Contexto histórico. El Apocalipsis es un libro que refleja con fidelidad los avatares del tiempo, particularmente la acometida del imperio romano contra la Iglesia naciente, en variadas formas de persecución o relegación. El autor ha visto en los signos de aquellos tiempos de ostracismo y persecución la antítesis de dos mundos irreconciliables, da testimonio de este enfrentamiento a muerte entre la Iglesia cristiana y el imperio romano y de la lucha permanente entre dos ciudades: la nueva Jerusalén y Babilonia.
El Apocalipsis es el libro del testimonio cristiano: de los mártires, de los que no han adorado a la fiera ni a su imagen, de los que han sido excluidos, perseguidos y matados. Este libro comporta una denuncia contra la idolatría del imperio, que pretende erigirse como dios y exige la adoración a sus adeptos. Muchas de sus difíciles expresiones son inteligibles desde este trasfondo histórico. Sus frecuentes aclamaciones litúrgicas a Jesucristo (6,8; 12,10; 13,10; 15,4) son una réplica cristiana a los himnos paganos que tributaban una gloria al emperador, concretamente a Domiciano (81-96), quien se creía un dios y exigía culto divino.
Autor. Quien escribe se llama a sí mismo Juan (1,1.4.9; 22,8) y dice estar confinado en una isla por confesar a Jesucristo. Siendo tan frecuente el nombre de Juan, la cuestión de la autoría se presta a múltiples interpretaciones. En los primeros siglos se le identificó con el apóstol y evangelista. Pero ya en la segunda mitad del s. III se comenzó a dudar e incluso negar su autoría, atribuyendo el libro a otro Juan. En la actualidad seguimos uniendo este libro al «cuerpo joánico» (obras del apóstol Juan), pero son pocos los que atribuyen el libro al apóstol, aunque conserven como válido el nombre de otro Juan.
De una somera lectura, deducimos que el autor es de origen judío, mediano conocedor del griego, muy versado en el Antiguo Testamento, especialmente en los profetas, y conocedor de géneros literarios entonces en boga. Del género apocalíptico, además del nombre, tomó muchos recursos, pero se distanció en puntos fundamentales. Mientras otros autores apocalípticos se esconden en nombres ilustres del pasado –Enoc, Abrahán, Moisés, Isaías, Baruc–, y trasforman el pasado en predicción, nuestro autor se presenta con su propio nombre, se dice contemporáneo de los destinatarios y se ocupa declaradamente del presente (1,19).
Destinatarios, fecha y lugar de composición. Los destinatarios inmediatos son las siete Iglesias de la provincia romana de Asia, a las que el autor se siente particularmente ligado y a las que escribe para compartir sus penas y por el encargo «profético» recibido. Como Pablo escribía desde la prisión, este Juan escribe desde el destierro o confinamiento a unas comunidades que ya saben de hostilidad y acoso, que ya han tenido mártires (2,13; 6,9) y que ahora se enfrentan a una gran persecución. El autor intenta prevenir y alentar a sus hermanos cristianos para la grave prueba que se avecina (3,10), cuando el emperador exigirá adoración y entrega (13,4.16s; 19,20). ¿A quién se refiere en concreto? Barajando los datos que proporciona el libro, es probable que el autor aluda al emperador Domiciano, quien exigió en todo el imperio honores divinos, «nuestro Dios y Señor», declaró delito capital el rehusar la adoración, y la leyenda lo miró como a un Nerón redivivo (13,3). En este caso, el libro habría sido escrito en la segunda parte de la década de los 90.
Pero su contenido no se agota en la referencia a la coyuntura histórica concreta. Con tal de no tomarlo a la letra ni como trampolín de especulaciones, el libro sigue trasmitiendo un mensaje ejemplar a todas las generaciones de la Iglesia. Las hostilidades comenzadas en el paraíso (Gn 3) no acabarán hasta que se cumpla el final del Apocalipsis, la manifestación plena de nuestro Señor: «Sí, vengo pronto. Amén» (22,20).
El Apocalipsis, memoria viva de nuestros mártires. El libro quiere mantener vivo el recuerdo de nuestros mártires (2,13; 6,9-11; 7,9-17; 11,7-10; 13,15; 16,5s; 17,6; 18,24; 20,4), quienes dieron testimonio de su fe al igual que el Cordero degollado; y vencieron gracias a la sangre del Cordero (12,11). El Apocalipsis suscita una tremenda actualidad en algunos contextos de nuestro mundo, especialmente en América Latina, Asia y África, tierras regadas por la sangre del testimonio cristiano. Hacer memoria viva de nuestros mártires constituye uno de los más hondos cometidos del libro. El primer mártir fue Jesucristo: el Apocalipsis es el único libro del Nuevo Testamento que lo llama «testigo fidedigno» (1,5; 3,14), en estado absoluto; y tras de él y con él, multitud de mártires, quienes cumplen los preceptos de Dios y conservan el testimonio de Jesús (12,17b).
El Apocalipsis, un libro-compromiso. El Apocalipsis es una obra subversiva contra los poderes de todo imperio (el romano en la época en que fue escrito, y a continuación, todo imperio opresor y todo sistema imperialista), que persigue y masacra al pueblo empobrecido por no secundar los valores (o contra-valores) que engañosamente presenta. El Apocalipsis no es un escrito evasivo, apto para soñar y desentenderse de la realidad, sino para acrecentar el compromiso de nuestra fe, que debe ser lúcida, libre de esclavitudes y operante en el servicio del amor.
El Apocalipsis, el libro de la esperanza de la Iglesia ante el misterio de la iniquidad. El Apocalipsis cristiano no es un libro ingenuo, fantástico, para entretener la imaginación o para dar rienda suelta a los sueños. Está anclado en la más dura realidad; vive en la historia y la padece. El libro ofrece una lúgubre simbología que permite ver el dominio de las fuerzas del mal: la violencia, la injusticia social y la muerte cabalgan a lomos de caballos desbocados (6,3-8). También ofrece cuadros de pesadillas, como el de la plaga de las langostas (9,3-12) y la caballería infernal (9,13-21). Se asombra con pesar de la presencia devastadora del mal en la historia y descubre el origen demoníaco de tantas ramificaciones negativas.
La Iglesia sufre persecución, es martirizada en sus miembros; también la humanidad sufre la opresión de los poderosos. El Apocalipsis está escrito con la sangre de muchas víctimas. ¡Su lectura merece respeto sagrado! Es el libro de la consolación universal. La historia tiene un destino que no acaba ni en el caos, ni en la barbarie, sino felizmente, cumplidamente: el reino de Dios. El libro muestra que ese reino se va haciendo presente en esta tierra de fatigas e irrumpirá en todo su esplendor con el advenimiento de la nueva Jerusalén, y vendrá como don de Dios para premio y consuelo de la Iglesia de todos los tiempos.
Contenido. El libro comienza con una grandiosa autopresentación de Jesucristo resucitado, Señor y dueño de la historia (1,17s) que tiene un mensaje para la Iglesia universal (20). Este mensaje está contenido en las cartas a las siete Iglesias de Asia (2s), en las que Jesucristo conoce y reconoce, reprocha y amonesta, promete y cumple, pide atención e interpela: llamada solemne a la conversión ante la prueba que se avecina. Después de las siete cartas, el tema de conjunto (4–22) es la lucha de la Iglesia con los poderes hostiles. Juan despliega netamente los campos, como sucede en las guerras. El jefe de la Iglesia es Jesucristo, tiene sus testigos, sus seguidores «servidores de nuestro Dios» (7,3). Enfrente está Satán que tiene su capital en Babilonia (símbolo de Roma, capital del imperio), con sus agentes y un poder limitado. La lucha va acompañada de impresionantes perturbaciones en el cielo y en la tierra. La concepción apocalíptica impone el dualismo dentro del mundo y de la historia, las antítesis, las oposiciones simétricas de personajes, figuras y escenas, como en un gran drama. La victoria de Jesucristo y los suyos es segura, pero pasa por la pasión y la muerte. El Jefe, el Cordero, fue degollado; sus testigos, asesinados (11,1-12); sus siervos han de superar la gran tribulación (7,14). Pero llegará el juicio de la capital enemiga y su caída (17s), la batalla final (19,11-21) y el juicio universal (20,11-15). Después vendrá el final glorioso y gozoso, hacia el cual tiende el curso y el oleaje de la historia. El final de la obra tiene la forma de una boda del Mesías-Cordero con la Iglesia.
1,1-3 Introducción. «Apocalipsis», en griego, significa «des-velación» o «re-velación» de algo oculto. Con estas dos palabras se inicia la lectura: «Revelación que Dios confió a Jesucristo». La centralidad de Jesucristo y la riqueza de su misterio son puestas de relieve desde el comienzo del libro (1,1) hasta el final (22,21).
A la presentación del libro sigue la proclamación de una bienaventuranza o felicitación. Es la primera de las siete bienaventuranzas que jalonan la obra (1,3; 14,13; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7; 22,14). Ello significa que el Apocalipsis no es un libro terrible, un calendario de desdichas, sino que anuncia de parte de Dios una inmensa dicha (el siete quiere decir la suma total) para la Iglesia. Esta primera bienaventuranza consiste en proclamar la Palabra de Dios, escucharla con corazón noble y guardar su mensaje. Aparece ya la comunidad cristiana como el grupo destinatario del libro.
1,4-8 Mensaje a las siete Iglesias: saludo. La gracia y la paz divinas se dirigen a toda la Iglesia (las siete Iglesias de Asia representan a la Iglesia universal). El Dios que saluda y bendice no es una presencia impersonal, sino el Dios cristiano por excelencia, a saber, la Santísima Trinidad. Dios es considerado (cfr. Éx 3,14) como «Aquel que es, que era y que será», el Dueño del tiempo, el Señor que dirige toda nuestra historia. En sus manos está nuestra suerte. Los «siete Espíritus» (4) no se refieren a siete ángeles destacados, sino a la presencia viva y dinámica del Espíritu Santo en su más honda realidad personal, que es inmensa totalidad (simbólico número siete) en sus incesantes manifestaciones de fuerza, profecía, inspiración, perdón y múltiples carismas.
Jesucristo es celebrado con tres atributos principales. Es «testigo fidedigno», porque con su vida, muerte y resurrección expresa soberanamente todo cuanto Dios ha querido revelarnos. Es «primogénito de los muertos» por su resurrección. Es «Señor de los reyes del mundo» porque como Señor resucitado, con la fuerza de su Espíritu y con nuestra colaboración, empuja la historia hacia una plena realización humana y cristiana.
¿Quién es Jesucristo para la Iglesia? La comunidad rememora tres grandes beneficios que el Señor con tanta abundancia le ha concedido: amor, redención y participación en el sacerdocio regio. La Iglesia vive gracias a este amor de Jesucristo, que experimenta gozosamente a lo largo y ancho de su historia.
1,9-20 Visión de Jesucristo. Esta visión es una de las más impresionantes que ofrece el Nuevo Testamento. Juan alude a las circunstancias precisas en las que ocurre. Se encuentra en Patmos, una pequeña isla del mar Egeo, donde está recluido por su valentía en predicar la Palabra de Dios y el testimonio de Jesús. Aunque lejos, no se siente abandonado; sabe que es nuestro hermano y compañero; comparte con todos los cristianos perseguidos las tribulaciones por el reino de Dios. Es la primera vez que en el Nuevo Testamento aparece la palabra «domingo» o «día del Señor». También, en ese día señalado, el Espíritu –dice el texto muy gráficamente– se apodera de Juan.
El vidente contempla un personaje misterioso (13), una figura humana (cfr. Dn 7,13). Tiene el dominio y el derecho para juzgar a la humanidad. A continuación se describe su porte externo, que se relaciona con la vestidura del sumo sacerdote (cfr. Éx 28,2-4; Zac 3,1.3s; Sab 18,20s.24); aparece en medio de siete candelabros de oro; y estos candelabros son las siete Iglesias (1,20).
Descripción de la cabeza (14). Se inspira y aplica a Jesucristo la visión del anciano de largos días del profeta Daniel (7,9). Se insiste en el color blanco, típico de la resurrección. La metáfora de los ojos como llama de fuego (2,18; 19,12) destaca el poder de conocimiento de nuestro Señor, su penetrante mirada que todo lo ve y lo sondea.
Los pies y la voz (15). El Señor está de pie y no se tambalea, no es como aquella frágil estatua con los pies de barro (cfr. Dn 2,31-36). Sobre su fuerza se apoya la debilidad de la Iglesia. La voz de Jesucristo se compara a la voz de Dios, que es también «voz de aguas torrenciales» (cfr. Ez 1,24; 43,2; Dn 10,6). Se subraya la autoridad y la potencia de la palabra de Jesucristo.
Mano, boca y rostro (16). La espada es, conforme a una larga tradición bíblica, el símbolo de la Palabra de Dios (cfr. Is 49,2; Sab 18,15s; Heb 4,23). La imagen es todavía amplificada, es «afilada de doble filo». Se describe la fuerza y el poder combativo de la palabra de Jesús.
El vidente que no dobló sus rodillas ante el emperador de Roma, se echa en tierra y adora a Jesucristo, como su único Dios y Señor. Pero Jesucristo no atemoriza, sino que –supremo gesto de delicadeza– pone su mano derecha, sobre la cabeza de Juan y lo conforta.
La Iglesia es contemplada en un simbolismo espacial y litúrgico: lámparas y estrellas. La Iglesia es, según la visión del libro, una lámpara con vocación de estrella. Es lámpara, a saber, vive en la tierra y en la historia, pero su esperanza está en el cielo. Jesucristo sujeta con su mano poderosa la vocación de su Iglesia. La Iglesia puede confiar en la providencia de su Señor que nunca la abandonará.
2,1–3,22 Mensaje a las siete Iglesias: contenido
A la Iglesia de Éfeso (2,1-7). La ciudad de Éfeso, metrópoli de la provincia romana de Asia, ocupaba la primacía política, comercial y religiosa del entorno. Por ello aparece situada en el primer lugar de todas las Iglesias. Aunque Jesucristo reconoce su leal esfuerzo y perseverancia, sin embargo echa en cara a la comunidad que ha dejado «el amor primero». «Primero» no en el tiempo cronológico sino en su exigente calidad y en entrega absoluta del corazón. He aquí una admirable síntesis de todo itinerario de la conversión cristiana, que contiene tres pasos necesarios: Fijarse, arrepentirse y hacer (5). La expresión «nicolaítas» (6) es la traducción literal griega de la palabra hebrea «Balaán» (2,14s), significa «amo o dominador del pueblo». Ambos vocablos son emblemáticos y aluden, juntamente con la profetisa Jezabel (2,20), a un movimiento herético que se infiltraba en la Iglesia de Asia menor. Estos personajes despreciaban el valor de la Encarnación y Redención de Jesús, se alejaban con su conducta pagana de las radicales exigencias del Evangelio.
A la Iglesia de Esmirna (2,8-11). La ciudad, que se gloriaba de su fidelidad a Roma, había recibido a muchos judíos sobrevivientes de la destrucción de Jerusalén por los romanos; éstos se habían convertido en enemigos de los cristianos. La oposición de los judíos a los cristianos es conocida en el Nuevo Testamento (cfr. 1 Tes 2,15s; Hch 13,50; 14,2.5). En la carta no existe ni un sólo reproche a esta Iglesia por parte del Señor, sino una continua exhortación a la perseverancia. La persecución será intensa pero breve, de «diez días» (cfr. Gn 24,55; Dn 1,12.14.15). La expresión «muerte segunda» no se encuentra en la Biblia; pero es de uso frecuente en la literatura inter-testamentaria (100 a.C.-100 d.C.); significa la exclusión del mundo venidero, no poder entrar en la nueva Jerusalén. Quien esté libre de esta muerte segunda tendrá, pues, acceso a la nueva Jerusalén, donde la muerte ya no existe (21,4).
A la Iglesia de Pérgamo (2,12-17). La ciudad, residencia del gobernador romano promotor del culto al emperador, era célebre en la antigüedad por su floreciente industria de pergaminos y por la abundancia de templos paganos, en donde destacaba un colosal altar dedicado a Júpiter. El ambiente resultaba asfixiante para la fe cristiana. La comunidad ya ha padecido en uno de sus cristianos, Antipas, el precio de la fidelidad. Al igual que Jesús, ha dado testimonio y ha derramado su sangre. Sólo el Apocalipsis llama a Jesús «el testigo fidedigno» (1,5). Quiere el Señor que la comunidad se mantenga fiel a pesar de la idolatría circundante. La imagen de los banquetes y de la fornicación expresa la comunión con los valores paganos de los cultos imperiales y del gnosticismo. La piedra blanca indica la nueva condición del cristiano a quien se le impone un nombre nuevo. Así consigue entrada o señal para poder participar en el banquete de bodas del Cordero y tener acceso a la nueva Jerusalén.
A la Iglesia de Tiatira (2,18-29). Jesucristo se presenta –única vez en el Apocalipsis– con el título más solemne «Hijo de Dios». Con su mirada penetrante, «ojos como llama de fuego», y con la firmeza de quien se apoya en pies como bronce lustrado, quiere consolidar la vida de la Iglesia. Tiatira era la ciudad menos importante de las siete mencionadas, y resulta paradójicamente la carta más extensa. Aunque es encomiable el juicio positivo de Jesucristo, grande es la severidad con que asimismo la recrimina. La comunidad ha caído en la dejación y permite a los herejes (los secuaces de Jezabel) continuar su obra de engaño y captación. El Señor la amenaza con severas palabras, válidas para la Iglesia de todos los tiempos: ¡No se puede ya dejar pasar la oportunidad. Ahora que hay tiempo, es preciso convertirse!
A la Iglesia de Sardes (3,1-6). Sardes, situada a 50 kilómetros al sudeste de Tiatira, era un floreciente centro comercial, con una próspera industria de lana blanca, a la que parece referirse el texto de la carta. Sus habitantes tenían fama de comodones y lujuriosos. En contraste con su prosperidad material, la comunidad cristiana apenas lograba vegetar lastimosamente. Jesucristo se presenta dotado de la plenitud del Espíritu Santo («los siete espíritus de Dios») y con la capacidad para reanimar la vocación de la Iglesia. Con su poderosa palabra, interpretada por el Espíritu, dará vida a la comunidad. El reproche de nuestro Señor reviste acentos de amarga dureza. La comunidad sólo «tiene nombre de», mantiene apariencia o fachada externa; pero por dentro, en su vida de fe y de amor, está muerta. No todos, sin embargo, se han perdido; aún sobrevive un resto palpitante (4). Estos pocos deben vigilar y estar atentos para que no se apague cuanto de bueno todavía permanece. El Señor les recuerda los dones recibidos; en un emocionado final climático, les llama a una conversión urgente.
A la Iglesia de Filadelfia (3,7-13). Filadelfia era una pequeña ciudad al sudeste de Sardes. La comunidad cristiana está al límite de sus fuerzas, y recibe del Señor una carta llena de elogios y de ánimo. La presentación de Jesucristo insiste en su carácter divino, pues estos dos títulos se aplicaban a Dios: el Santo (cfr. Jn 6,69; 1 Jn 2,20; Ap 4,8) y el Verdadero (cfr. Jn 17,3; 1 Jn 5,20). También tiene la llave de David, es decir, Jesucristo detenta todo el poder mesiánico, es el nuevo David, el rey eterno que ha vencido a la muerte y al abismo (1,18). Sólo Él posee la llave de acceso a la nueva Jerusalén. El Señor no hace ningún reproche; sabe que es una comunidad pequeña y que padece la persecución de los judíos. Los cristianos fieles constituyen el verdadero Israel. Nadie va a ser capaz de borrar la consagración de su nombre, grabada indeleblemente por el Señor.
A la Iglesia de Laodicea (3,14-22). Laodicea era conocida en la antigüedad por su famosa escuela médica para enfermedades de los ojos. La ciudad se consideraba autosuficiente (17). El juicio de Jesucristo resulta tremendamente severo. La situación de la Iglesia le produce náuseas. La razón de tan insufrible repugnancia es la tibieza eclesial: se cree rica, perfecta y, en el colmo de su ceguera, no quiere reconocer su extrema pobreza. Vive torpemente instalada en el peor de los pecados: el orgullo religioso. La comunidad debe buscar sólo en el Señor el remedio a su deplorable situación de vergüenza: tiene que vestir la vestidura blanca de su dignidad de esposa de Jesucristo. El oro de su riqueza, que colmará su miseria, está en el Señor (18) no en su vacua soberbia. Necesita nuevos ojos –es decir, ojos iluminados por la fe– para poder ver.
El versículo 20 es el más hermoso y enigmático de toda la Biblia. A pesar del juicio tan severo, el Señor Resucitado, el que está de pie, aguarda paciente a la puerta. Llama con insistente porfía, como la Sabiduría (cfr. Sab 6,14), como el Esposo del Cantar (cfr. Cant 5,2). El Señor siempre está esperando en vela, apostado a nuestra puerta. Pide con solicitud que la Iglesia escuche su voz. Esta voz no es otra sino la que está resonando de forma incesante en todas las cartas a las siete Iglesias. Suplica con delicadeza entrar, pero la puerta sólo se abre desde dentro, es decir, depende en última instancia de la libertad del cristiano. Pero si éste responde generosamente, el Señor, convertido ya en anfitrión de la casa, anudará con él una íntima relación de alianza, hecha de amor recíproco, y le concederá el don de la cena eucarística.
4,1-11 Liturgia celeste. Este capítulo se abre con una visión de la corte celestial. El autor parece tener en mente la corte imperial –romana o persa– con el senado y consejeros que acompañan al emperador como parte de su séquito. Dios aparece sentado en el trono, es, por tanto, dueño y dominador de todo el universo. El brillo de las más rutilantes piedras preciosas le rodean como una aureola cromática: Es Dios de Dios. Luz de luz. La suprema belleza. El arco iris que le envuelve es como el brillante anillo de su alianza con la humanidad. Dios se compromete con la paz (cfr. Gn 9,13-15). Los ancianos poseen algunas características llamativas: vestiduras blancas como el uniforme de su configuración con el Señor resucitado (7,13); coronas de oro, en señal de victoria con Jesucristo vencedor (14,14). Son la egregia estampa de la Iglesia glorificada. Su función es litúrgica y solidaria: no cesan de alabar a Dios ni de interceder por nosotros.
Dios, ataviado con los signos típicos de una nueva teofanía (cfr. Éx 19,16; Jue 5,4s; Ez 1,13), se acerca y va a intervenir poderosamente en la historia de la salvación. Los siete espíritus de Dios son descritos con el símbolo de siete antorchas de fuego. El régimen temporal de los verbos griegos insiste en que arden de manera continuada, sin extinguirse. Toda la expresión (5b) habla de la presencia del Espíritu Santo brillando en vela perpetua: es la imagen luminosa de la solicitud de Dios por la humanidad.
El mar, símbolo del mal en la Biblia (cfr. Sal 66,6; 74,13) está ya vencido. No es un mar de aguas turbulentas, sino una balsa cristalina. Como un lebrel se somete a los pies de su amo (imagen que tanto gustaba al Cura de Ars), así el mar ha sido despojado de su malicia. Domesticado, es un instrumento de paz (cfr. Mc 4,39-41). El simbolismo de los cuatro vivientes, descritos con detalles enigmáticos no fáciles de entender, muestra la desbordante vitalidad que emana del trono. Dios es vida, y no puede dejar de dar vida en abundancia y sin mengua, incesantemente. Un himno de adoración cierra el capítulo. Dios es celebrado como el Creador. Su actividad creadora, despliegue de su designio de vida, queda subrayada en la estructura del Apocalipsis: al comienzo (4,11) y al final (21,6).
5,1-14 El Cordero y el libro. Dios toma la iniciativa en la historia de la salvación. Admiremos la maestría narrativa del Apocalipsis: Del trono de Dios surge una mano (único detalle antropomórfico del que está sentado en el trono), la todopoderosa mano de Dios ofrecida en son de paz. En la mano hay un libro escrito por fuera y por dentro; todo él es elocuente pero permanece cerrado con siete sellos. El libro contiene el designio de la historia, el misterio de la salvación. Nadie es capaz de leerlo ni de interpretarlo. A la sorpresa inicial sucede la turbación. Por eso la humanidad errática, representada en Juan, llora amargamente porque no halla un sentido a su vida, ni encuentra a alguien que oriente sus pasos perdidos. El llanto de Juan cesa cuando un anciano le consuela con una velada mención a Jesucristo. Él cumple las profecías antiguas. Sólo Jesucristo, muerto y resucitado, victorioso, será capaz de leer e interpretar el libro de la historia.
Viene ahora la visión más emblemática de todo el Apocalipsis. Aparece Jesucristo, el Cordero, pletórico de dignidad divina (en medio del trono), muerto (sacrificado), resucitado (de pie), dotado de la plenitud del poderío mesiánico (siete cuernos) y poseedor y dador –al mismo tiempo– del Espíritu Santo (siete ojos que son los siete espíritus de Dios). Se trata, pues, de Jesucristo quien, mediante su misterio pascual de muerte y resurrección, es investido con toda la autoridad divina y derrama sobre la tierra el don personal de su Espíritu, quien es íntimamente descrito –bajo el símbolo de sus siete ojos– como la mirada resplandeciente de su amor. Nuestro Señor es entronizado. Recibe el poder y la gloria divina. Su entronización regia desencadena una verdadera cascada de alabanzas. Los veinticuatro ancianos presentan a Dios las oraciones de los «santos». Se refiere a las oraciones de los cristianos, pues los santos –en términos del Nuevo testamento– son los cristianos. La oración es para Dios alabanza, fragancia digna de ser aceptada.
Se resalta aquí la universalidad de la redención. A manera de coros concéntricos, la alabanza a Dios y al Cordero asume dimensiones cósmicas. Nadie está excluido de la participación en esta liturgia universal. La adoración de toda la creación se dirige hacia el trono (que es el elemento central del capítulo 4) y el Cordero (personaje central del capítulo 5). De esta manera estratégica ambos capítulos logran su unidad literaria y teológica: Dios y el Cordero, ambos enaltecidos en el mismo ámbito de la divinidad compartida.
6,1-17 Los sellos. Los sellos eran usados en la antigüedad para identificar la propiedad, dar validez a los documentos y para proteger cosas valiosas o secretas. El libro sellado es propiedad exclusiva de Dios y contiene los planes secretos de su plan salvador. Jesucristo, el Cordero, puede desatar, uno por uno, los siete sellos de libro. Lo abre de par en par para que se cumplan los decretos de Dios. De ese libro van saliendo, casi por encantamiento, caballos. Hay que apreciar el dramatismo plástico de estas imágenes en movimiento «casi cinematográficas» y tratar de visualizarlas. A ello nos invita el texto con la cadencia de acciones sucesivas: «Vi… oí… decía: Ven…» (1s). El primer caballo designa a Jesucristo resucitado, adornado con el característico color blanco de la resurrección. Ha vencido por su misterio pascual. Y está dispuesto a seguir combatiendo contra las fuerzas negativas que invaden la historia, representadas en la visión de los otros tres caballos. Al final de la historia será el vencedor absoluto.
El segundo caballo es color fuego, color de la sangre. Es la «violencia» que quita la paz y perpetra el asesinato, desde la sangre de Abel hasta la de Jesús y sus testigos pasando por toda la sangre injustamente derramada a lo largo de toda la historia humana. La violencia desnaturaliza a los hermanos. La humanidad escribe su historia a base de sangre y de guerras.
El caballo negro significa «el hambre», la carestía de la vida provocada por la opulencia de unos pocos infligida sobre los demás, a quienes oprime, empobrece y mata de hambre. Es el gran pecado de la injusticia social.
El cuarto caballo, símbolo de la «muerte», tiene el color de la hierba cuando se está secando (amarillo). La interpretación nos viene ofrecida: es la muerte, la suerte fatal de la humanidad. El texto ofrece el lúgubre cortejo que acompaña a la muerte: la espada o la violencia, el hambre, las diversas plagas de peste y epidemias.
Dios no aparece como el «vengador sediento de sangre» sino como el «defensor» que vela por el derecho de todos sus hijos e hijas. Ante el sacrificio de tantas víctimas inocentes (degolladas como el Cordero), Dios responde no con venganza, sino enviando a su Hijo quien derramó su sangre inocente por nuestros pecados.
Dios cuenta con la oración de los cristianos. Para hacer frente a la avalancha de males (simbolizados en los tres últimos caballos) que invade a nuestra humanidad, y para hacer avanzar con decisión la historia de la salvación, es necesaria, desde la visión de Dios, la oración sincera y perseverante de los cristianos.
Los cataclismos de 12-14 indican, según un esquema bíblico y apocalíptico, la inminente aparición divina, la llegada de la ira de Dios (cfr. Is 13,10; 50,3; 34,4; Jr 4,24; Jl 3,3s).
Sorprende al lector la expresión «la ira del Cordero» (16). Hay que decir que Jesús no es insensible frente al mal. En su vida dio pruebas elocuentes de su ira ante la obstinada maldad de la gente (cfr. Mc 3,1-5). Le duele profundamente la injusticia humana y su cerrazón ante la gracia. Tampoco se puede silenciar el misterio humano de la iniquidad. La obcecación humana aparece frecuentemente registrada en nuestro libro (11,18; 14,10; 16,19).
7,1-17 Los que se salvan. Los siervos de Dios serán preservados. Tal es el epígrafe y el consuelo que ofrece el capítulo siete. Estos personajes marcados o sellados son los cristianos, los que ya poseen indeleblemente el sello del bautismo (cfr. Ef 1,13; 4,30; 2 Cor 1,2); éstos se verán asistidos por una especial providencia divina. Obsérvese el significativo cambio en el orden de los doce patriarcas: se comienza no por Rubén, sino por Judá, pues en él se prefigura el Mesías (Jesucristo es llamado «el león de la tribu de Judá» (5,5).
El simbólico número de ciento cuarenta y cuatro mil es el resultado de multiplicar las doce tribus de Israel por doce (los doce apóstoles del Cordero: 21,14), y luego por mil, que es la cifra de la historia de la salvación. Es el número de los elegidos del nuevo Israel, mucho más numeroso que el Israel antiguo de las doce tribus. Dios abarca en su abrazo salvador a todos los pueblos, razas y lenguas.
Hay un cambio de escenario (9). Se describe el triunfo de los mártires-testigos cristianos en el cielo, ante el trono y el Cordero. Es muchedumbre inmensa e innumerable, pues abarca a todas las naciones. Acontece, por fin, el cumplimiento de la vieja promesa hecha por Dios a Abrahán sobre su descendencia (cfr. Gn 22,15-18). La muchedumbre está de pie, en señal de victoria como el Cordero que «está de pie» (5,6). Endosan túnicas blancas, pues participan ya de la resurrección de Cristo y reciben el premio prometido. Hay que apreciar el atrevido simbolismo de la expresión, pues rompe toda coherencia cromática, al escribir: «Han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (14).
La escena que presenta los versículos 15-17 es evocadora: cesarán todas las penalidades, Dios enjugará todas las lágrimas y restañará todo cuanto hace sufrir a la humanidad. La razón de tanto bienestar es que Jesucristo resucitado, el Cordero, se convierte en nuestro pastor que nos conduce hacia las fuentes de la vida (cfr. Is 49,10; Sal 121,6; Ap 22,1).
10,1-11 El pequeño libro. Aparece un ángel vigoroso. Sus rasgos deslumbrantes lo describen como una figura celestial muy cercana al Señor, tal como fue contemplado al inicio del libro (1,9-20): le envuelve una nube, un arco iris nimba su cabeza, el brillo soleado de su rostro y la firmeza de sus pies son aspectos característicos del Señor. Toda esta vistosidad iconográfica insiste en la trascendencia divina del personaje y en la gravedad del mensaje que va a proclamar. Admírese el poderío impresionista de las imágenes del Apocalipsis. Como si de ese sol surgiesen verticalmente dos enormes rayos, fulminando el universo, así apoya sus dos pies sobre el mar y la tierra este ángel. Igual que un coloso que realiza un acto de posesión absoluta. En señal de dominio lanza un rugido de león.
El misterioso ángel levanta su mano al cielo (cfr. Dt 32,40) para acompasar con su gesto un juramento solemne (cfr. Dn 12,7). Toma por testigo al mismo Dios, aquí contemplado como el Viviente y el Creador de todo cuanto existe.
El contenido del juramento se refiere a la plena seguridad de que el «Misterio» o designio universal de salvación se va a realizar por entero. Dios sostiene, orienta y empuja este cumplimiento. Pero no hay que fijarse en los cálculos temporales, sino en la certeza de su consumación y en la seguridad ineluctable del triunfo final. Tanta grandeza del ángel misterioso se concentra en el «pequeño libro» (así descrito en el griego del texto). A saber, el plan de Dios ha ido realizándose paulatinamente en la historia. Dentro de este proceso, Juan, como profeta, asume su importancia. Ahora se revela el gesto simbólico del ángel que le ofrece el libro para que lo devore. Juan se traga el libro. Existe una alusión al profeta Ezequiel quien realiza idéntica acción (cfr. Ez 2,8–3,3). El gesto plástico muestra el proceso de interiorización de la Palabra. Es menester asimilarla e incorporarla, a fin de que el profeta viva ya de la fuerza de la Palabra de Dios. El sabor que depara resulta agridulce. Por una parte, conlleva el gozo de anunciar el mensaje de Dios; por otra, la amargura que implica el rechazo deliberado a la palabra predicada. (cfr. Am 3,3-8; Jr 20,9).
13,1-18 Las dos fieras. El presente capítulo aparece abigarrado de una confusa simbología animal (bestias, leopardos, cuernos…). Se trata de una denuncia del mal (dicha en clave apocalíptica), que el mismo autor está padeciendo en Patmos y que, como profeta inspirado, ve desplegarse en la persecución contra la Iglesia. La primera fiera surge del mar, del oscuro mundo del caos (cfr. Gn 1,2; Sal 88,10s) como las cuatro bestias que ve el profeta Daniel (cfr. Dn 7): representa la hostilidad hacia Dios. Su aspecto es híbrido, extraño cruce de varios animales feroces. En la fiera se concentran las bestias anunciadas por el profeta Daniel: es la suma de todos los imperios que habían oprimido históricamente al pueblo de Dios. Nuestro libro contempla esa fiera encarnada en el anticristo o imperio romano, que persigue y mata a los cristianos.
Juan reconoce que sólo Dios se sienta en el trono (4,2) y que detenta toda autoridad (4,11), sin embargo el gran dragón va contra Dios y quiere arrebatarle su poder. Tal es la profunda perspectiva del libro. Estos tres animales no son sino una burla de la Santa Trinidad. Frente a Dios Padre, a Jesucristo y al Espíritu santo, se levantan el gran dragón, la primera bestia, y la segunda bestia. El mal en la historia tiene raíces demoníacas. La esencia de esta trinidad diabólica es la perversión: ir contra Dios y combatir la Iglesia con todos los medios a su alcance, con la violencia de la sangre o el engaño de la captación.
La primera fiera –con diez cuernos y herida mortalmente–, es una siniestra parodia de Cristo, el Cordero degollado pero de pie, a saber, muerto y resucitado (5,6). Ante ese grito blasfemo de la bestia, que pretende en su soberbia suplantar a Dios y erigirse como dios invicto, el libro responde que Cristo es más grande que el imperio y que los cristianos que sufren y son sacrificados serán los verdaderos triunfadores. La primera bestia posee una enorme vitalidad. No acaba de morir. Es el imperio de Roma pero no se agota en él, se reproduce fatalmente en otros sistemas totalitarios, centros de poder que atentan contra Dios y tratan de esclavizar su más viva imagen, el ser humano.
El libro está solicitando del lector o comunidad cristiana, un esfuerzo de suma atención. Debe la comunidad descifrar estos símbolos, discernir los signos de los tiempos, hacer una aplicación a la historia que vive y padece. Sólo el Espíritu Santo concede esta inteligencia espiritual para captar lúcidamente el hondo mensaje del libro, y junto a esta labor sapiencial, también se reclama una gran dosis de resistencia para hacer frente y soportar tanta adversidad.
La segunda fiera sube de la tierra, que significa el horizonte donde se desarrolla la historia humana. En toda su actuación, aparece como una contrapartida del Espíritu Santo de profecía. Pretende dar voz y vitalidad a la primera fiera, seduce a los seres humanos con los falsos valores del imperio. La segunda fiera es el espíritu de la mentira, el falso profeta. Representa todo el poder de propaganda del estado. Marca la frente –capacidad de pensar– y la mano –capacidad de iniciativa–, es decir, crea fanáticos a su sistema cerrado. Impide también el libre comercio de las ideas y de las mercancías. Crea un falso bienestar para unos pocos adeptos y hace que el resto quede encandilado ante tanta opulencia. Representa toda ideología –esa tremenda fuerza de la propaganda– que anula la capacidad de libertad, a fin de lograr un culto idolátrico, y que los hombres vivan como esclavos, al «dictado» servil de cuanto se les diga.
El capítulo acaba con una llamada a la reflexión sapiencial. Según las reglas de la «gematría», la cifra 666, leída en caracteres hebreos, da como resultado esta frase: «Nerón César». Con ello se alude a que el poder demoníaco de la fiera se encarnó en Nerón, el perseguidor de los cristianos. Pero el siniestro personaje parecía encarnarse en sucesivos emperadores asimismo sangrientos. Uno de ellos: Domiciano. El Apocalipsis denuncia una atroz persecución; pero al mismo tiempo anuncia un consuelo. La cifra no llega a la totalidad, que sería exactamente 777 (tres veces siete). Habrá, pues, una persecución cruel, pero será parcial y transitoria. La comunidad cristiana no debe venirse abajo en su fidelidad y perseverancia.
14,1-5 Los salvados. Como contraste ante la capitulación casi generalizada de los habitantes de la tierra, los adoradores de la fiera (13,8.12), queda un resto que está con el Cordero victorioso. Importa subrayar la novedad. Ya no aparece Jesucristo en su egregia soledad (5,1-14), sino acompañado de 144.000. Este número (7,4-8) representa el resto de Israel (cfr. Is 1,9; 4,2s; 6,13; Ez 9,1-4; Am 3,12): son la fuerza viva de la Iglesia. No llevan la marca de la fiera (13,16), sino grabado en sus frentes el nombre de Jesucristo y del Padre. Los cristianos están consagrados enteramente a Dios: viven protegidos por él y serán victoriosos con Jesucristo. Hay que admirar la belleza del texto que logra hacer música hasta con la misma letra, con la cadencia de las palabras. La música sinfónica se va modulando, en varios movimientos. Primero es voz celeste, luego se convierte en un trueno impetuoso, más tarde el trueno se refracta en voz de aguas torrenciales (cfr. Ez 1,24). Y este inmenso fragor se remansa en música suave: el «de arpistas tocando sus arpas»; se escucha la música sagrada de la liturgia (5,8; 15,2; 18,22).
El cántico nuevo es el que inaugura Jesucristo con su misterio de muerte y resurrección. Sólo Él es la novedad absoluta. Su triunfo posee el poder instaurador de hacer nuevas todas las cosas: el Nombre de Dios, la ciudad de Jerusalén, el cristiano y el universo (2,17; 3,12; 21,5). Cinco rasgos caracterizan a los componentes del cortejo del Cordero. Son vírgenes, es decir, se abstienen del culto de la idolatría (ya descrito en el capítulo 13). Siguen al Cordero de manera fiel e incondicional hasta donde sea preciso. Han sido rescatados, a saber, son propiedad exclusiva de Dios. Tienen labios sinceros (cfr. Sof 3,9.12s), como el siervo del Señor (cfr. Is 53,9) y el mismo Jesús (cfr. 1 Pe 2,22). No practican la mentira, es decir, la idolatría (cfr. Is 44,20; 57,4). En definitiva, frente a aquella visión negativa de la tríada demoníaca y sus secuaces, el libro ofrece ahora la positiva imagen de Jesucristo victorioso y de los cristianos leales: una Iglesia fiel y misionera, en marcha con su Señor.
14,6-20 La hora del juicio. Aparecen tres ángeles. Son heraldos de Dios y presagian los últimos acontecimientos. El primero, bien visible en lo alto del cielo, proclama un mensaje universal. Urge la conversión (cfr. Hch 14,15; 1 Tes 1,9), pues ha llegado la hora del juicio. El segundo ángel, para dar mayor realismo a la urgencia de la conversión, proclama como ya realizado el juicio definitivo sobre Babilonia, cuya destrucción será descrita más tarde (18). El tercer ángel anuncia el destino final del adorador de la fiera. Con imágenes lacerantes, tomadas del castigo proverbial de Sodoma y Gomorra (cfr. Gn 19,24; Ez 38,22), y de oráculos de exterminio (cfr. Jr 25,15), se muestra la severidad del juicio divino. Esta desdicha fatal queda resumida en tres penas: negación de la vida («tormento de fuego y azufre»), privación de relaciones sociales («sube el humo de su incendio desde la ciudad desolada») y perennidad del sufrimiento, pues «no tienen reposo ni de día ni de noche».
Los versículos 11-14 ofrecen otro momento de pausa sapiencial. Para no dejarse abatir por la suerte adversa de los idólatras, hay que reflexionar. Se requiere la constancia de los santos, gran capacidad de aguante y mantener la fe de Jesús, el testigo fiel del Padre. El Espíritu Santo resulta garante de una dicha inmensa. Los cristianos, que mueren en el Señor, los que han permanecido fieles, son ya bienaventurados. Se insiste en el comienzo sin retorno y sin mengua de tanta dicha: ya desde el momento de su muerte son felices. No les aguarda una desdicha fatal (como a los adoradores de la fiera), sino una bienaventuranza eterna. Sus obras de amor no morirán perdidas estérilmente en el olvido sino que permanecerán para siempre.
Tras el consuelo de la bienaventuranza, el libro refiere el cumplimiento de la proclama de los tres ángeles (15-20): el juicio inapelable de Dios. La representación se inspira en el profeta Joel (cfr. Jl 14,1) pero aquí disociada: primero descrita como cosecha, luego como una vendimia. El recolector es Jesucristo, quien aparece en la figura humana y adornado con una corona de oro, característica de su victoria ya lograda (6,2; 19,2).
Tres ángeles, en claro paralelismo literario a los tres anteriores, son los encargados de interpretar y dar la orden de la ejecución (cfr. Mt 9,38). La sangre que desborda de la cuba no forma un charco, sino un lago inmenso, que alcanza una altura desmesurada y se extiende ampliamente (300 kilómetros). Son visualizaciones a propósito distorsionadas con un objetivo teológico: dramatizar la grandeza y severidad del juicio.
15,1-8 Las siete últimas plagas. Juan se sitúa de nuevo en el escenario del cielo; contempla allí otra señal, la tercera, tras la manifestación de la mujer (12,1) y del gran dragón (12,3). Ve siete ángeles que llevan siete plagas: son las postreras, porque en ellas se va a consumar la ira de Dios. El capítulo quince ofrece una breve introducción a la ejecución de estas siete plagas, cuya pormenorizada descripción se dará en el capítulo siguiente. Este pasaje pretende fortalecer la fe de la comunidad cristiana tras la adversidad sufrida y la calamidad de las plagas que se avecinan. Fiel a su proverbial costumbre, el Apocalipsis sigue siendo el libro cristiano de la consolación.
Aparece un mar cristalino, veteado de fuego. Es bíblica referencia al Mar Rojo (cfr. Éx 15,1-9; Sab 19,2-21). Igual que los israelitas siguieron tras las huellas de Moisés, a pie enjuto, así marchan los cristianos fieles tras la senda abierta por el Cordero. Los vencedores son la contrarréplica a los adoradores idolátricos (13,7.14.15): han desafiado a la fiera, no le han prestado acatamiento ni han seguido sus consignas. Aunque se encuentren en medio del mar, símbolo de la tribulación, no hacen fondo ni se hunden en sus aguas formidables. Estar de pie es alusión a la firmeza y resurrección, como Jesucristo, el Cordero vencedor (5,6). Al final han resultado victoriosos con Él (12,11); por eso están de pie y entonan una liturgia de victoria. No hay dos cantos opuestos: el de Moisés y el del Cordero, sino un largo y continuado canto de victoria. Se insiste en la perspectiva unitaria de la economía de la liberación. Existe una sola historia de salvación que empezó en el Antiguo Testamento y que ahora se ha hecho plena realidad con la victoria de Jesucristo y de los suyos.
El cántico se presenta como una rica composición, entreverada de citas de los profetas y de alusiones a los salmos. Tres partes principales lo configuran. La admiración que despierta la grandeza de las acciones salvadoras de Dios. Estas obras maravillosas desembocan pronto en una alabanza a Dios, como Señor Todopoderoso y rey de las naciones. Por fin, una triple motivación recapitula el sentido de la alabanza: la santidad divina, la universalidad de la salvación y la invitación a verificar las buenas obras de Dios en la historia.
Tras esta visión alentadora, viene una escena que se desarrolla con rapidez. Aparecen siete ángeles ejecutores, vestidos igual que la figura humana, con ropas sacerdotales y regias (1,12). Los ángeles reciben la orden de parte de Dios, mediante uno de los vivientes. Las copas de oro ya fueron presentadas con las oraciones de los santos (5,8). Hay que recordar que las oraciones siempre son eficaces, aceleran el ritmo positivo de la historia de la salvación. El templo, rebosante de la majestad divina, se llena de humo (cfr. 1 Re 8,11; Éx 19,18; 40,34s). Se ha cumplido el plazo. Los designios de Dios están a punto de realizarse. Las siete copas se van a consumar.
16,1-21 Las copas de la ira. El septenario de las copas sigue el modelo dramático de las siete trompetas, ya mencionado anteriormente (8,7s). Pero no es mera repetición o apéndice. Con el sonar de las trompetas se aludía a la parcialidad –se hablaba con frecuencia de cifras incompletas–. Ahora las copas adquieren una dimensión universal: afectan a la totalidad de la humanidad y de la naturaleza. Llega la última oportunidad para la conversión. El Apocalipsis no realiza una simple evocación del Éxodo, sino que lo reinterpreta en clave de cumplimiento. La ira divina llega a sus últimas consecuencias. Pero Dios pide con urgencia una respuesta positiva de adoración. Así lo reconocen en el cielo, donde es alabado como santo y poderoso, como el «defensor» que escucha el clamor de la sangre de sus elegidos.
A pesar de tanta calamidad, de la extrema gravedad de las plagas, los seres humanos, tan recalcitrantes, no se convierten de sus fechorías ni reconocen la grandeza de Dios. Al contrario, en el colmo de su iniquidad, lo maldicen. Nos topamos de bruces con el misterio de la iniquidad. En la sexta copa se observa que el castigo señalado no consiste en la irrupción de ranas como acontecía en el Éxodo (7,26-29), sino en el secamiento del río Éufrates. Con la aridez de este río se abre repentina y peligrosamente una calzada expedita para la invasión de los temidos reyes de oriente. Se avecina la destrucción, que nadie puede ya impedir.
De la boca –insistentemente señalada– de cada uno de los componentes de la tríada demoníaca, salen tres espíritus inmundos. Su presencia y acción es la antítesis a la ejecutada por los tres ángeles ya reseñados (14,6-20). Tienen la misión de hacer señales y congregar a los reyes para la gran batalla. Son instrumentos de tinieblas y actúan de forma clandestina y viscosa (como sapos). Ya el Nuevo Testamento había advertido con palabras de Jesús (cfr. Mc 13,22) y de Pablo (cfr. 2 Tes 2,8s; 1 Tim 4,1-2) sobre el peligro de estos pseudos-profetas y sus falsas señales de captación.
El mismo Señor refuerza la exhortación a la vigilancia, avisando que viene repentinamente como un ladrón. Hay que estar alerta y conservar con decoro las vestiduras de la dignidad cristiana, a saber, configurarse con el Señor. Igual que el séptimo sello iniciaba un nuevo desarrollo en la gran visión del Apocalipsis (8,1-5), así también la séptima copa inaugura el despliegue de la sección que describe el desenlace final de la historia: 16,17–22,5. El derramamiento de la última copa provoca una serie de fenómenos naturales que conmueven el cosmos: truenos, relámpagos y temblores (8,5); las ciudades se cuartean y desaparecen. Una plaga de granizo se abate sobre la tierra. El paisaje descrito es desolador. A pesar de tan vasto castigo, la impenitencia de la gente se manifiesta aún más pertinaz; no se convierten, sino que continúan en su obstinada obcecación maldiciendo a Dios.
17,1-18 El juicio de la gran prostituta. Un ángel muestra a Juan la extraña presencia de una prostituta. Esta cortesana, por la abundancia de sus fornicaciones, es calificada como «grande». La prostitución significa en la Biblia la idolatría del pueblo. Ha sido infiel a la alianza y ha adulterado contra Dios (cfr. Nah 3,4; Is 23,16). El Espíritu Santo hace posible la visión de este espectáculo onírico del mal, encarnado en una mujer. También, más adelante, capacitará a Juan para contemplar la esposa del Cordero, la nueva Jerusalén (21,10). Es siempre el Espíritu quien con su fuerza inspiradora promueve a Juan para la honda comprensión de la historia.
El símbolo de la mujer se descompone en una serie de elementos visuales. La gran prostituta se convierte en fiera, y ésta en la gran ciudad. Tenemos, pues, tres emblemas fundamentales: la prostituta, la fiera, la ciudad. Se trata, en definitiva, de la hostilidad demoníaca contra Dios y la Iglesia, que por su enorme ferocidad asume acepciones agresivas diversas, mostrando así la espiral de su vitalidad incesante.
La más honda realidad de la prostituta, su perversión, se descubre cuando es puesta en parangón con la esposa del Cordero. Preciso es no extraviarse en un laberinto de extraños símbolos. Veamos cómo el Apocalipsis ha conseguido describir con la fuerza del paralelismo literario dos figuras antagónicas: la santidad y el pecado, la Iglesia y la idolatría. La prostituta lleva en su mano una copa de oro; ya sabemos que el oro es el color/metal de la liturgia (1,12; 2,1; 15,6.7), pero ella profana ese uso divino, pues su cáliz dorado está lleno de la impureza de sus fornicaciones. Va vestida de un lujo ostentoso, de púrpura y escarlata. En cambio, la esposa viste de lino brillante y puro; y este vestido no significa sino las obras justas de los santos (19,8). La gran prostituta aparece grotescamente borracha, embriagada de la sangre de los mártires. La Iglesia es la esposa del Cordero degollado. Con su sangre derramada Cristo, el Cordero, la rescata y la adquiere para sí (5,6.9.12; 13,8). La aparición de la prostituta llena de asombro a Juan. El «ángel intérprete» no explica el símbolo de la mujer, sino el de la fiera: «existió pero ya no existe» (8). Con esta entrecortada expresión –que se encuentra de manera repetida en nuestro pasaje– se indica la debilidad temporal de este poder corrosivo. Aunque el mal siga encarnándose en sucesivos personajes y acontecimientos, al final serán destruidos. Sólo Dios posee el dominio y la eternidad; Él se erige verdaderamente en «el que es, el que era y que será» (1,4).
Se habla sucesivamente de siete colinas y de siete reyes. Obvia alusión a las siete colinas de Roma y a sus siete emperadores: Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Vespasiano y Tito; el octavo, Domiciano, de quien se dice que es uno de los siete, es como un nuevo Nerón que persiguió a los cristianos con gran crueldad. El autor escribe en tiempos de Domiciano, pero aparenta vivir en tiempos de Vespasiano, el sexto emperador; así puede anunciar la brevedad del reinado de Tito –solo dos años– y dar más credibilidad a sus predicciones. Algo semejante hizo el autor del libro de Daniel aparentando vivir durante la cautividad de Babilonia.
También puede verse en la cifra siete el «totalitarismo» del imperio que se opone a Dios y la índole frágil de este imperio, que marcha irremediablemente hacia su perdición. Cuando venga el octavo –que aún está por venir–, durará poco. Comienza el inicio del fin.
Los versículos 12-17 narran un combate entre los diez reyes, emisarios de la fiera, es decir, todo el poder anticristiano de la historia. Pero no se describe la contienda, sino que se certifica la consecución de una victoria. Vence el Cordero, porque sólo Él es «Rey de reyes y Señor de señores». Con semejante título Jesucristo asume funciones divinas, las propias de Dios en el Antiguo Testamento (cfr. Dt 10,17; Dn 2,47). La victoria posee también un carácter reivindicativo y anti-imperial; pues el emperador Domiciano era aclamado como «dominus et deus noster», es decir, «nuestro dios y señor». Sólo Jesucristo es para los creyentes el verdadero césar y emperador.
La presentación de este drama simbólico, un tanto enmarañado, pretende conducir a una profunda actitud sapiencial. Debe discernir el lector y la comunidad cristiana en cada momento quién asume en la historia estas exigencias de absoluto poder, propias de Dios y quién combate contra la Iglesia.
18,1–19,4 Caída de Babilonia. El anuncio de la caída de Roma y del final de las persecuciones está narrado en sentido épico. El autor canta la caída de Roma con una lamentación parecida a la que se usaban en las tragedias griegas de la antigüedad. Los amigos de Roma, reyes, príncipes, comerciantes, pilotos, navegantes y marineros, cada cual a su turno, pronuncia una estrofa de lamentación. La presencia de los marineros acentúa el dramatismo (cfr. Ez 27,30s). Repiten un grito idolátrico, muestra de la ambición con que la gran ciudad ha pretendido usurpar la gloria a Dios: «¿quién como la gran ciudad?». No acaban de dar crédito a la catástrofe que están presenciando y, en un gesto de total desesperación, se echan polvo de duelo sobre sus cabezas.
En manifiesto contraste, se invita a la alegría de los cristianos, congregados en tres grupos (como en 12,12 y en paralelismo con los grupos satélites de la gran ciudad). Mas no es la ruina de Babilonia lo que se debe celebrar (¿para qué cebarse en el sufrimiento ajeno?). Se festeja el definitivo restablecimiento de la justicia divina. La bien detallada enumeración de desgracias se inspira en los profetas (cfr. Ez 27; Jr 25,10). Se acaba todo cuanto significa gozo, esperanza de vida, música. Sólo queda lamento, tristeza de muerte. Hay que notar el gran contraste con la nueva Jerusalén. Aquí sí arderá la lámpara del Cordero (21,22) y se oirá la voz del esposo y de la esposa (22,17).
Se reseña al final, como una grave recapitulación, su horrendo crimen: haber dado muerte inicuamente a los profetas y a los santos, a tantos hombres y mujeres anónimos que han sido «degollados» como el Cordero degollado (5,6). Nótese la semejanza terminológica y la denuncia, pretendidas por nuestro libro.
Esta ciudad representa, en primer lugar, a Roma, la capital del imperio. Pero el símbolo del Apocalipsis se refiere a toda ciudad idólatra y autosuficiente, es decir, la que crea en su interior un sistema cerrado para unos pocos, hecho de consumo desenfrenado, desatento hacia los pobres y oprimidos, y en donde ni la vida humana se respeta.
19,5-10 La boda del Cordero. Desde el cielo, los rescatados siguen la suerte de los cristianos. Existe estrecha comunión entre el cielo y la tierra. La Iglesia celeste celebra ahora el triunfo sobre la gran Babilonia, pormenorizadamente detallado en el capítulo anterior. La inmensa muchedumbre, compuesta por ángeles (5,11; 7,11) y cristianos ya vencedores (7,9.10; 12,10), alaba a Dios. Tiene tres poderosos motivos. Dios ha juzgado con rectitud (15,3; 16,7), ha condenado a la gran prostituta (17,1-2.4; 18,9) y ha vengado la sangre de sus mártires que con tanta vehemencia le suplicaban (6,10). Una voz que sale del trono exhorta al reconocimiento de Dios. Se invita a los santos y, en enumeración polar, a los pequeños y los grandes. Toda la humanidad, pues, sin exclusión de nadie, está convocada a la alabanza ecuménica de «nuestro Dios».
La alegría invade el cielo y la tierra («¡Aleluya!»). Dios ya ha establecido su reinado y han llegado las bodas de Cristo con su Iglesia. Viene la plenitud del gozo. El poder del amor de Cristo triunfa sobre el mal de este mundo. Estas palabras resultan tan sublimes que Juan cae de rodillas, anonadado y reverente. Pero no un ángel, sino el mismo Dios es el garante de tanto gozo y esperanza para los cristianos. Él solo debe ser adorado. La expresión es breve pero reviste enorme importancia para la vida apostólica de la Iglesia. Jesucristo sigue dando hoy su testimonio (Él es el único «testigo fiel» 1,5) ante el mundo mediante la presencia de sus profetas cristianos, que el Espíritu santo inspira y fortalece.
19,11-21 El jinete victorioso. En este denso relato (11-21), donde cada frase suena a reclamo profético del Antiguo Testamento, se enuncia la definitiva victoria de Jesucristo. En dicho triunfo colaboran también los cristianos. Se asiste, pues, a la clamorosa victoria de nuestro Señor con la Iglesia sobre las fuerzas del mal. Aquel caballo blanco que apareció fugazmente en la apertura del primer sello (6,2), muestra ahora todo su esplendor. Se dijo entonces que salió como «vencedor» y para «seguir venciendo». Ahora ha llegado el momento de su victoria final. Conocemos ya su jinete: Jesucristo es quien lo monta; quien aparece adornado con multitud de símbolos que insisten en su carácter divino. Su verdadero nombre es la Palabra de Dios. Su manto, empapado en sangre, recuerda la profecía de Isaías (cfr. Is 63,3) y es alusión a su muerte cruenta, por la cual ha conseguido la victoria. El Señor es confesado por la comunidad cristiana como el Cordero degollado y victorioso (5,6.9.12). Pero el jinete vencedor, que es nuestro Señor, no cabalga solo. Le acompañan otros jinetes: los cristianos fieles hasta el final. Van vestidos de blanco, es decir, han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, han muerto y resucitado con Él (7,10). Se subraya de nuevo el carácter divino de Jesucristo, pues porta un título que sólo a Dios se tributa: Rey de reyes y Señor de señores. Es, además, título imperial.
El combate es dado ya por concluido con un veredicto de victoria. Un ángel lo proclama con un grito que recuerda oráculos proféticos (cfr. Ez 39,4s). Las dos fieras, engendros del gran dragón, son arrojadas al estanque de fuego y azufre. Tal precipitación significa su destrucción completa. Todos los demás autores de muerte también fueron aniquilados. La victoria de nuestro Señor y de los suyos consigue el triunfo inapelable del bien sobre el mal.
Importa ver –conforme avanza la lectura del libro– la progresión en la destrucción inexorable del mal. Tras la caída del imperio del mal, simbolizado en la gran prostituta (17,1-18), de la gran Babilonia (18,1–19,4) y de las dos fieras (20), ahora se asiste a la aniquilación del enemigo número uno: el gran dragón. Éste es designado con sus apelativos más conocidos en la Biblia: la serpiente primitiva, el Diablo y Satanás.
20,1-10 El gran milenio. Se menciona con frecuencia (2.3.4.5) la expresión de «mil años», una cifra que ha creado a lo largo de los siglos muchas e innecesarias elucubraciones y que ha dado lugar al célebre milenarismo, condenado repetidas veces por la Iglesia. Se ha pensado en un periodo de bienestar rebosante en la humanidad. Incluso en la unión plena entre Iglesia y estado… «Mil años», en la intención de Juan, es una cifra simbólica, es «el tiempo de Dios» (cfr. 2 Pe 3,8). Indica nuestra época presente inaugurada por la muerte y resurrección de Jesucristo, marcada definitivamente por su victoria sobre el Diablo. Una victoria sobre las fuerzas del mal aún presentes que se va realizando día a día hasta la segunda venida del Señor que marcará el final de los tiempos.
Conforme a la visión de Daniel (cfr. Dn 7), aparecen unos tronos y sobre ellos unos personajes sentados. Son los mártires que no han sucumbido ante las acometidas del dragón y de sus engendros bestiales. Se presentan como jueces y reyes. Ser vencedor con Jesucristo significa poder participar de su realeza, sacerdocio y juicio (1,9; 2,26s; 3,21; 12,11).
Llega el ataque final, personificado en Gog y Magog (cfr. Ez 38), proverbial símbolo de todas las potencias hostiles al pueblo de Dios. La invasión se extiende sobre la «anchura de la tierra» (cfr. Hab 1,6), mostrando la magnitud del combate. Con símbolos extraídos de la tradición bíblica se describe el último asalto contra la Iglesia. Por fin, es destruido el Diablo, el gran instigador y padre de la mentira, el origen de todo mal en la historia, quien ha deshumanizado a la humanidad y perseguido a la Iglesia. Es arrojado por la fuerza suprema de Dios al foso de fuego y azufre. El Apocalipsis añade que también allí se encuentran sus engendros: la primera fiera y la segunda fiera, o falso profeta. Los tres, la «tríada diabólica», la antítesis de la Trinidad Santa, serán torturados en una duración sin límite («día y noche», «por los siglos de los siglos»). Con la mención de su extremo tormento, se ha acabado por fin el gran tormento de la humanidad, y se prepara el nacimiento de un nuevo mundo.
20,11-15 El juicio. Sorprende la sobriedad en la descripción del último juicio, en contraste con las prolijas e incluso aterradoras visiones de los libros apocalípticos judíos y sus ecos en algunos pasajes del Nuevo Testamento (recuérdese 1 Cor 15,22). Toda la secuencia es breve, y se inspira discretamente en Dn 7. Aparece un gran trono blanco. No se dice nada de Dios; pero nosotros, lectores del Apocalipsis, sabemos que Dios lo ocupa, pues sólo Él está «sentado en el trono» (4,2.9; 5,1.7). Dios es juez. No se menciona a Jesucristo, que ya intervino como juez en la cosecha y vendimia de la tierra (14,14-20).
Hay una comparecencia generalizada. Todos están de pie delante del trono para ser juzgados. Es un juicio universal. Existía una antigua tradición judía sobre los libros. Había un libro de «cuentas» donde se registraban las acciones de los hombres (cfr. Dn 7,10). También se menciona el libro de la vida (cfr. Éx 32,32; Sal 70,29; Flp 4,3). Ambos aparecen como el anverso y reverso de una suerte final. Cada uno es juzgado conforme a la letra o sentencia que ha ido escribiendo en el libro con las obras de su vida. Finalmente, la muerte como personificación del mal o negación de la vida, trágico destino de la historia, es aniquilada. También el infierno, el lugar de la muerte. Desaparece ya todo ámbito del mal y la infeliz fatalidad de los hombres.
La narración del juicio acaba con la mención del libro de la vida. En el Apocalipsis sólo hay un libro: «El libro de la vida del Cordero degollado» (3,5; 21,27). La comunidad cristiana sabe por la lectura creyente del libro que el Cordero ha sido sacrificado para reunir un pueblo inmenso de toda tribu y nación (5,9). Su sangre nos purifica y nos salva. El amor y la misericordia de Dios triunfan definitivamente sobre todas nuestras miserias y pecados.
Desaparecidos ya todo origen y huella de mal (el gran dragón, la primera y segunda fiera, la gran prostituta, la gran Babilonia, la muerte y el infierno) –también desaparece el mar, símbolo de la hostilidad–; ya nada impide la irrupción de la renovación ansiada.
21,1-8 Cielo nuevo y tierra nueva. Un cielo nuevo y una tierra nueva (cfr. Is 65,17; 66,2) se ofrecen como el espacio luminoso para acoger la presencia de la nueva Jerusalén. La nueva Jerusalén representa la culminación del libro del Apocalipsis, como asimismo de toda la revelación bíblica. Es geografía, concentración de la historia milenaria de Israel, y, sobre todo, la suprema aspiración de la humanidad creyente: bendición de Dios para colmar de dicha –como una esposa– el corazón del esposo. Se insiste en la absoluta gratuidad del regalo divino. Por fin, Dios establece su morada, de manera permanente. No es una frágil tienda, no es un templo de piedra, sino su presencia viva y estable (shekiná) en medio de los hombres. Dios instaura una alianza universal.
El lector del Apocalipsis se puede sorprenderse ante la atrevida originalidad de lo que está leyendo. Se ha terminado ya todo particularismo. Dios no se fija en un solo pueblo o etnia o religión restringida, sino que inaugura una alianza con «los pueblos», hace una alianza de salvación universal. Se acaban ya todo tipo de penalidades. Dios seca con el pañuelo de su misericordia el copioso llanto de los ojos que sufren. El texto del Apocalipsis corrige con su delicadeza a Isaías 25,6-8. Se consuma la victoria de Jesucristo sobre aquellos caballos desbocados y las plagas. La muerte y su lúgubre cortejo desaparecen para siempre.
Dios es contemplado en su gesto primero y último: como creador en acto. Así lo reconocía la Iglesia celeste (4,11). Así se revela al final del libro (21,5). Dios crea y recrea siempre un mundo nuevo. Y esa novedad absoluta se llama Jesucristo. Se insiste en la completa gratuidad de la vida desbordante que Dios concede (6b). El adverbio –«gratis»– está colocado en posición enfática. Dios es el que da (sujeto donante) y da de balde (con extrema liberalidad). Al cristiano fiel o «vencedor» le concede la suprema gracia: ser hijo de Dios. La formulación es típica de la alianza, y posee carácter mesiánico-regio: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (cfr. 2 Sam 7,14). No pretende el Apocalipsis atemorizar a nadie con la mención de mayores castigos, sino que, con una intención parenética, anima a todo cristiano a que, dejando el lastre del pecado, las «obras de la carne» –cuya conocida enumeración presenta–, pueda entrar con entera libertad en la ciudad de la nueva Jerusalén.
21,9–22,5 La nueva Jerusalén. Desde un alto monte (antítesis de aquel desierto en que contempló a la gran prostituta: 17,3), Juan, el vidente, con la fuerza del Espíritu, tiene acceso a una maravillosa visión profética: una nueva ciudad, una esposa resplandeciente. Hay una mutua transformación. La esposa se cambia en ciudad y ésta se muda en esposa. Léase, en idéntica relación, la secuencia de estos pasajes proféticos en Is 54; 60; Ez 40; 48. Uno y otro simbolismo poseen un sentido esclarecedor. La Iglesia como esposa se refiere a la consagración personal-bautismal de cada cristiano a Dios. La Iglesia como ciudad alude a la convivencia, la mutua solidaridad, que nos reúne a todos los hermanos creyentes.
La gloria de Dios, es decir, la presencia de su majestad, habita y está dentro de la ciudad; la convierte en una gema preciosísima, como el jaspe o diamante. La ciudad entera brilla con el resplandor de Dios. Las metáforas alusivas a la luz, muestran la exhuberancia de vida que Dios, «luz de luz», ha derrochado con profusión en la ciudad.
Comienza ahora la descripción prolija de los elementos arquitectónicos de la ciudad. Tiene una muralla alta y elevada; es, por tanto, una ciudad pertrechada y bien protegida. Sorprende la cantidad excesiva de puertas, con las que se insiste en su universalidad: la nueva Jerusalén es una ciudad abierta. Por sus puertas siempre francas deben entrar todos los pueblos y naciones.
La ciudad está cimentada por los doce apóstoles del Cordero: la fe en Cristo, el testimonio y/o el martirio constituyen su firme fundamento (cfr. Mt 16,8). Esta ciudad continúa con la mejor tradición del pueblo de Dios; pues en sus almenas están grabados los nombres de las tribus de Israel. El Antiguo Testamento culmina en la Iglesia apostólica del Nuevo Testamento.
Se ofrecen ahora unos extraños datos relativos a sus medidas. No conviene que la imaginación vuele sin control tras la búsqueda de remotas ciudades o altas torres. Las medidas de la nueva Jerusalén son simbólicas, no siguen un metro material. Nos atenemos con rigor a las referencias iluminadoras de la Biblia. La ciudad, descrita por el Apocalipsis, tiene forma de cubo. El Santo de los santos tenía asimismo forma cúbica (cfr. 1 Re 6,20). Significa que la nueva Jerusalén es toda ella santuario, ciudad santa y sacerdotal, en donde Dios permanentemente habita.
Cada uno de los doce cimientos es una perla preciosa. Mucho se ha especulado sobre su origen y sentido. Una atenta lectura bíblica nos da la clave interpretativa. Las doce piedras preciosas colgaban del pectoral del sumo sacerdote (cfr. Éx 28,17-20; 39,10-12); han sido ampliamente comentadas y magnificadas por la tradición judía (Flavio Josefo). Pero estas piedras preciosas no reposan ya en el pecho del sumo sacerdote, sino que configuran los cimientos de la ciudad. Quiere decirse que la nueva Jerusalén es una ciudad sacerdotal, toda ella cimentada en Dios y consagrada a su adoración.
¡La ciudad no tiene santuario! La frase es casi una provocación. ¿Cómo es posible que en la nueva Jerusalén no exista templo, a imagen de la Jerusalén de aquí abajo? La realidad nueva ha cambiado totalmente. Al escándalo inicial sucede la explicación esclarecedora. El Señor Dios y el Cordero son su santuario. Dios no aparece ya como objeto de culto, sino como lugar de culto. No se trata ya de una ciudad que tiene un templo, sino de un templo que se ha convertido en ciudad. Y es Cristo, muerto y resucitado, el lugar del encuentro permanente entre Dios y el ser humano.
La nueva Jerusalén, resplandeciente por la luz de Dios, se convierte en meta o alto faro para toda la humanidad. Se subraya de nuevo la vocación universal de la Iglesia. Se cumple la vieja profecía de la peregrinación de todas las naciones (cfr. Is 60,3.5.7). Los pueblos acuden en busca de luz; mas la Iglesia no es luz, sino lámpara (cfr. Jn 5,34-36). No debe erigirse fatuamente en la fuente de luz, ni tampoco debe esconderla debajo de un cacharro. Su misión es ofrecer a todos los hombres la única luz que dentro de ella brilla, a saber, la presencia viva de Dios. Su misión es ser sacramento de salvación universal.
Con el inicio del capítulo 22, se pasa ahora del registro simbólico de la ciudad al del paraíso. En estos primeros cinco versículos se expresa un anhelo, presente en todas las religiones y al que cada una de ellas ha dado un nombre: el Edén soñado. Es la búsqueda de los orígenes perdidos, la nostalgia de la paz divina con toda la creación renovada. La descripción del Apocalipsis no resulta extravagante ni se desborda como otras literaturas afines; mantiene una intensidad retenida, de continuas remembranzas bíblicas. La nueva Jerusalén extiende su contagio a la humanidad y a la naturaleza. No se trata, sin embargo, de un retorno a aquel jardín lejano del Génesis, pues la historia ya no puede repetirse, sino de un paraíso nuevo. Es la comunión perfecta, sin sombras de pecado, anudada entre Dios y la humanidad: la armonía cósmica. La historia de la salvación llega a su plena culminación feliz.
Se muestra la presencia de Dios-Trinidad, dador de vida. Así lo ha mostrado el libro, al principio y final de su lectura (1,4-6; 22,1-3). Ahora Dios y el Cordero son los ocupantes simultáneos del mismo trono. Con esta atrevida hipérbole se indica la comunión perfecta en el Padre y el Hijo; ambos comparten la divinidad y son fuente de vida para toda la humanidad. El Espíritu es contemplado en ese río impetuoso que brota del trono; sólo Él hace posible la fecundidad para toda la Iglesia.
Esta imagen fluvial se inspira en aquel río que regaba el primer jardín (cfr. Gn 2,10) y, sobre todo, en la visión del profeta Ezequiel quien ve manar del Templo agua que pronto se convierte en río creciente, a cuya ribera brota una feraz arboleda, y cuyas aguas dan vida (cfr. Ez 47,1-12). El Apocalipsis crea las expresiones «agua de vida» y «árbol de vida». Insiste en la fecundidad sin mengua de esta vida y en su alcance universal, pues las hojas del árbol de vida sirven para la sanación de las naciones.
¡Feliz promesa! Ya no existirá ninguna condenación ni anatema, como aquella desdichada maldición que empañó las relaciones entre Adán, Eva, los animales y la naturaleza (cfr. Gn 3,16-22). Ya nada podrá enturbiar la transparente coexistencia de la humanidad con Dios. Los creyentes podrán, al fin, realizar su más profundo sueño: ver el rostro de Dios. Lo que anheló Moisés (cfr. Éx 33,20); el deseo ardiente del salmista (cfr. Sal 17,15; 42,3)… ahora se cumple verdaderamente. Los creyentes portan el Nombre de Dios escrito en sus frentes. Dios se convierte ya en el horizonte indeclinable de sus vidas: su destino glorioso, su gozo más íntimo.
La luz de Dios es tan poderosa que ante su fulgor palidecen las luces astrales (sol y luna) y las lámparas del culto. El simbolismo de esta luz misteriosa muestra la vida divina que envuelve gloriosamente a toda la humanidad. Es sobreabundancia de vida, inmarchitable, para siempre.
22,6-21 Venida de Cristo. Este epílogo forma inclusión con el prólogo inicial (1,4-8). Ambos están configurados como diálogos litúrgicos. Intervienen el autor del libro, el ángel, Jesucristo y la asamblea cristiana. Pero este diálogo no es sólo un bien logrado artificio literario o vestigio de una antigua liturgia. Ha sido escrito para que todo cristiano o comunidad tenga acceso a él y participe de su riqueza cristológica cada vez que lea y escuche con fe «las palabras de profecía de este libro». Toda la revelación que anteriormente se ha mostrado, resulta tan inaudita e increíblemente consoladora que es preciso una autoridad divina que la garantice. Por eso, la formulación: «éstas palabras son verdaderas y fidedignas» confirma que su contenido íntegro se apoya en la verdad divina. Dios mismo es el que inspira a los profetas, entre los que se encuentra el autor del Apocalipsis.
Jesús mismo se presenta adornado con dos símbolos bíblicos. Como «retoño y descendencia de David», recapitula la vieja historia de las promesas anunciadas al rey, modelo de reyes en Israel. Como «astro brillante de la mañana», asume ser el nuevo Mesías y el Rey. Jesús ha nacido, victoriosamente, surgiendo de la noche de la muerte en la mañana de pascua. Ahora, ya vivo y resucitado, ilumina con la luz de su vida a toda la humanidad.
El Espíritu y la esposa proclaman una voz compartida, al unísono, como una «sinfonía». El Espíritu nunca ha dejado de animar a la Iglesia para que su amor por Cristo no decaiga, sino que se acreciente. Así como con un grito de amor se abría la Biblia –«esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos» (Gn 2,23)–; así se cierra el último libro de la revelación. Es el grito de la Iglesia, sostenida por su instinto más profundo, el Espíritu Santo. La Iglesia ansía la venida de Cristo, su Esposo y Señor. Repite con incesante vehemencia la primitiva oración cristiana del «Maranatá» (cfr. 1 Cor 16,22).
Se formula una petición para que todo cristiano, que escucha estas palabras del Apocalipsis, se acerque y personalmente venga a tomar parte y recibir gratis el don de la vida divina que se celebra. El diálogo litúrgico no es neutro, sino abierto y participativo. Es fórmula de canonización del libro, que, como escrito inspirado y alimento de fe para la Iglesia, debe permanecer ya inalterado e intocable.
La venida del Señor constituye el motivo central que organiza el diálogo litúrgico. Jesús anuncia su pronta venida (7.12). Esta iniciativa del Señor prende y encuentra eco en la asamblea cristiana, que, animada por el Espíritu, suplica la llegada del Señor (17). Jesús responde afirmativamente al anhelo de la comunidad: «Sí, vengo pronto» (20a), y ésta afirma con más ardor su venida, proclamando «Amén», y renueva otra vez su anhelo, insistiendo: «¡Ven, Señor Jesús» (20b). De esta manera, la Iglesia va alimentando su esperanza, y experimentando que el Señor viene, intensamente en la celebración de sus misterios, con una presencia cada vez más creciente hasta que se haga del todo plena.