Colosas. Era una pequeña ciudad de Frigia, en la provincia romana de Asia, situada a unos 200 km. al este de Éfeso y habitada por pobladores autóctonos, colonos griegos y judíos de la diáspora. Por lo que dice la carta, Colosas no fue evangelizada por Pablo, sino por Epafras, un discípulo suyo (1,7; 4,12s).
Autor, lugar y fecha de composición de la carta. La carta plantea dos problemas serios y bastante discutidos: ¿Quién la escribió? Y, ¿quiénes son los maestros de errores que se menciona en ella?
Sobre la primera pregunta, los biblistas no se ponen de acuerdo pues todos tienen buenas razones para afirmar o negar la autoría de Pablo. Sobre la segunda, se puede afirmar que son maestros de corte gnóstico, devotos de misterios y sincretistas.
A favor de la autoría de Pablo figurarían, entre otras razones, la coincidencia de nombres y situación en que fue escrita la carta a Filemón y la coherencia con muchas enseñanzas auténticas del Apóstol. En contra, la abundancia de un vocabulario peculiar; el estilo torpe; la falta de conceptos paulinos fundamentales, como fe, ley, justicia, salvación, revelación; y sobre todo, una cristología más avanzada, de signo cósmico, y una eclesiología institucionalizada afín a las cartas pastorales.
Si el autor es Pablo, la carta habría sido escrita en Éfeso, a finales de los años 50 o principios de los 60. Si el que la escribe es un discípulo de la siguiente generación que imita hábilmente la impostación epistolar para abordar con autoridad prestada un problema nuevo, la fecha de composición sería más tardía, hacia el año 80.
Los maestros de errores. Es difícil trazar el perfil de éstos porque reúnen rasgos heterogéneos. La carta alude a ellos y a sus doctrinas en negativo, es decir, refutándolos. De todas formas, y de modo general, habría que hablar de un movimiento sincretista influido por especulaciones religiosas venidas del Cercano Oriente, que se infiltró tanto en el paganismo griego como en el judaísmo.
En las religiones paganas sustituyó las creencias ya desacreditadas sobre los dioses por elementos y potencias cósmicas, convertidas, a su vez, en dioses a los que se tributaba culto en fiestas, rituales y celebraciones. En el judaísmo, muchos adoptaron y acomodaron esta corriente religioso-filosófica a las fiestas y celebraciones judías, dando como resultado un protagonismo excesivo a ángeles y potestades que personificaban tales potencias y elementos cósmicos, y que influían decisivamente sobre el destino de los seres humanos.
En resumidas cuentas, ese universo gnóstico, esotérico y seudo religioso –algo así como la «Nueva Era» que tanto fascina a nuestro mundo de hoy– estaba también amenazando a las comunidades cristianas expuestas al ambiente que las envolvía, como era el caso de la Iglesia de Colosas. El autor de la carta da tres avisos: que nadie los engañe, que nadie los juzgue, que nadie los condene (2,4.8.16.18).
Contenido de la carta. Frente a todas esas influencias, el autor afirma y desarrolla la centralidad de Jesucristo, no en categorías jurídicas de justicia y liberación, ley y fe, sino en la visión de un Señor de todo lo creado, que incorpora a hombres y mujeres de toda raza o nación a su muerte y resurrección, y que es cabeza de la Iglesia, su cuerpo y sacramento de esta salvación universal. Él es el vencedor de todos los poderes cósmicos o históricos que pretenden señorear el mundo. Él no es «uno de tantos» mediadores a través de los cuales Dios dispensa su poder salvífico, sino el único y definitivo Salvador.
No estaban en juego cuestiones doctrinales abstractas, desligadas de la praxis de cada día, sino todo lo contrario. La carta es, en primer lugar, un alegato a favor de la salvación que Cristo nos ha traído y que nos libera de los temores y las angustias de un universo falsamente sacralizado y misterioso que escapa a nuestra comprensión; y al mismo tiempo, una palabra de aliento y de esperanza para no dejarse embaucar y poder así hacer frente, con nuestro testimonio cristiano, a todas las hegemonías políticas, económicas o religiosas que tratan de imponer su señorío sobre el mundo con falsos mesianismos.
1,1-8 Saludo y acción de gracias. El comienzo de la carta es ya conocido: saludo, acción de gracias y petición. El remitente se presenta con toda la autoridad apostólica que le ha conferido Dios Padre, con la que quiere confirmar a sus destinatarios, a quienes no conoce personalmente, en su fidelidad al Evangelio que han recibido por medio de «Epafras, mi querido compañero, fiel ministro de Cristo» (7). El mismo Dios Padre es el que por medio de su apóstol saluda a los cristianos de Colosas con el don de la gracia y de la paz (2).
La acción de gracias expresa la satisfacción personal del Apóstol por el dinamismo cristiano que vive la comunidad y que se manifiesta en la fe que tienen en Cristo y en el amor mutuo que se profesan los unos a los otros. La esperanza de la vida «que les está reservada en el cielo» (5) es la que sostiene esa fe y la que da frutos de amor. Es un futuro que ya se está haciendo realidad en el presente de la vida concreta y diaria de la comunidad.
Todo el mensaje evangélico de Pablo apunta a ese futuro de gloria que nos espera, pero nunca como una huida del compromiso de transformar la sociedad en que vivimos, sino todo lo contrario: como fuerza liberadora que se concreta en la sociedad alternativa que debe establecer ya, aquí y ahora, la comunidad de los que creen en Jesús.
Finalmente, apuntando al tema que va a tratar en la carta, el Apóstol dice que todo lo anterior ha sido posible porque recibieron el «mensaje verdadero de la Buena Noticia» (5). Y es esta verdad del Evangelio la que Pablo va a defender contra las influencias sincretistas y otras doctrinas erróneas, que se estaban infiltrando en la comunidad y ponían en peligro la fidelidad a la Palabra de Dios que habían recibido.
1,9-14 Oración por los colosenses. Es la práctica cristiana clara y consecuente, el objeto de la oración incesante de Pablo por sus cristianos de Colosas. Para ellos implora la sabiduría y el sentido de las cosas espirituales (9), dones del Espíritu que llevará a la comunidad a conocer a Dios personalmente y a discernir su voluntad, «agradándole en todo, dando frutos de buenas obras» (10). La tarea no es fácil, por eso continúa pidiendo a Dios que les conceda la resistencia activa y el aguante que les capacite para la lucha diaria de extender el reino de Dios (11). Por último, les invita a dar gracias al Padre que «los hizo entrar al reino de su Hijo querido» (13), que es «reino de la luz» (12), después de haber sido arrancados «del poder de las tinieblas» (13), es decir, de la vida de pecado que llevaban antes (cfr. Ef 1,7).
Tinieblas, para la mentalidad hebrea, no es simple ignorancia u oscuridad mental, sino que significa la muerte. Su opuesto, la luz, es la vida (cfr. Jn 8,12; 11,9). Y no se trata solamente de muerte y vida futuras, sino también de realidades presentes que luchan y se oponen en el mundo que vivimos. El hambre, la violencia, la injusticia, la opresión de los débiles, la destrucción del planeta son realidades de muerte. La solidaridad, la justicia, la equitativa distribución de los bienes de la tierra son las realidades de vida que el reino de Dios ya va haciendo presente entre nosotros.
1,15-23 Cristo, salvador y primogénito de toda la creación. Para dejar clara la verdad del Evangelio, Pablo recoge y adapta un himno litúrgico de las comunidades cristianas de entonces, y presenta en toda su grandiosidad a la persona de Cristo, Creador y Salvador, centro y clave del universo y de la historia humana. Aunque el punto de partida de toda la predicación del Apóstol es el «acontecimiento histórico salvador» de Cristo –su muerte y resurrección–, este acontecimiento no ha sido una decisión sobre la marcha, como si a Dios se le estuviera escapando el mundo de las manos a causa del pecado y hubiera tenido que recurrir al envío de su Hijo para arreglar las cosas, como un recurso improvisado de última hora.
Para el Apóstol, como para todo el pensamiento religioso bíblico, creación y salvación son inseparables. Y así, Pablo contempla a Cristo, muerto y resucitado, al principio de todo, como el verdadero protagonista del acto creador de Dios: «todo fue creado por él y para él» (17), como la verdadera «imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación» (15). Si todos los hombres y mujeres hemos sido creados a imagen del «Dios vivo» (cfr. Gn 1,27), es la imagen de su Hijo, el vencedor de la muerte, la que preside y abarca en su abrazo a toda la humanidad y a toda la creación salidas de las manos amorosas del Creador.
Hasta qué punto se comprometió el Hijo de Dios con sus criaturas lo expresa con el máximo realismo posible: «la sangre de la cruz» (20), resumen de toda la vida de Jesús, entregada para el perdón de nuestros pecados y que culminó en su muerte y resurrección. Y así, su acción de creador es también acción de salvador, para «reconciliar consigo todo lo que existe, restableciendo la paz… entre las criaturas de la tierra como en las del cielo» (20).
Este señorío absoluto de Cristo lo centra ahora en la comunidad cristiana, de la que dice que «Él es la cabeza del cuerpo… de la Iglesia» (18), pues a través de ella, prolongación de su cuerpo ofrecido, anuncia y proclama al universo entero la salvación y la reconciliación.
Es aquí donde radica la vocación misionera de todos los bautizados, que hace de la Iglesia el sacramento de la salvación universal. Pablo termina afirmando que todo este despliegue del poder creador, salvador, reconciliador y pacificador de Cristo ha sido posible porque «en él decidió Dios que residiera la plenitud» (19); dicho de otra manera: porque Cristo es Dios. Lo volverá a repetir más adelante: «en él reside corporalmente la plenitud de la divinidad» (2,9).
A continuación, dirigiéndose a los cristianos de Colosas, Pablo comienza a sacar las consecuencias de lo expuesto. Les ha dicho ya claramente que, aparte de Cristo, no existe otro mediador de la salvación universal, rechazando así, aunque no las mencione, algunas de las doctrinas falsas que se habían infiltrado en la comunidad y que atribuían un protagonismo salvador a otras «potestades, señoríos o espíritus» a los que antes se refirió como simples criaturas salidas del poder creador de Dios (16).
Este rechazo del Apóstol va dirigido también contra los que hoy día, en un intento de «diálogo» con las otras religiones de la tierra, atribuyen a sus «fundadores» o a sus «doctrinas» una mediación salvadora paralela a la única mediación de Cristo. Es pues, por medio de su cuerpo carnal entregado a la muerte (22) por la que los colosenses han sido reconciliados con Dios y llamados a una vida intachable. Ahora les toca mantenerse en ella porque ha comenzado la era de la «esperanza», fundada en la promesa del Evangelio. Es la paradoja de estar «cimentados y asentados» en un movimiento hacia el futuro que hace de la Iglesia un «pueblo de peregrinos», la expresión que mejor define su identidad.
1,24–2,5 Ministerio de Pablo. Esta salvación ofrecida a todos y que ya experimentan los colosenses, antes paganos y ahora reconciliados por la sangre de Cristo, es el gran «misterio escondido por siglos y generaciones y ahora revelado a sus consagrados» (1,26). Dios había prometido formalmente un Mesías para los judíos y ellos lo esperaban para sí. Pero, en el proyecto de Dios, el Mesías estaba destinado también para los paganos, es decir, para todos los hombres y las mujeres del mundo, sin distinción de religión, raza o nación. Ahora, Pablo ha sido el confidente a quien se ha comunicado el secreto, y a él le toca anunciarlo y proclamarlo, que no es otro sino «la espléndida riqueza… Cristo… esperanza de gloria» (1,27). En esto consiste su ministerio y el servicio de su misión apostólica. Y para que este proyecto de Dios se vaya cumpliendo, el Apóstol enseña, amonesta, trabaja y lucha con la energía y la eficacia que le da el poder de la Palabra de Dios que anuncia. La revelación de la que es portador no es simple información, sino la riqueza, que se regala y reparte, de la participación en la gloria de Dios.
Este trabajo misionero está marcado, sobre todo, por el sufrimiento, como corresponde a un apóstol que sigue las huellas del Crucificado. A este padecer por el Evangelio se refiere Pablo con una de esas frases geniales y paradójicas, en la que expresa su alegría al poder completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo para bien de su cuerpo que es la Iglesia» (1,24). No nos quiere decir que la acción salvadora de Cristo, su muerte y resurrección, haya sido insuficiente, necesitando así del aporte de nuestro sufrimiento, sino que, contemplando la íntima comunión que existe entre Cristo y el cristiano, ve en su propio padecer la continuación del padecimiento salvador de su Señor.
Pablo considera siempre sus penalidades misioneras como la máxima garantía de la veracidad del Evangelio que anuncia (cfr. 2 Cor 1,5; 4,8-15; 11,23-29) y como motivo de consuelo y ánimo para sus evangelizados.
Con esta intención les recuerda, ahora, lo que tuvo que luchar por ellos (2,1) y por todas sus comunidades cristianas, aunque no conozca a todas personalmente, para transmitirles el «secreto de Dios, que es Cristo» (2,2) y que encierra «todos los tesoros del saber y el conocimiento» (2,3).
2,6-19 Vida cristiana. Es justamente este conocimiento de Cristo, a quien habían recibido ya «como Señor» (6), el que está ahora amenazado por las ideologías sincretistas que se habían introducido en la comunidad.
Pablo se enfrenta con el problema exhortándoles en primer lugar a que lleven una vida de acuerdo con las enseñanzas de la fe que han recibido. Después, con un vigoroso toque de atención, les pone en guardia contra las falsas especulaciones y engaños de tradiciones humanas (8). No conocemos el contenido de las especulaciones y prácticas aludidas, pues lo que expone no coincide con la doctrina de los judaizantes ni con alguna escuela filosófica conocida. Es probable que se tratase de creencias en fuerzas cósmicas o angélicas, influencias de los astros o en poderes secretos de la mente humana que ofrecían caminos alternativos de liberación y salvación.
Un contexto sincretista parecido al que vivían los colosenses lo estamos experimentando en nuestra sociedad con la progresiva difusión de la llamada «New Age» –Nueva Era–. Hoy, como entonces, se han puesto de moda creencias esotéricas como la reencarnación, la meditación trascendental, las cartas astrales, las prácticas adivinatorias y un sin número de productos de mercadería seudo-religiosa que ofrecen salvaciones a gusto del consumidor.
El rechazo del Apóstol es total; vuelve a repetir lo que ya afirmó al comienzo de la carta: Cristo está por encima de todo, «es la cabeza de todo mando y potestad» (10). Él es la divinidad encarnada y «de él reciben ustedes su plenitud» (10). Seguidamente, les expone con una serie de imágenes hasta qué punto los creyentes encuentran en Cristo la plenitud y el sentido presente y futuro de su vidas: circuncidados en Cristo (11; cfr. Rom 2,29); sepultados por el bautismo en su muerte y resurrección (12; cfr. Rom 6,1-11); muertos por el pecado pero vivificados por el perdón (13); cancelado el documento de nuestra deuda clavado ya en la cruz (14).
En cuanto a las «fuerzas del mal» que ejercen su poder a través del pecado de los hombres y las mujeres, Pablo las contempla en la grandiosa visión de la marcha triunfal de Cristo, el vencedor –al estilo del triunfo de los emperadores romanos–, con su séquito de prisioneros subyugados (15; cfr. 2 Cor 2,14; 1 Pe 3,22).
Finalmente, arremete con energía contra los que practican mortificaciones y rituales esotéricos que satisfacen engañosamente la mente, y que la hinchan sin llenar. Esta hinchazón mental y vana se opone al crecimiento del cuerpo –la comunidad cristiana–, a través de cuya cabeza, que es Cristo (cfr. Ef 4,15s), «recibe sustento y cohesión» (19).
2,20–3,4 Nueva vida con Cristo. Estamos ante una de las más bellas descripciones de la vida cristiana que encontramos en la literatura paulina, en la que nos va a decir en qué consiste «el sustento y la cohesión» que vienen de Cristo, cabeza de la Iglesia. Primero, sin embargo, vuelve de nuevo sobre el tema que tenía fascinados a los creyentes de Colosas, es decir, a la amalgama de ridículas prácticas ascéticas, prohibiciones culinarias, ritos y creencias esotéricas a las que llama «preceptos y enseñanzas humanas» (2,22) y que se presentaban como salvaciones paralelas. La amonestación no puede ser más realista: nada de «no toques eso, no pruebes aquello, no lo toques con tus manos» (2,21), pues de todo ello ha sido ya liberado el creyente al recibir el bautismo, que ha significado una ruptura total, una muerte «a los poderes del mundo» (2,20), frase con la que el Apóstol resume semejante insensatez.
A continuación, viene a decirnos que si por el bautismo el cristiano ha muerto con Cristo, ha sido para resucitar con Él a una nueva realidad que hay que comenzar a vivirla ya, aquí y ahora, en nuestro diario caminar hacia la meta de su manifestación plena, cuando «ustedes aparecerán con él, llenos de gloria» (3,4). El haber ya muerto y resucitado con Cristo debe convertir al creyente en una persona con los pies bien plantados en la sociedad para transformarla con su compromiso y testimonio. Dicho de otra manera: es la tarea de hacer «presente» en este mundo el «futuro de la nueva humanidad» a la que Dios nos ha destinado en Cristo.
Esto es posible porque el Señor, muerto y resucitado, ha roto ya las limitaciones del espacio y del tiempo, y es el mismo que nos espera glorioso, «allá arriba», «sentado a la derecha de Dios» (3,1), de igual manera que es el mismo que nos acompaña «aquí abajo», oculto y siendo «vida de nuestra vida», mientras caminamos a su encuentro en nuestra terrena peregrinación: «su vida está escondida con Cristo en Dios» (3,3). Por eso, Pablo invita a los colosenses a que «busquen los bienes del cielo» (3,1)… «piensen en las cosas del cielo» (3,2), pero no para escaparse de las tareas de «aquí abajo», sino para que lo que aspiran y buscan se vaya haciendo realidad en un comportamiento verdaderamente cristiano.
3,5-17 La praxis cristiana. Un comportamiento verdaderamente cristiano es el resultado de una transformación radical (cfr. Ef 4,24) que afecta al creyente en su dimensión individual y social; equivale a despojarse de lo caduco y revestirse de una nueva manera de ser y de estar en el mundo. Este constante despojarse exige seriedad y compromiso, actitud a la que Pablo alude con la expresión «hagan morir en ustedes todo lo terrenal» (5), como si fueran esas partes corrompidas de nosotros mismos de las que hay que desprenderse, y que son, en primer lugar, la lujuria y la avaricia.
La idolatría del sexo y la idolatría del dinero, «los dioses» principales de la sociedad corrupta de entonces –y de la de hoy–, van siempre juntas en la lista de vicios que fustiga el Apóstol.
A continuación, arremete contra los pecados que destruyen la armonía de las relaciones mutuas: «el enojo, la pasión, la maldad… la mentira» (8s). Todo eso pertenece a la vieja condición, al hombre viejo (cfr. Rom 6,6).
Por el contrario, revestirse de la nueva condición, que es lo mismo que revestirse de Cristo (cfr. Rom 13,12.14; Gál 3,27), significa, en primer lugar, entrar en el dinamismo de una nueva creación en la que hombres y mujeres se van renovando «a imagen de su Creador» (10). Pablo se hace eco aquí de la tradición bíblica que veía en los nuevos tiempos –los tiempos escatológicos– un retorno a la paz y armonía del paraíso (cfr. Is 11,6-9). Y si ser «imagen de Dios» es lo que confiere la verdadera dignidad a todos y cada uno de los seres humanos, consecuentemente todas las barreras que dividen y discriminan deben desaparecer: ya «no tiene importancia ser griego o judío, circunciso o incircunciso, bárbaro o escita, esclavo o libre, sino que Cristo lo es todo para todos» (11).
Esta «verdadera revolución del mensaje evangélico» no es para el Apóstol un mero sueño utópico, sino que ya se está llevando a cabo gracias a una fuerza infinitamente más poderosa que todo el poder desencadenado por todas las revoluciones políticas, sociales o ideológicas que han agitado nuestro mundo dejándolo, la mayoría de las veces, peor de lo que estaba. Esta fuerza es el amor: «por encima de todo el amor, que es el broche de la perfección» (14), que penetra en el corazón del creyente por medio de la «Palabra de Cristo… con toda su riqueza» (16), a la que se refiere Juan en su evangelio con expresiones como: «en ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres… luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,4.9). Es la vida que ve Pablo en «la compasión entrañable… la mansedumbre… la paciencia» (12s) y en toda esa serie de comportamientos cristianos que recomienda a los colosenses y que dan como resultado una comunidad unida en la acción de gracias de la oración litúrgica, en la responsabilidad, el perdón y la ayuda mutua.
3,18–4,1 Deberes familiares y sociales. Estas recomendaciones familiares aparecen en muchos escritos epistolares del Nuevo Testamento, como si constituyeran un «género literario» de rigor con que cerrar las cartas (cfr. Ef 5,22–6,9; 1 Pe 2,13–3,12; 1 Tim 2,8-15; 5,3-8; Tit 2,1-10). Puede que su finalidad sea apologética, es decir, tranquilizar a los paganos que sospechaban que el cristianismo había venido a desestabilizar la armonía de las relaciones entre esposas y maridos, hijos y padres, amos y esclavos, quienes componían la «casa doméstica» o célula familiar de entonces. Son evidentemente relaciones marcadas por el «sometimiento» de las mujeres a los maridos, de los esclavos a los amos, etc., y que hoy están totalmente fuera de lugar.
Los consejos de Pablo son ambivalentes. Por una parte, es hijo de la cultura y de los prejuicios patriarcales y machistas de su tiempo, lo mismo que de la institución de la esclavitud, pero por otra, señala claramente el criterio que debe presidir todo tipo de relación doméstica: «como le agrada al Señor» (3,20), «como sirviendo al Señor» (3,23), «es a Cristo a quien sirven» (3,24), «también ustedes tienen un Señor en el cielo» (4,1). Éste es el verdadero mensaje del Apóstol que irá poco a poco destruyendo toda desigualdad y sometimiento, tanto doméstico como social, más allá de lo que él imaginaba o nosotros mismos podemos imaginar.
4,2-6 Epílogo y recopilación. Pablo, en su última exhortación práctica, señala dos temas que han venido apareciendo a lo largo de la carta y que considera los más importantes. Primero, «la perseverancia y la vigilancia», actitudes fundamentales del cristiano que sólo se consiguen con la oración constante (cfr. Rom 13,12; 1 Tes 5,6; 1 Cor 16,13; Mt 24,42; Mc 13,33-37; Lc 21,36). Y segundo, la predicación y el anuncio del «misterio de Cristo» (3) que debe ser el compromiso misionero de todos los creyentes. El Apóstol, encarcelado ahora a causa precisamente de este anuncio, pide oraciones para que logre explicarlo como es debido (3). En cuanto a los colosenses, les anima a no desaprovechar ninguna ocasión para transmitir el mensaje, pero con sensatez y «con buen gusto» (6), para que se adapte, penetre y haga vibrar «a cada uno como conviene» (6). He aquí la bella lección de inculturación del Evangelio con que cierra el Apóstol su carta. Un anuncio abstracto y aburrido no conmueve a nadie.
4,7-18 Saludos finales. La lista de colaboradores y compañeros, hombres y mujeres, es larga y detallada. Para todos tiene Pablo un recuerdo y una palabra de cariño, de alabanza y de aliento. Hay algo entrañable que los une a todos y los fundamenta en una amistad indestructible: la misión compartida de anunciar el Misterio de Cristo que llevó a cada uno, por diversos caminos, a dar testimonio del Señor, muchos de ellos con su sangre. Y por último, de nuevo la comunión en una misma Palabra de Dios: «Una vez que hayan leído esta carta, hagan que la lean en la comunidad de Laodicea, y ustedes, a su vez lean la carta que ellos recibieron» (16).