mandato misionero recibido del mismo Jesús resucitado. Y no por vanidad o prestigio personal, sino porque estaba en juego la «memoria de Jesús», la verdad del Evangelio que predicaba. Siempre que se siente atacado en este punto, Pablo no rehúsa la polémica, sino que se defiende con acaloramiento, sin ahorrar contra sus adversarios epítetos e invectivas mordaces que delatan su carácter pasional. Era un hombre que no tenía pelos en la lengua.

Retrato de un misionero del Evangelio. Recogiendo todos los datos que nos ofrece esta especie de carta-confesión, surge el retrato fascinante de este servidor de la Palabra de Dios que era Pablo, modelo ya para siempre de todo cristiano comprometido con el Evangelio.

Pablo fue una persona controvertida, siempre en el punto de mira de la polémica y que no dejaba indiferente a nadie. Fue amado incondicionalmente al igual que encarnizadamente perseguido, porque el «anuncio» de la Buena Noticia de que era portador se convertía en denuncia implacable contra toda injusticia, discriminación, comportamiento ético o enseñanza falsa que pisoteara o domesticara la «memoria de Jesús». Fue su fe en Jesús muerto y resucitado la que le impulsaba a predicar: «creí y por eso hablé» (4,13). 

Era un hombre, como él mismo dice, que no traficaba con la Palabra de Dios (2,17). Esto le acarreó quebrantos y sufrimientos de toda clase que él consideraba como parte integrante de su misión, como la prueba máxima de la veracidad del Evangelio que predicaba y que, como tal, no se recataba en recordárselos a sus oyentes, de palabra y por escrito, cuando era necesario. El relato que hace de ellos en esta carta (4,7-15) es una pequeña obra maestra de dramatismo y expresividad.

Fue la misma Palabra de Dios la que alejó a Pablo de todo fanatismo y arrogancia, haciéndole descubrir su propia fragilidad humana, como la «vasija de barro» que contenía el tesoro, hasta el punto de no dudar en exhibir sus limitaciones y defectos para que se viera que la fuerza superior de la que estaba poseído «procede de Dios y no de nosotros» (4,7).

Es este Pablo en toda su apasionante humanidad, frágil y a la vez fuerte, cargando humildemente con su tribulación por el Evangelio que predica, pero consciente de la carga incalculable de gloria perpetua que produce (4,17s) el que se nos presenta en este escrito/confesión a los Corintios. Él mismo es la enseñanza y el contenido de la carta.

Comentarios

1,1s Saludo. Comienza la carta con la introducción acostumbrada que incluye: los remitentes con nombre y título, los destinatarios y el saludo. Como es habitual, Pablo se presenta con el título de «apóstol». En esta ocasión, sin embargo, no se trata de una presentación convencional sino de la reivindicación de un título que le corresponde por voluntad de Dios y llamada de Cristo Jesús. Toda la carta tratará de su apostolado y de la defensa de su misión apostólica, atacada y puesta en duda por aquellos a los que él llama «falsos apóstoles» y que pululaban, por lo visto, en la Iglesia de Corinto.

Como es frecuente en sus cartas, Pablo presenta a sus colaboradores, en este caso a Timoteo, uno de sus más fieles compañeros. Los destinatarios no son sólamente los corintios sino también algunas comunidades dispersas por la provincia de Acaya entre las que seguramente su apostolado estaba también cuestionado. A todos los llama «consagrados» a Dios (1), participantes de su santidad como pueblo escogido (cfr. Éx 19,6). «Gracia», saludo griego, y «paz», saludo hebreo, se trasladan unidos al contexto cristiano (cfr. Rom 1,7), como dones definitivos que da Dios, nuestro Padre y el Señor Jesucristo.

1,3-11 Consuelo en la tribulación. Terminados los saludos, no se encuentra la habitual «acción de gracias» que encontramos en otras cartas (cfr. 1 Tes 1,2s; 1 Cor 1,4; Rom 1,8) y que sirve tanto para marcar el objetivo de las mismas, como para alabar algún aspecto positivo de las comunidades cristianas y así captarse su benevolencia. Aquí aparece, en cambio, un himno de alabanza u oración de bendición solemne, casi litúrgica, que nos introduce de lleno en el contexto de la misma carta: el sufrimiento apostólico de Pablo y la consolación que proviene del «Padre compasivo y Dios de todo consuelo» (3). Los términos «tribulación», «sufrimiento» y «consuelo» son constantes.

¿A qué tribulación y sufrimiento está aludiendo Pablo? Sin duda, al producido por sus relaciones tormentosas con la misma comunidad de Corinto que tanto afectaron al Apóstol, y quizás, más en concreto, a una situación desesperada, un trance de vida o muerte por el que atravesó en la ciudad de Éfeso y del que se libró en el último momento. ¿Se trató de una gravísima enfermedad? No lo sabemos, pero debió ser una experiencia traumática de la «que no esperábamos salir con vida» (8).

De todo ello ofrece su testimonio personal a los corintios, un testimonio que el Apóstol transforma en mensaje evangélico. Los sufrimientos de Cristo son la clave de interpretación de todo sufrimiento humano, el de Pablo, el de los corintios, los nuestros. Compartir solidariamente la cruz de Cristo nos llevará también a compartir su resurrección, una victoria que ya experimentamos aquí y ahora en ese consuelo que va más allá del sentimiento y que es la fuerza que hace enderezar al que está a punto de doblarse. Además del vínculo del sufrimiento, el Apóstol menciona otro vínculo que le une a los corintios: la oración por el que sufre o está en peligro, y la acción de gracias por su liberación. Los sufrimientos de Pablo, tanto los personales como los ocasionados por la comunidad de Corinto, parecen haber pasado por ahora. Es el momento de la acción de gracias.

1,12-22 Cambio de planes. Pablo pasa a deshacer un malentendido o a anular un reproche que, al parecer, le han hecho. En efecto, el itinerario proyectado incluía una segunda y una tercera visita a Corinto. La segunda, quizás para resolver personalmente los problemas locales (cfr. 13,1s). En vez de visitarles, les escribió una carta, y los corintios están quejosos de ese cambio de planes: Pablo promete y no cumple, parecen decir. En definitiva, están poniendo en duda su credibilidad apostólica.

Pablo se defiende de la manera como únicamente él sabe hacerlo, apelando al testimonio de Cristo Jesús que es quien dirige todos sus pasos e ilumina sus decisiones: «Ya no vivo yo sino es Cristo que vive en mí», afirmará en Gál 2,20. Es decir, no fue la prudencia humana la norma de su conducta con la comunidad sino la «sencillez y sinceridad que Dios pide» (12) y que son las características fundamentales de su ministerio apostólico. Acepta el hecho de que, por ahora, los corintios comprendan sólo en parte su actitud, por eso apela «al día del Señor», cuando la comprensión mutua entre él y su comunidad será total y «podrán sentirse orgullosos de nosotros, como nosotros de ustedes» (14). El «día del Señor» o el horizonte futuro de la victoria total de Jesucristo está siempre presente, actuando y dando sentido a la vida y el ministerio del Apóstol hasta en sus más mínimos detalles.

Pablo les dice que él no juega con la comunidad diciendo ahora sí y después no. El ejemplo de su conducta es Cristo Jesús, «el que nosotros con Silvano y Timoteo les predicamos» (19). En Cristo cumple Dios todas sus promesas, por lo cual Él es el «sí» puro y total; y Pablo lo reconoce con su «amén» que es la expresión del regalo de la fe (cfr. Ap 3,14). Termina diciendo que el Espíritu, puesto por Dios en nuestros corazones, es el «sello», la «garantía» (cfr. Ef,1,13; Jr 32,10s) del don futuro y definitivo.

1,23–2,4 Motivos del cambio de planes. Pablo justifica el cambio de planes y la cancelación de la visita. Dada la situación en Corinto, habría tenido que presentarse y actuar con gran severidad, causando profunda tristeza y provocando, quizás, un clima de tensión excesiva, cuando lo que hacía falta era gozo compartido. Por eso ha preferido afligir por carta, sanar a distancia. Al Apóstol le costó mucho escribir esa carta severa, de gran dureza –angustias, ansiedad, lágrimas– porque ama a los corintios. Se trata con toda probabilidad de la que se conserva fragmentariamente en los capítulos 10–13. No olvidemos que el Apóstol escribió varias cartas a la comunidad, de las que sólo sabemos por los fragmentos que el recopilador intercaló en la presente «segunda carta a los Corintios». La próxima visita será serena y gozosa, dice Pablo. El gozo tiene que ser sentimiento compartido. El Apóstol refleja esta situación en su forma de expresarse: la palabra «afligir», «aflicción» se repite ocho veces, en contraste siempre con el «consuelo».

Estos problemas concretos con los corintios le ofrecen a Pablo la oportunidad de ir señalando las características de todo ministerio apostólico o liderazgo cristiano, tan válidos para entonces como para ahora. Ha hablado antes de la sencillez y la sinceridad que hacen del líder cristiano una persona honesta y transparente. Ha hecho hincapié en la alegría que lleva consigo el anuncio del Evangelio y que es consecuencia de la fe. Sin alegría y gozo no hay Evangelio (cfr. Rom 14,17; Flp 4,4). Ha hablado del amor, de la comprensión y del perdón, que no están reñidos con la denuncia valiente y genuina. Finalmente, dice que no quiere ser el dueño de la fe de los corintios, sino un pastor atento. «Ser dueño» viene de la raíz de «señor». Y como el único Señor es Jesucristo, nadie puede ni debe sentirse dueño de los otros cristianos (cfr. 1 Pe 5,3).

2,5-13 Perdón para el ofensor. Aunque parezca uno solo el ofendido, ofensa, castigo saludable y perdón tienen alcance comunitario. «Alguien» influyente en Corinto había agitado a otros contra Pablo, y todos deberían haberse dados por ofendidos. En asamblea comunitaria y movidos por la carta severa del Apóstol, la «mayoría» ha impuesto un castigo al culpable, quizás la exclusión temporal de la comunidad. La persona en cuestión se ha arrepentido y sufre profundamente; es hora de levantar el castigo para que no acabe con él; es hora de reconciliarlo con cariño. 

Pablo, que con su carta quiso poner a prueba a los corintios, ahora parece satisfecho; es más, se siente como si no le hubieran ofendido (cfr. Col 3,13). Pide, pues, que se reúna de nuevo la asamblea para formalizar el perdón, contando con su voto positivo que va con la carta, y que Cristo inspire la decisión. De lo contrario, Satanás se aprovechará para atizar las discordias y socavar a la comunidad.

El portador de dicha carta fue Tito. Dado su amor por los corintios, es normal que Pablo no se diese descanso hasta ver de regreso a su querido compañero y conocer así la reacción de la comunidad. Más adelante, en 7,6, nos contará su encuentro con Tito y la inmensa alegría que le proporcionaron las buenas noticias de Corinto que le traía su compañero y colaborador. Mientras Tito estaba de viaje, Pablo tuvo también que salir de Éfeso –¿expulsado?–. Aunque aquí no se mencione, parece que en esos días tuvo lugar la fundación de una comunidad cristiana en Tróade. En Hch 20,6-12 se narra una eucaristía de despedida de Pablo en esta ciudad de la costa asiática del Egeo. 

A continuación, el relato del viaje del Apóstol, apenas iniciado –continuará en 7,5–, se interrumpe para dar paso a una sección de la carta dedicada a ministerio apostólico.

2,14-17 Prisionero del triunfo de Cristo. Se da inicio a una sesión de teología/apología de su ministerio apostólico. Pablo comienza con una acción de gracias a Dios por haber sido asociado al cortejo triunfal de Cristo. La imagen está tomada de las marchas triunfales de los generales del imperio que entraban en Roma, entre nubes de incienso y aroma, exhibiendo en su séquito las riquezas arrebatadas al enemigo y los prisioneros hechos. Aquí el vencedor es Dios. Pablo, vencido y prisionero, marcha en el cortejo triunfal. Se alegra de desfilar como prisionero en el triunfo de Cristo, difundiendo su aroma que es la predicación evangélica. 

La imagen tiene un sentido polémico contra «los muchos», no nombrados, que han tratado de embaucar a los corintios con espectáculos triunfalistas de milagros, éxtasis y visiones. Es de notar que, en la imagen del cortejo, Pablo no está como triunfador, sino como prisionero, humillado y fracasado, tal y como corresponde a un verdadero apóstol que antes de participar en el definitivo triunfo de Cristo tiene que llevar la cruz que su Señor llevó. El Evangelio proclamado desde esta experiencia de pobreza y contradicción, se convierte en aroma de Cristo. Es más, la misma persona del apóstol es ese aroma. 

Es normal que el Evangelio proclamado desde la pobreza y la contradicción sea difícil de ser aceptado. Así ha sido siempre. Pablo expresa esta realidad forzando la metáfora del «perfume» al decir que para unos se convierte en olor de vida y para otros en olor de muerte (16). 

La consecuencia no se deja esperar. Si el anuncio del Evangelio es cuestión de vida o muerte, ¿qué tipo de credenciales acreditarán la autenticidad del apóstol? ¿Quién es digno de ello? (16). Sólo los que, como él, «hablamos con sinceridad, como enviados de Dios, en presencia de Dios, y como miembros de Cristo» (17). 

3,1-3 Los corintios, carta de recomendación de Pablo. Toda la siguiente reflexión tiene un sabor polémico. Al parecer, algunos predicadores se presentaban en Corinto con cartas de recomendación –quizás de las autoridades de Jerusalén o de Antioquía–, cosa corriente tanto en la vida ciudadana como en la cristiana (cfr. Hch 18,27; Rom 16,1s; 1 Cor 4,10). Es probable que los opositores del Apóstol exhibieran estos documentos como garantía de legitimidad y tapadera de sus charlatanerías.

Pablo pregunta retóricamente a los corintios si él tiene necesidad de recomendaciones. Responde con una imagen bellísima y audaz: ellos mismos, los corintios, son su carta de recomendación de Cristo. Combinando y oponiendo dos citas del Antiguo Testamento, el «decálogo» grabado en losas de piedra (cfr. Éx 24,12) y la ley impresa en el corazón (cfr. Jr 31,33; Ez 11,19), afirma que Cristo mismo es el autor de esa carta viva, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en corazones de carne» (3), y que él, Pablo, es el amanuense. Esta carta, escrita en el Espíritu, es la Nueva Alianza de la que el Apóstol afirma que es ministro, no por méritos propios, sino por el poder que Cristo le confirió. 

3,4-18 El ministerio de la nueva alianza. Basándose en esta imagen tan sugerente, Pablo propone una reflexión sobre su ministerio apostólico comparado con el de Moisés. Toma las tradiciones –o leyendas– de Éx 33,7-11 y 34,29-35 y, jugando con los símbolos allí narrados –letra, tinta, ley escrita, piedras, mediación de Moisés, gloria, velo–, teje la contraposición entre ambos ministerios en términos audaces y extremos. Pablo no hace una interpretación literal del Antiguo Testamento, sino que se lanza a una reflexión original y libre que en la tradición judía era conocida como estilo «midrásico».

El contexto de estas reflexiones sigue siendo polémico. Aparentemente Pablo dirige toda su virulencia no contra la Ley de Moisés en cuanto tal, sino contra la predicación de aquellos falsos apóstoles, algunos de ellos probablemente judeo-cristianos, que no se habían desprendido aún de la mentalidad de la «ley antigua» –en realidad manipulaban a Moisés– y del prestigio y la «gloria» con que revestían su actividad misionera. En otras palabras, no habían comprendido la «novedad del Evangelio», y por tanto negociaban con la Palabra, la distorsionaban y callaban su mensaje. 

El ministerio del Apóstol es tan absolutamente nuevo y todo lo demás tan relativo, que no duda en llamar a todo lo anterior –el ministerio de Moisés y, sobre todo, el de los supuestos misioneros que pretenden imitar a Moisés– «ministerio que lleva a la muerte» (7). El contraste tiene su fuerza al resaltar con la comparación «vida-muerte» la irrupción de la «vida» del Espíritu en el corazón de los corintios que está creando una nueva comunidad a la que el Apóstol no duda en llamar «alianza nueva» (cfr. Jr 31,31-34; Lc 22,20). A lo largo de todo su alegato, el Apóstol describe esta Nueva Alianza en oposición absoluta con la anterior. Es una Alianza de Espíritu, no de pura letra; da vida, mientras que la letra mata. Su ministerio es de absolución, no de condena; permanente, no transitorio; de resplandor incomparable frente a lo ya opaco; de transparencia y franqueza frente al ocultamiento. 

Pablo vuelve de nuevo a la polémica hablando del «velo», pero no ya del de Moisés, sino del que se ponen sus adversarios ante los ojos y que les impide comprender lo que leen –véase el final de Hch 28,27–, es decir, que todas las Escrituras están llenas de la presencia del Señor que ahora se ha manifestado. Pablo no pierde, sin embargo, la esperanza. Cuando se conviertan, «vuelvan» al Señor, se removerá el velo, comprenderán las Escrituras y alcanzarán la libertad (Rom 9–11), pues «donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad» (17). El Apóstol alude al final a la gran transformación que la resurrección de Jesús, a través de su Espíritu, va operando en la comunidad de creyentes, que no es otra que la progresiva semejanza a Cristo mismo.

4,1-6 Predicación sincera. Pablo reivindica su ministerio respondiendo a las acusaciones de sus enemigos. Dice que el ministerio es puro don y por ello impone responsabilidad (cfr. 1 Tim 2,5). A la franqueza y sinceridad responsable que antes mencionó se oponen dos tácticas: ocultar con vergüenza y deformar por astucia.

Pablo, que apelaba antes al juicio de su propia conciencia, se somete ahora al juicio de la conciencia de los otros (1,12), pero «en la presencia de Dios», es decir, pidiendo honestidad en los razonamientos. Ni la codicia, la adulación, la hipocresía o la adulteración de la Palabra –de todo esto le acusaban– forman parte de su proceder como apóstol. Se le podría objetar: si el mensaje es tan valioso y el que lo transmite tan sincero, ¿cómo se explica que tantos lo rechacen, no sólo judíos sino también paganos? Responde: no está encubierto el mensaje, sino que muchos se niegan a creer voluntariamente (cfr. Is 6,9; 56,10); son aquellos a quienes «por su incredulidad el dios de este mundo les ha cegado la mente para que no les amanezca la claridad de la gloriosa Buena Noticia de Cristo» (4).

Pablo sigue su defensa afirmando que él no se anuncia a sí mismo sino a Cristo y su ministerio es de servicio, llevado a cabo en la humildad, en la pobreza y en el sufrimiento. Es un ministerio sin brillo ni prestigio humanos. Sin embargo, es precisamente en esta oscuridad donde aparece y se experimenta la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Jesús (cfr. Is 9,1).

¿Está recordando el Apóstol su camino de Damasco, cuando la luz de Cristo brilló en las tinieblas de su ceguera? ¿Está defendiendo su compromiso evangelizador llevado a cabo en la oscuridad de la humildad y la pobreza donde brilla la luz de Cristo? Éste es el ministerio que Pablo defiende contra sus detractores.

4,7-15 Confianza en Dios. Estamos llegando a la parte central de la carta. Hasta aquí, Pablo se ha defendido de los predicadores adversarios. Ahora va a exponer su «ideal» de la misión de un apóstol de Cristo. Habla con el corazón en la mano, curtido por largos años de experiencia misionera. Comienza con la imagen bíblica de las «vasijas de barro» que recuerdan la creación del hombre y de la mujer del barro de la tierra (cfr. Gn 2,7; Sal 103,14); también puede aludir a Jeremías en el taller del alfarero (cfr. Jr 18,1-17). La «fuerza de Dios» rebasa la capacidad de la vasija y rebosa demostrando su acción. Lo importante es lo que el envase «contiene», no el recipiente en sí. El contenido es el tesoro. Pablo es esa vasija de barro: pura fragilidad humana, agudizada por los avatares de su apostolado. 

El Apóstol nunca ha ocultado en sus cartas sus sufrimientos y penalidades (cfr. 11,23b-29; 12,10; Rom 8,35). Aquí, sin embargo une sufrimientos a triunfos en una lista de antítesis que va a vincular a la paradoja entre la muerte y vida de Jesús. No cede al temor de verse aplastado (cfr. Ez 2,6) ni pide el milagro de verse libre de dificultades (cfr. Jr 45): sería negar una parte esencial del misterio pascual de Jesús, su cruz.

Pablo está convencido de que «un crucificado» es el mensajero más apto del Crucificado. Pero así como la muerte de Cristo acabó en vida para él y para todos, así los sufrimientos del Apóstol son fuente de vida para la comunidad: muerte en nosotros y en ustedes la vida (12). Con esa esperanza, el Apóstol sobrelleva gozosa y confiadamente sus desgracias, haciendo suyo un verso del Salmo 116,10: «creí y por eso hablé» (13), para terminar afirmando que «quien resucitó al Señor Jesús, nos resucitará a nosotros con Jesús y nos llevará con ustedes a su presencia» (14).

4,16–5,10 Esperanza de la gloria. Pablo se siente sometido a un movimiento doble y opuesto: de decadencia física y aun mental, por una parte, y de crecimiento diario espiritual, por otra. Es como si actuaran en él dos fuerzas contrarias, una de «corrupción» y otra de «renovación». La una afectando al hombre exterior y visible, la otra al interior o invisible. 

El Apóstol no se acobarda ni se desanima, sino todo lo contrario, pues no existe proporción entre la corrupción y la renovación, ya que la tribulación presente nos produce una carga incalculable de gloria perpetua (4,17s). Esta desproporción entre sufrimiento y gloria esperada la aplica Pablo a todo cristiano en Rom 8,18.

Continúa en el capítulo 5 con la comparación entre los bienes futuros y los presentes. Recordando la vida en «tiendas de campaña» de los israelitas durante su travesía del desierto, aplica la imagen a nuestro cuerpo mortal que es como una «tienda» que se monta y se desmonta (cfr. Is 38,12; Job 4,19-21), en contraste con las casas «permanentes» que se encuentran en la tierra prometida (cfr. Dt 6,11; Jos 24,13), construidas por Dios, en alusión a la resurrección. La vida del cristiano en este mundo transcurre en esta tensión escatológica entre lo provisional que experimentamos y lo permanente que nos espera. Esta situación produce en el Apóstol un anhelo apasionado por estar y vivir con Cristo definitivamente. A la imagen de la morada definitiva con la que ha venido jugando, el Apóstol superpone otra imagen bíblica, la de vestirse y re-vestirse, para darnos una frase densa, preñada de contenido simbólico: «suspiramos con el deseo de revestirnos aquella morada celestial» (2).

Los judíos consideraban afrentosa la desnudez, recuerdo permanente del pecado (cfr. Gn 9,18-24). La persona justa, por el contrario, está vestida de ropas de salvación y del manto de la justicia (cfr. Is 61,10). Tomando la imagen y refiriéndose al cristiano, Pablo dirá que tiene que estar vestido con la armadura luminosa (Rom 13,12), con la coraza de la fe y del amor (1 Tes 5,8) y de la justicia (Ef 6,14). O sea, revestidos de Cristo.

Vivir en «tiendas» es para el Apóstol un «sinvivir», un destierro que atravesamos agarrados a la fe, pero animosos y esperanzados como desea y espera el orante iluminado (cfr. Sal 65,5; 84,2s).

Al final, sin embargo, el Apóstol aterriza de nuevo en la realidad cotidiana de su ministerio. Lo importante, ya sea viviendo en «tiendas» o en la «habitación definitiva», es agradar al Señor, hacer su voluntad tal y como él, Pablo, lo intenta hacer en su vida misionera de la que deberá rendir cuentas al final de la jornada.

5,11-16 El criterio de la fe. Pablo sigue defendiendo su ministerio frente a ataques y reticencias. Se puede leer entre líneas lo que sus enemigos le achacaban, ser un visionario y un exaltado. ¿Pretendían socavar por ahí su autoridad como apóstol? La línea de defensa de Pablo es el respeto debido al Señor (11), que le hace estar siempre como al desnudo ante su presencia. De ahí la sinceridad y la franqueza con que siempre ha procedido en su ministerio. Espera que los corintios reconozcan también esta transparencia de su actuar. Es más, por lo que vale y porque lo manifiesta con sinceridad y modestia, los corintios pueden estar orgullosos de su apóstol y enfrentarse con los que aparentan sin tener sustancia. 

Hay que entender esta frase en su contexto polémico. Había gente en Corinto que negaba los méritos de Pablo para afirmar su propia valía y autoridad. A la luz de 11,19-22 podría decirse que se trata de líderes cristianos judaizantes que se jactaban de algo externo como la circuncisión. Frente a ellos, ¿qué deben hacer los corintios? Cerrar filas y afirmar el valor y la autoridad de su apóstol.

Por lo demás, Pablo en todo procede con respeto a Dios y amor a Cristo; un amor que corresponde al amor sacrificado del Señor. Vivir para Cristo es vivir sin egoísmo el amor a los hermanos y hermanas (cfr. Gál 5,13-15; Rom 14,15). Para el Apóstol esto es amar y comprender a Cristo superando criterios puramente humanos. 

En su primera época, Saulo juzgaba a Jesús con criterios inadecuados y lo perseguía. Hasta que se le reveló en el camino de Damasco. Desde aquel momento, Pablo empezó a comprender de otra manera. Esta nueva manera de juzgar es la que él quiere que usen los corintios, no solamente con él mismo sino con todos sin excepción.

5,17-21 El mensaje de la reconciliación. Llegamos a la parte exhortativa de esta sección de la carta. Pablo ha defendido la autenticidad de su misión entre los corintios contra los oportunistas y falsos apóstoles que la estaban socavando con críticas y difamaciones. El Apóstol desea la reconciliación, y no solamente a título privado, sino como mediador de la fe de su querida comunidad. Es decir, lo que está verdaderamente en juego no son sus relaciones estrictamente personales con los corintios, sino la comprensión y aceptación por parte de éstos del Evangelio que les ha anunciado. 

El asunto es grave, afecta nada menos que a la salvación de la comunidad. ¿Cómo podrán reconciliarse con Dios sin que esta reconciliación pase por la reconciliación con el enviado y embajador de Cristo, cuyo servicio es justamente el «ministerio de reconciliación»? La lógica de Pablo es aplastante. El Apóstol comienza señalando la consecuencia fundamental para el cristiano de la muerte y resurrección de Cristo: la creación de una nueva humanidad integrada por criaturas nuevas (cfr. Sal 51,12). Este paso de lo «antiguo» a lo «nuevo» es concebido por Pablo como una «reconciliación radical con Dios» que afecta no solamente a las conductas individuales «antiguas», sino que está inaugurando la fase definitiva de la historia de la salvación. Es la vuelta del destierro (cfr. Is 43,18) a un cielo nuevo y a una tierra nueva (cfr. Is 65,17). 

El ser humano, por sí mismo, es incapaz de reconciliarse con Dios. Es Dios, en su gran amor, quien decide hacerlo, y lo hace por medio de Cristo que carga con las culpas ajenas (cfr. Is 53,12). El ser humano simplemente se deja reconciliar, responde a la oferta removiendo obstáculos y aceptando. 

Para explicar cómo se realiza esta reconciliación, el Apóstol usa una de esas frases en que apura la expresión hasta los límites del lenguaje. Dice literalmente en griego: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo trató por nosotros como un pecador, para que… fuéramos inocentes ante Dios» (21). Sopesa, mide y calcula cada palabra (cfr. Rom 8,3). 

En realidad, con esta frase Pablo no explica nada, ni lo pretende, ni quiere hacer teología alguna sobre la redención. ¿Cómo se puede explicar lo inexplicable? 

El Apóstol sólo intenta verter en estas expresiones torturadas –en Gál 3,13 dirá que Cristo se hizo por nosotros «maldición»– su asombro ante la locura del amor infinito y sin condiciones de Dios por todos nosotros, manifestado en la muerte en la cruz de su hijo Jesús. Pablo lo experimentó en Damasco y quiere transmitir su experiencia a los corintios.

6,1-13 El ministerio apostólico. Pablo vuelve a interpelar a su querida comunidad a que se convierta, y lo hace como colaborador de Dios en este ministerio de reconciliación. No habla en abstracto, el contexto de su nueva exhortación es siempre el mismo: si los corintios le rechazan como apóstol, están rechazando no sólo su persona sino también el Evangelio que él anuncia. De ahí la insistencia machacona del Apóstol en defender su conducta misionera.

Es impresionante la importancia que da Pablo a que el «mensajero» se identifique con el «mensaje». No hace sino imitar a su Señor, «el testigo fiel» (Ap 1,5), cuya persona misma era «el Evangelio». Así pues, más que autodefensa de su ministerio, Pablo nos va a dar en estos versículos el retrato de lo que debe ser un servidor del Evangelio, o mejor aún, nos va a mostrar el Evangelio en acción. Tan importante es esta llamada del Apóstol a la conversión y reconciliación de los corintios que no duda en aprovechar el texto bíblico de Is 49,8 para decirles que el tiempo favorable de salvación anunciado por el profeta ha llegado para ellos justamente ahora, al tener esta carta en sus manos.

Si el evangelio de Pablo es Cristo y Cristo crucificado, el mensajero y ministro del Evangelio no puede ser sino un «crucificado» también. Así es como Dios capacita y acredita a su ministro. Esto es lo que los corintios no acababan de comprender, y esto es lo que quiere hacerles entender con la larga alusión a sus tribulaciones, tristezas, penurias, cárceles, pobreza, etc. Paradójicamente, este camino de cruz es la marcha triunfal de una persona que también está participando ya del poder de la resurrección. Por eso está viva y alegre, enriquece a todos con su pobreza, lo posee todo en su necesidad, tiene un corazón ancho y dilatado donde caben todos y todas.

Pablo termina dirigiéndose a sus queridos corintios con una conmovedora petición: que hagan un hueco en su corazón para él, Pablo, y para el Evangelio que les anuncia.

6,14–7,1 Templo de Dios. Aquí Pablo interrumpe bruscamente el hilo de su discurso. Si esta segunda carta a los corintios es la recopilación posterior de varias cartas hoy perdidas, este pasaje parece corresponder a la llamada «carta previa» (cfr. 1 Cor 5,9), en la que Pablo, al poco tiempo de haber fundado la comunidad de Corinto, es bastante rigorista en sus consejos. Si los cristianos recién convertidos permanecen en estrecho contacto con los paganos corren el peligro de recaer ellos mismos en el paganismo.

Pablo, pues, les exhorta, breve pero vehementemente, a distanciarse, separarse y diferenciarse del mundo pagano en que viven, como los hebreos en Egipto o en Babilonia. La situación de los cristianos nuevos en Corinto explica esta preocupación y el tono categórico, extremado, de las recomendaciones. La incompatibilidad entre Cristo y los ídolos aparece con la misma energía que en 1 Cor 10,20s. De todo el flujo de preguntas retóricas surge la gran afirmación de la comunidad como templo de Dios (cfr. 1 Cor 3,16; 6,19).

7,2-16 Reacción de los corintios y de Pablo. Los versículos 2-4 retoman el hilo de 6,13 y parecen ser como el final de su defensa. Pablo, en una última exhortación llena de ternura y emoción, manifiesta a los corintios el lugar que ellos ocupan en su corazón y pide que le den cabida a él también en el de ellos. ¿Cómo pueden, pues, prestarse a las acusaciones que lo pintan perjudicando y arruinando a la comunidad? Por si acaso su defensa ha sido demasiado fuerte e incisiva, el Apóstol les asegura que su intención no es acusar o condenar. Tiene la confianza de que su defensa surtirá efecto y así lo expresa anticipando la alegría y el gozo de una reconciliación que desea y está seguro que se producirá. 

Los versículos 5-16 parecen empalmar directamente con el hilo interrumpido en 2,13 en que iba contando familiarmente a los corintios sus tribulaciones; una de ellas es el sufrimiento por Tito, pues lo envió a Corinto para una misión difícil y tarda en regresar. De ahí que el versículo 5 comience por los «temores» que le producían tal situación. El ansiado encuentro tuvo lugar, por fin, en Macedonia, probablemente en Filipos. Fue un momento gozoso para el Apóstol no sólo por volver a ver a Tito sino, sobre todo, por las buenas noticias que éste le traía. Con su buena mano, ha hecho entrar en razón a los corintios y los ha recuperado para Pablo. El «afecto» por el Apóstol es la nueva actitud de la comunidad. El «dolor» es por las desavenencias pasadas. Pablo no se avergüenza de poner su corazón al descubierto y manifestar cuánto necesitaba en medio de sus tribulaciones del afecto recuperado de su comunidad. Sus palabras finales aluden a la alegría por la confianza mutua reestablecida.

8,1-8 La colecta para Jerusalén. «Colecta», en nuestro lenguaje de hoy, no va más allá de una limosna puntual y esporádica que no implica necesariamente la solidaridad radical con los pobres, tan estrechamente ligada al Evangelio de Cristo. Por eso, la palabra «colecta» no traduce en toda su dimensión este servicio a los pobres del que va a hablar Pablo, y que forma parte del mensaje de la carta. El Apóstol comienza llamando «gracia» a este servicio a los pobres. Poder dar y dar generosamente es «gracia de Dios». Dios es el gran «dador», que da a los hombres y mujeres el ejemplo de dar y de qué dar (cfr. Sal 136,25; 145,16).

Macedonia fue la primera zona europea misionada por Pablo; allí se encontraban los primeros enclaves cristianos a los que Pablo presenta como ejemplo. Aunque algunas ciudades de Macedonia eran ricas, no así los cristianos y cristianas. Eran pobres de medios, pero ricos en generosidad (cfr. Lc 21,1-4). Es además una generosidad que toma la iniciativa, pide, insiste, considera un favor poder contribuir (cfr. Hch 11,29). También con sus personas, que es el tipo más valioso de prestación. El servicio al pobre necesitado coincide con el servicio a Dios. Después de esta especie de introducción sobre la solidaridad, Pablo entra en el asunto de la colecta de los corintios, que seguramente fue interrumpida por las desavenencias entre la comunidad y el Apóstol.

¿Quién mejor, pues, que Tito, para hacer nuevamente de intermediario? Con tacto y diplomacia, el Apóstol presenta su mandato como la oferta de un beneficio. A las cualidades ya reconocidas y demostradas de la comunidad –fe, elocuencia, conocimiento, fervor–, ¿por qué no hacer patente y efectiva la cualidad más importante, que seguramente también tienen: la abundancia de su generosidad? 

8,9-24 El ejemplo de Cristo pobre. Pablo continúa con una serie de argumentos que estarían a la base de todo servicio de la comunidad cristiana a los pobres, o de la «opción por los pobres», como diríamos hoy. 

El primero es el ejemplo de Cristo, su generosidad que funda y da sentido a la caridad y solidaridad cristianas: «siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (9). No sería hacer justicia al argumento de Pablo si nos fijáramos «solamente» en el «empobrecimiento existencial» de Cristo, que siendo Dios asumió la «pobre» condición humana. 

Con toda probabilidad, el Apóstol está insistiendo aquí en que esa pobreza «existencial» de Cristo se manifestó también en la pobreza «económica y social» con que Jesús de Nazaret se identificó y solidarizó con los marginados y económicamente pobres (cfr. Flp 2,5-11). De ahí que la «riqueza» que nos trajo la «pobreza» asumida y voluntaria del Señor, argumenta Pablo, deba ser no sólo «riqueza espiritual» sino también eliminación de la pobreza económica a través de la solidaria redistribución de bienes. Más adelante, y desde otro ángulo, el Apóstol insiste en lo mismo: en el logro de la igualdad, la eliminación de la pobreza. En los Hechos de los Apóstoles se dice que no había indigentes entre ellos (Hch 4,34). ¿Está Pablo proponiendo la misma «utopía»? Sin duda alguna. Es una utopía cristiana que se va realizando a través de hechos concretos, como éste de la contribución económica de los corintios. 

9,1-15 Insistencia en la colecta. Lo que sigue, si no es el fragmento de otra carta sobre el mismo asunto, recogida aquí por tratar del mismo tema, equivale a una insistencia templada por la discreción. Pablo quiere impulsar sin forzar; acumula argumentos y los repite. Aunque la mayoría de los corintios, provenientes del paganismo, no captaran las alusiones bíblicas, lo cierto es que las resonancias de la Biblia estructuran todas las reflexiones del Apóstol. Aquí tenemos un buen ejemplo de ello. 

A través de citas del Antiguo Testamento nos expone algo así como la gran «lección del dar». Dios es el «dador» por excelencia; da el buen deseo (cfr. Éx 35,29; 36,3-7) y los medios con qué dar. La tierra es el don primario de Dios. El que posee, da al necesitado (cfr. Dt 15,1-11; Sal 112; Eclo 14,3-6). Unos y otros dan gracias a Dios.

Aunque aparentemente es un asunto económico, el compartir los bienes tiene para el Apóstol una dimensión religiosa fundamental; por eso utiliza los vocablos favoritos que suele usar para describir la auténtica comunidad cristiana. Habla de servicio, «diakonía»; de solidaridad/comunión, «koinonía»; de gracia o don, «jaris». 

En el pensamiento de Pablo, esta «comunión» se va a realizar de un modo concreto entre sus Iglesias de la diáspora –entre ellas la de Corinto– las que prestarán este servicio de solidaridad y la Iglesia Madre de Jerusalén que dará gloria a Dios por los servicios recibidos. Ambas actitudes, don y gloria a Dios constituyen, para el Apóstol, confesión humilde del Evangelio (13). Así se construye la comunidad cristiana. 

10,1-11 Defensa polémica de Pablo. El cambio brusco de tema y de tono respecto a los capítulos precedentes hace pensar a no pocos expertos, que se trata del fragmento de otra carta, quizás escrita antes de 7,5-16 y antes de los capítulos 8s. 

Si no fuera así, ¿cómo explicar lógicamente que en los capítulos 8s espere Pablo la contribución económica de la comunidad en un contexto de reconciliación y armonía y a renglón seguido (10–13) se lance a la defensa de su apostolado descargando contra sus enemigos invectivas tan vehementes? Quede la cuestión para los estudiosos.

Sea lo que sea, estos capítulos finales de la carta nos regalan la rica y apasionada humanidad de un Pablo que sabe ser agresivo y desafiante, irónico y sincero como el que más. La cuestión era de vital importancia porque estaba en juego la legitimidad de su misión, o lo que es lo mismo, la legitimidad del Evangelio que había anunciado a los corintios y que estaba en peligro ante los ataques de algunos advenedizos. 

Es un texto apasionado que fluye sin aparente arquitectura. La cólera del Apóstol se derrama en frases irónicas, incluso sarcásticas. Lanza ataques frontales, finge hacer teatro para hablar de sí más libremente. Como siempre, entremezcla principios doctrinales. Al trasluz de su apología podemos vislumbrar las actitudes y los ataques de sus rivales a los que el Apóstol no duda en llamar «superapóstoles», «falsos apóstoles», «ministros de Satanás», «locos» y otros calificativos por el estilo. 

Las acusaciones se centraban en su persona y en el proceder de su ministerio. ¿Qué clase de apóstol podría ser un pobre hombre sin recomendaciones ni prestigio que ni siquiera había conocido personalmente al Señor, desmedrado físicamente, sin elocuencia ni sabiduría, que se empeñaba en trabajar con sus manos para su sustento sin aceptar la ayuda de la comunidad, «fuerte» con los corintios «de lejos y por carta», pero débil, cobarde y falto de energía cara a cara? Dicho de otra manera: ¿Qué se podía esperar de un pobre loco con tales credenciales? 

Pablo se defiende presentando «la bondad y mansedumbre de Cristo» (1) como su inspiración, su modelo (cfr. Flp 2,6-8) y sus armas de combate. Ya antes se ha referido a la misión del apóstol como a la lucha de un soldado de Cristo (6,7) cuyas armas, dice ahora, tienen un poder que viene de Dios y está destinado a destruir baluartes y torreones que se subleven contra el reconocimiento de Dios. El Apóstol alude claramente a la Palabra de Dios que él anuncia en la humildad y la pobreza, frente a los sofismas, la prepotencia y los falsos razonamientos con que los falsos apóstoles pretenden desviar a los corintios del Evangelio que ellos aceptaron. La paz de la comunidad será reestablecida. Toda sabiduría humana que se oponga a Cristo será sometida a la obediencia de la fe (Rom 1,5). 

10,12-18 El poder del apóstol. Parece ser que sus enemigos llegados a Corinto achacaban a Pablo el no ser un apóstol en sentido completo y, por consiguiente, que carecía de la auténtica autoridad apostólica frente a la comunidad. Ellos en cambio, sí que se consideraban apóstoles y alardeaban de «ser de Cristo», implicando quizás con esta frase casi técnica ya sea el haber conocido a Jesús personalmente ya sean las conexiones que tenían con los apóstoles de la Iglesia de Jerusalén. Es decir, consideraban el apostolado como un club exclusivo al que Pablo no podía pertenecer.

Pablo pasa al ataque. Venciendo el pudor y el malestar que le causa alardear y hablar de sí mismo, las circunstancias le obligan a hacerlo. Y lo hace recordándoles que él fundó la Iglesia de Corinto y que esa comunidad viva es el testimonio de la presencia y del poder de Dios en su apostolado. Es un poder constructivo y no de destrucción, como lo estarían haciendo esos «superapóstoles». Y que, por lo tanto, por carta o cara a cara, él ejercita el mismo poder de Dios, como lo podrán comprobar cuando les visite. 

Refiriéndose a su labor misionera por la que fundó la comunidad de Corinto, el Apóstol no se gloría, lo considera sencillamente un acto de obediencia a lo que el Señor le ha encomendado: llevar el Evangelio a las naciones (cfr. Hch 9,15; Rom 15,15-20). Ha cumplido su misión en Corinto y piensa seguir cumpliéndola más allá de Corinto y de Grecia (cfr. Rom 15,24-28). 

La política de Pablo es clara: no meterse en terreno ya evangelizado por otros. Pide asimismo que los otros no invadan el campo que el Señor le ha asignado. 

¿Tenía celos el Apóstol celo de estos misioneros itinerantes –«los superapóstoles»– que habían fascinado con su elocuencia, credenciales y prepotencia a sus queridos corintios, desacreditándole a él, el fundador de la comunidad? No hay que descartar esta posibilidad en una persona tan apasionada y afectuosa. Sin embargo, los verdaderos celos de Pablo son por el Evangelio que les ha anunciado y que, con el instinto de un padre, ve que es eso lo que está en peligro (cfr. 1 Cor 4,15). Esta paternidad es su «gloria» y está dispuesto a defenderla a toda costa porque sabe muy bien que toda «gloria» proviene del Señor y a Él le pertenece (cfr. 1 Cor 4,7; Flp 3,3; Gál 6,14). Gloriarse del Señor es gloriarse de tener por Dios al Señor y de haber recibido todo de Él. Es un orgullo paradójico.

11,1-15 Finge ser necio polemizando. Lo que va a decir a continuación puede sonar a desatino propio de un necio. Al asumirlo y declararlo necedad, Pablo lo exorciza, lo purifica y lo convierte en un arma polémica contra sus contrincantes. No en vano se ha llamado a esta parte de la carta: «discurso de locura». 

A todo está dispuesto el Apóstol para defender el Evangelio que predica, incluso a hacerse pasar por un «necio» gloriándose a sí mismo.

Tenemos aquí a un Pablo consumido por los celos. Los compara con los «celos» de Dios (cfr. Éx 20,5; 34,14) de los que se hicieron portavoces los profetas de la Biblia para defender la alianza de bodas entre Dios y su pueblo (cfr. Is 54,5; Ez 16). Dios quiere ser el amor único de sus elegidos (cfr. Zac 1,14; 8,2) y no tolera amoríos con otros dioses. 

Se compara después con un padre que da su hija a un novio y se compromete a que permanezca virgen hasta el día de la boda. Encargado de protegerla, vive solícito y vigilante y carga, por así decirlo, con los celos del futuro marido (cfr. Ef 5,26). La desposada es la Iglesia de Corinto. Cristo es el esposo. Pablo el guardián. 

El peligro de seducción existe, por eso al Apóstol le viene a la mente la imagen del paraíso (cfr. Gn 3,4; Ap 14,4). La serpiente quiere que Eva, la esposa, sea infiel. Los corintios están en peligro se ser seducidos por agentes de la serpiente que presentan un Jesús, un Espíritu y un Evangelio extraños, que no son los que el Apóstol les anunció. 

Se vuelve después –¿todavía en clave de necio?– a retorcer argumentos y pretensiones de los rivales que predican «un evangelio distinto», alegando ser superiores a Pablo. Los marca primero con una expresión irónica: «esos superapóstoles» (5); los desenmascara con frases durísimas: «obreros fingidos, disfrazados de apóstoles» (13), para amenazarles con que «su final responderá a sus obras» (15).

Un apóstol que se estime –parecen decir sus rivales– se hace pagar dignamente sus servicios, como hacían los sacerdotes y algunos profetas del Antiguo Testamento (cfr. 1 Sm 9,7s). Pablo, en cambio, es un pobretón que no estima a sus oyentes ni a su ministerio. 

El Apóstol se gloría precisamente de lo contrario, de su desinterés, de su predicación gratuita que no es desprecio sino amor, el cual a la larga acreditará la autenticidad de su misión.

11,16-33 Alardes de un necio fingido. Retoma el papel de necio para recitar gozos y penas, méritos y flaquezas de su ministerio. En realidad, enumera más flaquezas que méritos. Esta fingida necedad nos permite asistir a la semblanza impresionante de un modelo perpetuo de apóstoles y líderes cristianos. Pero si cuanto dice se lo dicta la necedad –recurso literario–, la fingida necedad se la inspira Dios. 

Comienza reprochándoles a los corintios –tan sensatos ellos, ironiza Pablo– que se dejen devorar, despojar y despreciar por los «superapóstoles». Con esta dureza interpreta el Apóstol la predicación de un falso evangelio. Deberían haber mostrado más sentido común frente a tales predicaciones, y retóricamente dice a sus lectores que se arrepiente de haber sido blando con ellos.

Pues bien, si sus adversarios se atreven a alardear y jactarse de los propios méritos, Pablo los va a superar a todos. De nuevo insiste en que lo que va a decir lo dice como necio. Comienza recordándoles que él es tan hebreo, tan israelita y tan del linaje de Abrahán como lo puedan ser sus contrincantes. En ese terreno, no lo superan en nada. Sin embargo, si de lo que verdaderamente se enorgullecen sus rivales es de sus méritos apostólicos, Pablo los supera cómodamente. Y a continuación, enumera una paradójica lista, no precisamente de éxitos, no de comunidades fundadas o viajes realizados, conversiones, bautismos, etc., de los que podría presumir, sino de su largo camino misionero recorrido a la sombra de la cruz de Cristo: sufrimientos, privaciones, fatigas, persecuciones, castigos, peligros de muerte, etc. 

Sólo la «cruz de Cristo» que lleva a cuestas un apóstol confirma su legitimidad y el poder de su apostolado. Ésta es la lección fundamental que nos da aquí Pablo. El Apóstol nos tiene acostumbrados en sus cartas a listas de sufrimientos semejantes (cfr. Rom 8,35; 1 Cor 4,9-13), pero ésta es la más larga y detallada. Las circunstancias la hacen necesaria. 

Alude, por fin, al sufrimiento quizás más intenso y evangélico que el Apóstol está viviendo justamente mientras escribe: su preocupación por las Iglesias que ha fundado y que le hace estar en ascuas, enfermo de ansiedad como lo está ahora, a causa de los corintios. 

Termina poniendo a Dios por testigo de que todo lo dicho es verdad y que si de algo tiene que presumir, es de su debilidad.

12,1-10 Revelaciones y flaquezas. Es probable que los adversarios de Pablo, y quizás también a imitación de ellos algunos corintios, se jactaran de experimentar fenómenos extáticos y revelaciones extrañas. 

Una vez más el Apóstol, de mala gana, tiene que hablar sobre sus experiencias espirituales a las que no concede demasiado valor; ya en 1 Corintios relativizó su don de lenguas. Pablo se muestra aquí pudoroso de su intimidad espiritual, en fuerte contraste con las declaraciones sobre su actividad apostólica. 

La «autobiografía espiritual íntima» es un género que ni el Apóstol ni otros autores del Nuevo Testamento cultivaron. Para ellos «vivir es Cristo». El acontecimiento a que se refiere no nos es conocido por ningún otro testimonio. Ciertamente no es el del camino de Damasco, pues la cronología –«hace catorce años»– lo sitúa en otro momento. De esta manera da a entender que ha sucedido mucho antes de su llegada a Corinto y que, por lo tanto, no hace falta estar en ese ambiente religioso y cultural para llegar a tener una experiencia de lo divino. Y como es un don de Dios, el beneficiario no puede vanagloriarse, ni mucho menos exhibirlo como credencial de su apostolado.

Para remachar la afirmación hace una confesión dramática a los corintios. Dice tener como clavado en la carne un aguijón, un emisario de Satanás que le abofetea. ¿Sería una enfermedad? ¿Sería el rechazo del Evangelio por parte de sus hermanos de raza, los judíos, cuyo fracaso se atribuye Pablo personalmente (cfr. Rom 9–11)? ¿La permanente intromisión de los judaizantes en sus comunidades (cfr. Gál 1,7; Flp 3,2)? No lo sabemos. 

De todas formas, el Apóstol nos da en los versículos 8-10 un bello ejemplo de petición no escuchada. «No sabemos pedir como es debido», dirá en Rom 8,26. Es que Dios escucha a su manera, no reduciendo la carga sino duplicando las fuerzas. Véase la súplica de Jeremías y la respuesta de Dios (cfr. Jr 15,20s). Así se remonta Pablo a un principio de gran trascendencia: Dios demuestra su poder usando instrumentos débiles. La debilidad es el terreno en que se manifiesta y actúa la fuerza de Dios.

12,11-21 El ministerio en Corinto. A modo de recapitulación, Pablo concluye que no es en nada inferior a los predicadores rivales. Lamenta tener que defenderse cuando deberían haber sido los mismos corintios sus defensores. Todavía agrega otra prueba más: los prodigios, milagros y señales que acompañaron su ministerio en Corinto y que acreditan el Evangelio según la promesa de Jesús (cfr. Mc 16,17). La presencia de la cruz en el Apóstol lleva consigo también la fuerza de la resurrección.

Les anuncia a continuación una tercera visita. La primera fue la visita fundacional, y la segunda, aquella en la que alguien le insultó y amotinó a la comunidad contra él (cfr. 7,7-13), de lo que más tarde todos se arrepintieron. Les advierte de antemano de que en esta nueva visita no les ocasionará gastos, porque lo que busca no es su dinero sino a ellos mismos. El empeño de Pablo en trabajar con sus propias manos para su sustento debió ser algo insólito que la minoría acomodada de la comunidad no acababa de digerir. 

Algún malicioso podría pensar: ¿no será una estratagema para sacar una tajada mayor con la colecta? ¿Querrá, tal vez, aprovecharse por medio de otros, como Tito o el hermano enviado por las Iglesias para supervisar la operación? 

La respuesta de Pablo, en forma de preguntas retóricas, expresa indignación ante semejantes insinuaciones. Ya les ha dicho que se ha comportado siempre como un padre (6,13; 11,2) y que lo propio de un padre es ayudar a los hijos y no aprovecharse de ellos. 

Como preparación, pues, para la visita anunciada, Pablo les confiesa sus temores de encontrarse con lo que no desearía. Expresar la sospecha es una manera sutil de denunciar una situación presente y, al mismo tiempo, una exhortación a poner remedio cuanto antes. Sólo pensar que se va a encontrar con una comunidad dividida por rivalidades, envidias, etc., lo llena de profunda tristeza; sería como sufrir una humillación personal, como estar de «luto» por unos muertos de los que se ha sentido siempre tan orgulloso. 

13,1-10 Últimas exhortaciones. Los corintios reconocen el poder de Cristo, probablemente en los signos y prodigios realizados en su nombre. En Pablo sólo ven la debilidad: o porque desean un jefe dominador o porque se burlan de su ineficacia. 

El Apóstol se verá forzado a hacer una demostración del poder de gobierno recibido que actúa en y por su aparente debilidad. Irá dispuesto a entablar un juicio. Antes, sin embargo, les ofrece la posibilidad de evitarlo haciendo un examen de conciencia y manifestando su conversión. De ese modo serán ellos mismos sus propios jueces. El criterio de este auto-examen deberá ser la presencia activa, experimentada, de Cristo en sus vidas (cfr. Rom 2,15-16). 

Pablo aprovecha la ocasión para retomar una constante de su teología y espiritualidad: el misterio pascual de muerte y resurrección, consumado por Cristo y participado por el Apóstol. 

Cristo pudo sufrir en cuanto «hombre débil» (cfr. Flp, 2,5-8), pero resucitó por el poder de Dios (cfr. Rom 1,4; 1 Cor 6,14). Si en la segunda visita el Apóstol apareció como «débil», ahora está decidido a mostrarse como «fuerte», si fuera necesario. Quiere evitarlo invitando a los corintios a examinarse sinceramente para comprobar si Jesucristo vive en ellos. Si experimentan en ellos el poder y señorío de Cristo, tendrán que reconocer su palabra eficaz en la de Pablo. 

Concluye reafirmando el cometido que se le ha asignado: edificar y no destruir (cfr. 10,8).

13,11-13 Saludos finales. La despedida es excepcionalmente breve, impersonal, sin mencionar a nadie. 

La «alegría» para Pablo tiene siempre un sentido cristiano, ligado a la vida en Cristo que se manifiesta después en la unión, paz y armonía comunitarias. 

Las circunstancias por la que atravesaban los corintios hacen de este saludo algo más que una fórmula común de despedida. 

Las últimas palabras del Apóstol contienen una de las fórmulas trinitarias más claras de todo el Nuevo Testamento, que ha entrado como saludo en la liturgia eucarística: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes» (13).