Éfeso y Pablo. Desde tiempos antiguos, Éfeso fue una ciudad importante por su situación geográfica. En tiempos de Pablo era la capital de la provincia romana de Asia. Entre sus muchos edificios suntuosos descollaba el templo de Artemisa, diosa asiática de la fecundidad (cfr. Hch 19). Como ciudad romana del Mediterráneo oriental, formaba terna con Antioquía y Alejandría.
Cuando Pablo visitó Éfeso (Hch 19,1) encontró allí algunos cristianos no muy bien formados. Les instruyó y constituyó con ellos una floreciente comunidad de paganos convertidos, base de operaciones para la expansión misionera. El Apóstol residió allí tres años entre éxitos y dificultades.
¿Carta de Pablo a los efesios? Los «tres» datos son discutidos por una crítica competente. En primer lugar, se duda de que se trate efectivamente de una carta. Suena más bien a tratado o a exposición homilética vertida en el molde epistolar como recurso literario. Habría que catalogarla en el género de celebración o panegírico. Faltan en el texto, por ejemplo, el tono personal y las referencias a una situación concreta propias de una carta.
En segundo lugar, se duda de que la carta haya salido de la pluma de Pablo. El autor parece no conocer personalmente a los destinatarios (1,15; 3,2), situación extraña si se tiene en cuenta que el Apóstol vivió tres años en dicha comunidad. El estilo, por otra parte, es notablemente inferior al de las cartas auténticamente paulinas. También es diversa o más evolucionada su doctrina; por ejemplo, a muchas Iglesias locales sucede una Iglesia única y universal, tras la superación de la controversia entre judíos y paganos.
Finalmente, está también en discusión que los destinatarios sean los efesios. El nombre de la ciudad falta en algunos códices importantes. ¿Fue borrada del texto original para dejar un espacio en blanco disponible para otras localidades? Dado el carácter del escrito y teniendo en cuenta la noticia de Col 4,16, algunos biblistas piensan que la carta estaba dirigida en un principio a Laodicea. Otros, por el contrario, que era un texto circular dirigido a una amplia audiencia de Iglesias de Asia.
Autor, destinatarios y fecha de composición de la carta. Todo lo dicho anteriormente hace pensar que el autor es un discípulo de Pablo que escribe después de la muerte del Apóstol a paganos convertidos de la segunda generación, entre los años 70-90. Si atribuye su escrito a Pablo es para dar autoridad a sus reflexiones y, apoyado en las enseñanzas de su maestro que va desarrollando, iluminar la vida de las Iglesias en las nuevas circunstancias por las que atravesaban, veinte o treinta años después de que fueran fundadas por el Apóstol.
Contenido de la carta. El contexto en que viven las comunidades de esta segunda generación ha cambiado notablemente. Después de la destrucción de Jerusalén (año 70), las tensiones entre los cristianos procedentes del judaísmo y los convertidos del paganismo han ido paulatinamente desapareciendo. Ahora, los judeo-cristianos son una pequeña minoría dentro de una comunidad de creyentes que se ha desplazado y esparcido definitivamente más allá de las fronteras de Palestina. Esta situación hacía urgente una reflexión sobre el misterio de una Iglesia que, consciente ya de su universalidad, necesitaba ahondar en el vínculo de comunión que la mantenía unida y plural al mismo tiempo. Pero, sobre todo, profundizar en el alcance de su misión universal.
La Carta a los Efesios comienza donde termina la Carta a los Colosenses. Ambas se complementan. Si aquella habla de Cristo, ésta habla de la Iglesia. Dios tenía un plan escondido por siglos, revelado y ejecutado en y por Jesucristo. Ahora, este plan se despliega en y por la Iglesia. Si Colosenses resalta la dimensión cósmica de la mediación salvadora de Cristo, Efesios coloca la misión de la Iglesia en el centro mismo del universo, como sacramento de salvación de ese cosmos que Cristo llena con su poder vivificador.
Es así como el autor nos presenta a la Iglesia: universal; pueblo de Dios y esposa del Mesías; nueva creación de una humanidad unificada; edificio compacto y cuerpo en crecimiento que se llena de la plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas (1,22s), Cristo, su cabeza. Más que por la suma de Iglesias locales, o por la coexistencia de judíos penitentes y paganos convertidos, la unidad se realiza derribando muros, aboliendo divisiones, infundiendo un Espíritu único. No en vano la Carta a los Efesios ha sido llamada la «carta magna de la unidad».
1,1s Saludo. Al faltar en ciertos manuscritos la determinación «de Éfeso», algunos biblistas han pensado que ésta era una carta circular dirigida a varias comunidades, entre las que se encontraba probablemente Éfeso. Ciertos códices antiguos en vez de: «de Éfeso», dejan un espacio en blanco. La carta va dirigida a los «consagrados» o santos, título que se refiere a los creyentes que han sido convocados a formar parte del pueblo santo de Dios. El saludo es como de costumbre: «Gracia y paz», con todo el nuevo contenido que el cristiano había dado ya a la palabra paz: la salvación que viene gratuitamente de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
1,3-14 Bendiciones. El párrafo que sigue es probablemente el más difícil de todo el Nuevo Testamento, pues parece romper todas las reglas gramaticales. Es como si el autor tomase aliento profundo en este grandioso pórtico de la carta, para pronunciar su bendición de una sola alentada, en una única frase, bajo la fuerza de un entusiasmo incontenible. Más que para ser leída, esta bendición es para ser escuchada en el ambiente de oración de la asamblea litúrgica.
Si se trata, como dicen algunos biblistas, de una bendición pre-bautismal adoptada por Pablo, aquí estarían expresados por un lado, el gozo profundo y la acción de gracias de los catecúmenos, compartida por toda la asamblea, ante el momento decisivo del bautismo; y por otro, las consecuencias de la nueva vida en Cristo, cuyas puertas les abría el gran sacramento de iniciación cristiana: filiación divina, perdón de los pecados, incorporación a Cristo y sello del Espíritu Santo. De hecho, éste será el tema de toda la carta. La bendición nos abre a la maravilla del plan de salvación de Dios, y viene presentada como un «diálogo de amor» entre las tres divinas personas que, surgiendo del horizonte insondable de la eternidad, se desborda en la creación del mundo y del hombre, y se revela en la historia, «en la plenitud de los tiempos» (10), en la persona de Cristo. Paradójicamente, quizás sea esta atropellada yuxtaposición de verbos, adjetivos, frases circunstanciales colgadas de preposiciones, etc., la que mejor exprese el balbuceo en que termina todo intento humano de expresar el misterio inefable del amor de Dios por nosotros.
Comienza con la acción de Dios Padre que: «nos bendijo» (3), «nos eligió» (4), «nos predestinó» (5), «nos otorgó» (6), «derrochó» (8), «dándonos a conocer» (9), «nos había predestinado» (11). Este despliegue del amor infinito del Padre se va cumpliendo paso a paso en el Hijo como respuesta de amor al amoroso plan de su Padre: «por medio de Cristo» (3), «por él» (4), «por Jesucristo» (5), «por medio de su Hijo muy querido» (6), «por él, por medio de su sangre» (7), «en Cristo» (10), «por medio de él» (11), «por él» (13). Es, por fin, el Espíritu Santo, la expresión viva del amor entre el Padre y el Hijo, el que pone el sello de confirmación a toda la obra: «fueron marcados con el sello del Espíritu Santo prometido» (13). Y así, las manos amorosas de las tres divinas personas moldearon su obra maestra, al hombre y a la mujer «con toda clase de bendiciones» (3), «para que por el amor fuéramos consagrados e irreprochables» (4), para ser sus hijos e hijas adoptivos (5), para obtenernos el perdón de los pecados (7), con toda clase de sabiduría y prudencia (8), «a ser herederos» (11). Éste es el proyecto de Dios, antes escondido y ahora revelado en la muerte y resurrección de Cristo, que introduce y da a la totalidad de la carta el tono de oración, de adoración y de celebración que resumen todos sus capítulos.
1,15-23 Súplica. Este plan de Dios es ya una realidad en la vida cristiana de sus lectores, que Pablo resume en la fe en el Señor Jesús y en el amor al prójimo. Por tanto, da gracias a Dios y pide por ellos. La oración de petición de Pablo por los efesios –y por todos los que leemos en estas líneas la Palabra de Dios– no podía ser otra que el conocimiento del Misterio de salvación que ya expuso en el pórtico de la carta, el conocimiento de Dios mismo revelado en Jesucristo.
Este conocimiento está muy por encima de nuestra capacidad humana, por eso implora un «superconocimiento» –«epignosis», en griego–, que sólo lo puede dar el «Espíritu de sabiduría y revelación» (17), el mismo que el profeta Isaías contemplaba sobre el Mesías prometido: «espíritu de sensatez e inteligencia, espíritu de valor y prudencia, espíritu de conocimiento y respeto del Señor» (Is 11,2); el mismo Espíritu de quien el Apóstol dice en su primera carta a los Corintios que «lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10). Este carisma de sabiduría es el don de la «fe» que ilumina los corazones (18). Con esta bella expresión de su cultura semita, el Apóstol se refiere a ese centro unitario desde donde parte todo el dinamismo de la persona, donde el hombre y la mujer conocen, piensan, sienten, aman y actúan. Todo eso es «conocer» para el Apóstol.
Así ve la fe, como la luz-fuerza que guía e impulsa «los ojos del corazón» al conocimiento, al amor y al seguimiento de Jesús, Mesías prometido e Hijo de Dios; (cfr. Flp 3,10; Lc 10,21-22); y también al conocimiento de nuestro último destino, al que hemos sido llamados: «la espléndida riqueza de la herencia» (18; cfr. Rom 8,17; Heb 9,15). Esta primera petición de Pablo para los efesios, la fe, abre las puertas a una nueva petición: la esperanza (18), que es como la otra cara de la fe. Conocer la «futura herencia» por la fe es ya poseerla anticipadamente, ahora, por la esperanza. Aunque no la vemos con los ojos de la carne, una luz celeste nos permite contemplarla en lontananza (cfr. Heb 11,9-13).
Todo esto lo hará posible Dios con el despliegue de «la grandeza extraordinaria de su poder… según la eficacia de su fuerza poderosa» (19), con el que realiza en Cristo su proyecto admirable: la resurrección como victoria definitiva sobre la muerte (cfr. 1 Cor 15,25s), la exaltación a su diestra (cfr. Sal 110,1) como instauración del reino de Dios.
Pablo afirma que esta soberanía de Cristo es absoluta y que está por encima de las cuatro categorías de potestades y poderes sobrehumanos (21). El Apóstol ni afirma ni niega la existencia de estos posibles «seres benignos o malignos»; no es esto lo que le interesa. Lo que pretende es enviar un claro mensaje a los efesios y a todos los que creen y temen la influencia de fuerzas misteriosas y ocultas: Dios «todo lo ha sometido bajo sus pies» (22). Éste es Jesucristo, dice Pablo, que ha sido dado a «su Iglesia», afirmando así el carácter comunitario de la salvación. No ha sido dado a cada uno «en particular», sino a cada uno «en comunidad», para formar entre todos el Pueblo de Dios, como un cuerpo del que Él es la cabeza.
Esta imagen de la Iglesia, cuerpo de Cristo, ya la desarrolló en las cartas a Corintios y Romanos (cfr. 1 Cor 12; Rom 12,5). Ahora la califica aun más con una frase densa y atrevida, casi intraducible: «que es su cuerpo y plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas» (23). ¿Está sugiriendo Pablo que la Iglesia es más que una realidad terrestre, estando ya unida a Cristo en su triunfo y en su gloria, habitada ya de la plenitud de la divinidad? ¿Está señalando, por otra parte, la misión de la Iglesia en este mundo como tarea que continúa y completa lo que Cristo, la cabeza, comenzó y realizó con su vida, muerte y resurrección? Ambas realidades estén quizás en la mente del Apóstol, unidas y en tensión: la «memoria de Jesús» como realidad adquirida, y a la vez como tarea de liberación que irá desarrollándose en este mundo, guiados por el Espíritu del resucitado, en el amor mutuo y sin fronteras, que rompe definitivamente las barreras que separaban a los pueblos.
2,1-10 De la muerte a la vida. A continuación, Pablo explica a los efesios que su pertenencia a la Iglesia en calidad de miembros del cuerpo de Cristo ha supuesto pasar de una «realidad de muerte» a una «realidad de vida», como si de una nueva creación se tratara. El Apóstol describe la realidad de muerte de la que han sido rescatados –el paganismo– con expresiones de un extremo pesimismo, utilizando para ello categorías cosmológicas de la tradición judía y llenándolas de contenido teológico: un mundo desvinculado de Dios, bajo el poder del Maligno, «jefe que manda en el aire… que actúa en los rebeldes» (2). En la misma situación que los paganos estaban los judíos: «lo mismo que ellos, también nosotros seguíamos los impulsos de los bajos deseos» (3), a pesar de la Ley y de la circuncisión (cfr. Tit 3,3). Ambos, judíos y paganos, «estábamos destinados al castigo» (3).
Fuera del contexto en que fueron escritas estas líneas, su lectura puede inquietar e incomodar al lector de hoy. ¿Está aislando Pablo a los creyentes de los no creyentes en un gueto privilegiado de «salvados» frente a una humanidad de paganos y judíos a la deriva? No es ésta su intención.
Lo que Pablo busca es el impacto del contraste entre un antes y un después. Antes: la culpabilidad corporativa, especie de solidaridad en el mal que pone a todos en pie de igualdad, judíos y paganos, tanto en el pecado como en la responsabilidad ante las consecuencias del pecado que afectan no sólo a los individuos, sino también a la entera sociedad humana. Después: la oferta gratuita de Dios que reúne a los creyentes en una comunidad solidaria en la salvación: «pero Dios… por el gran amor que nos tuvo… estando nosotros muertos, nos hizo revivir con Cristo» (4s). Y esta salvación ha sido «por la fe, no por mérito propio… no por las obras, para que nadie se gloríe» (8s). El contraste es de muerte y vida.
El género literario llamado apocalíptico que adopta aquí Pablo, pone a su disposición todo el artificio de un leguaje hiperbólico y catastrofista, de denuncias y condenas sin paliativos ni medias tintas, para describir tanto la realidad del mundo pagano, el «antes» desde donde han sido llamados los efesios; como la del judaísmo, el «antes» desde donde han sido llamados los judeo-cristianos. Hay que considerar el contexto desde el que el Apóstol está hablando, es decir, el fuerte sentido de identidad militante de las pequeñas comunidades que proponían una vida alternativa frente a la corrupción generalizada en que había caído el imperio romano y una fe alternativa frente a la Ley judía. Tenían, pues, que defenderse ante la sociedad pagana y ante la sociedad judía; ambas estaban poniendo en peligro su identidad cristiana.
El Apóstol termina afirmando que somos una nueva creación de Dios por medio de Cristo, con una tarea-misión que realizar, que no es condición sino consecuencia de la salvación. Es justamente esta «tarea-misión» de los creyentes «para realizar las buenas acciones que Dios nos había asignado» (10) la que lejos de aislarnos en un gueto de «privilegiados y salvados» con respecto al mundo, nos pone al servicio del mundo como comunidad que anuncia la salvación gratuita para todos sin excepción. Pablo lo expresa con una frase maravillosa: «para que se revele a los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia y la bondad con que nos trató por medio de Cristo Jesús» (7).
2,11-22 Unidad por Cristo. Todo lo anterior ha sido como un largo preámbulo. Ahora, Pablo saca la conclusión que constituye el mensaje fundamental de este texto: la carta magna de la unidad y de la reconciliación, un asunto de máxima urgencia y actualidad para el cristiano de hoy también. Si antes nadie tenía el monopolio del pecado, viene a decir Pablo, pues todos estábamos metidos en el mismo fango, nadie tiene ahora el monopolio de la salvación, porque ésta no depende ni de ritos, ni de leyes, ni de privilegios de sangre o raza, ni de méritos propios, sino que es un don gratuito de Dios.
Pablo se mueve en un mundo dividido y separado por una barrera infranqueable de prejuicios. Los judíos, por una parte, se tenían a sí mismos como los escogidos, los privilegiados, los de casa, los herederos de las promesas, los puros. Consideraban a los paganos como los alejados, los que no tenían ni carta de ciudadanía, ni esperanza, ni un Dios que les amparara en el mundo. Eran «prejuicios» apuntalados por un legalismo religioso feroz. Un documento antiguo del judaísmo llamado «Carta de Aristéas» dice entre otras cosas: «Nuestro sabio legislador, guiado por Dios, nos cercó con férreas barreras para que no nos mezcláramos en nada con ningún otro pueblo, para que permaneciéramos incontaminados de alma y de cuerpo».
A su vez, los prejuicios de los paganos contra los judíos no se quedaban atrás: animales insociables, enemigos del género humano y otras lindezas por el estilo. ¿Qué decir de la historia de «prejuicios», algunos todavía recientes, de nosotros, los cristianos, tanto contra judíos como contra paganos o creyentes de otras religiones? He aquí algunos, para completar la escena que nos pinta Pablo. Contra los judíos: deicidas, pérfida raza judía. Contra los paganos: los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte. Algunos de estos prejuicios cristianos habían llegado a expresarse nada menos que en el antiguo lenguaje litúrgico de la Iglesia.
Pues bien, dice Pablo, todas las barreras que antes dividían a judíos de paganos, y que siguen dividiendo ahora a nuestro mundo, ya sean religiosas, económicas, raciales, nacionales, etc., las ha derribado Cristo con su cuerpo sacrificado. De miembros dispersos ha hecho un «cuerpo»; de «extranjeros» y «nativos» ha hecho una ciudad y una familia; de piedras heterogéneas ha hecho un «edificio». Ha realizado la gran pacificación: de los hombres con Dios, abriéndoles «acceso al Padre» y de los hombres entre sí, «creando una nueva humanidad».
Pablo ve esta nueva humanidad en la Iglesia, pero no como coto cerrado de salvación, sino como la comunidad de los que conocen, creen, viven y anuncian a las naciones la Buena Noticia de que el mundo ha sido y está siendo salvado por la muerte y resurrección de Jesucristo. Un mundo convertido en «reino de Dios», del que la Iglesia está al servicio como sacramento universal de salvación.
3,1-13 Misión de Pablo. A todo lo anterior se refiere Pablo cuando, al declararse apóstol de los paganos, no piensa en un reparto territorial, sino que implica un descubrimiento: que el Mesías esperado por los judíos vino también para los paganos. Éste es un gran secreto que Dios tuvo guardado durante muchos siglos, dice el Apóstol refiriéndose a la historia de Israel. En efecto, si algunos textos del Antiguo Testamento se abrían a los paganos, siempre había cláusulas y límites que hacían de los no judíos ciudadanos de segunda categoría. Los paganos, en suma, no iban a repartirse la herencia con Israel (cfr. Gn 21,10), ni a formar un solo cuerpo con él.
Pues bien, la riqueza de Cristo se desborda ahora y se reparte a todos. Ésta es la gran revelación de la que Pablo está orgulloso y que lo espolea en su ministerio. No reivindica para sí solo la revelación del misterio, sino que se considera parte de la tradición apostólica (cfr. Hch 13,1; 1 Cor 12,28) formada por «apóstoles y profetas inspirados» (5). Es más, dice con humildad que se siente como el «último de los consagrados» (8). ¿Por haber sido perseguidor? ¿Por haber llegado más tarde (cfr. 1 Cor 15,9s)? Precisamente esta supuesta indignidad de Pablo resalta más la condición de absoluta gratuidad que tiene el don de la revelación del misterio, que no depende de ningún mérito ni preparación humana y que ha hecho de él apóstol de los paganos.
La continua insistencia de Pablo en su misión no solamente refleja su vocación particular, sino una de las preocupaciones misioneras más importantes de la Iglesia primitiva de la que él se hace el portavoz: la ruptura de las barreras que existían entre judíos y paganos y el destino de ambos pueblos a formar un solo cuerpo en Cristo. Al cabo de veintiún siglos, esta vocación misionera de la Iglesia sigue siendo tan urgente y necesaria como entonces. El horizonte misionero, sin embargo, se ha alargado para abarcar el diálogo y la armonía con las grandes religiones y culturas del mundo con todas las consecuencias sociales, económicas y políticas, que seguramente el Apóstol no podía imaginar: la promoción de la igualdad y de la justicia entre los pueblos, la lucha por la concordia y la solidaridad, denunciando todo lo que divide, fragmenta y oprime a la familia humana.
3,14-21 El amor de Cristo. Pablo escribe esta súplica de rodillas, en actitud de profunda adoración. Su plegaria es rica y densa de significado y, quizás por eso, difícil de traducir. Pablo pide por los efesios, pero parece como si tuviera delante a toda la familia humana, en su múltiple pluralidad de comunidades, de religiones, de culturas, de naciones; es decir, todas las colectividades que cohesionan, expresan y dan sentido de pertenencia a hombres y mujeres. Con un sugerente juego de palabras, el Apóstol dice que la identidad de Dios como Padre –«pater» en griego–, es la raíz última que fundamenta y sostiene y «de quien procede toda paternidad» –«patriá» en griego–, «en el cielo y en la tierra» (15).
Pablo invoca en su plegaría a las tres personas divinas. Al Padre, que ha convocado a los efesios a formar una «patria» cristiana o Iglesia doméstica. Al Espíritu, que la robustece y fortalece internamente (16), en referencia a esa dimensión interior de nosotros mismos que se va renovando día a día (cfr. 2 Cor 4,16) y logra que por la fe y el amor que Cristo «habite en sus corazones» (17; cfr. Jn 14,23). Esta colaboración entre las tres personas divinas y la respuesta de la fe y el amor vivida en comunión cristiana nos llevarán a «comprender, junto con todos los consagrados» (18) aquello que el Apóstol expresa con una fórmula tan evocativa como enigmática para los lectores de hoy, pero quizás familiar y conocida para los efesios: anchura y longitud, altura y profundidad (18). ¿Es el plan universal de salvación de Dios? ¿Es la cruz de Cristo, vértice del universo simbolizado en sus cuatro dimensiones?
Sólo la experiencia del amor que Cristo nos tiene puede llenar al hombre, porque su amor revela el amor de Dios (cfr. 1 Jn 4,10). Gran paradoja: llenarse del que llena, abarca y desborda todo. Esta primera parte de la carta concluye con una expresión de alabanza a Dios, tributada por la Iglesia y encabezada por Cristo.
5,6-21 El reino de la luz. Luz y tinieblas: he aquí otra imagen de resonancias bíblicas que usa Pablo para exhortar a los efesios a proceder en su conducta como «hijos de la luz», recordándoles que «en un tiempo eran tinieblas» (8). La mayoría de las comunidades cristianas de Pablo vivía en las grandes ciudades del imperio, donde la decadencia moral generalizada de la época era más patente y notoria. Las perversiones y los vicios más vergonzosos habían tomado carta de ciudadanía en aquella sociedad. Se habían convertido en comportamientos normales, aceptados, bien vistos, incluso cantados en las gestas y proezas míticas de los dioses. Éstas son las «tinieblas» contra las que el Apóstol lanza su grito de alarma a los efesios: «Nadie los engañe con argumentos falsos» (6). Las tinieblas crean la confusión; sus obras son estériles y vergonzosas. El mundo de la luz se opone al mundo de las tinieblas. La luz delata el delito: «pusiste nuestras culpas… a la luz de tu mirada» (Sal 90,8), discierne y desenmascara el mal donde se encuentre e invita a luchar contra él. Ésta es la vida alternativa a la que anima el Apóstol utilizando un himno cristiano, probablemente cantado en la liturgia del bautismo: «Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte, y te iluminará Cristo» (14).
Pablo, al final, parece invitar a la comunidad cristiana a permanecer en vela, como las vírgenes prudentes del evangelio, esperando al esposo con las lámparas encendidas de himnos y cantos inspirados en la «noche» de los malos tiempos que corren (Mt 25,1-13).
5,22-33 Marido y mujer. Pablo ha estado exhortando a la unidad y armonía que debe existir en la comunidad cristiana en general. Ahora concentra su atención en el núcleo familiar, la Iglesia doméstica, formada por el matrimonio, los hijos y, en aquellos tiempos, también los esclavos. Se dirige primero a los esposos y en concreto a la esposa, con una exhortación: las mujeres deben respetar a sus maridos… (22) y después añade: en todo (24). Con respecto al marido, repite tres veces que debe amar a su mujer (25), amarla como a su mismo cuerpo (28) y quien ama a su mujer debe cuidarla y alimentarla (29). Estas expresiones del Apóstol quizás puedan causar perplejidad e irritación en el lector –y especialmente en la lectora de hoy– que solamente se contente con una lectura superficial del texto. Parece como si las exhortaciones no pusieran a ambos esposos en pie de igualdad. Al hombre se le pide «amor» y a la mujer «sometimiento», palabra que repugna a nuestra sensibilidad y, si se trata del sometimiento de la mujer, todavía más. ¿Qué decir de todo esto?
En primer lugar, Pablo no está convirtiendo en «palabra de Dios» los condicionamientos culturales de su tiempo, que eran también suyos. Nada más lejos de lo que aquí intenta decir a los efesios. Es más, si el Apóstol hubiera vivido hoy seguramente habría sido un entusiasta defensor de los derechos de la mujer y ciertamente no habría usado el término «someterse». En segundo lugar, y esto es lo importante, el Apóstol no está dando «consejos de convivencia matrimonial». El Apóstol ha estado hablando a lo largo de toda la carta del misterio de la salvación y lo ha expresado con una de sus imágenes favoritas: Cristo y los creyentes unidos en un solo cuerpo que es la Iglesia, de la que Cristo mismo es la cabeza. Pues bien, este «misterio de amor» entre Cristo y la Iglesia lo ve el Apóstol simbolizado en la unión matrimonial del esposo y de la esposa. Pero atención: el amor entre Cristo y la Iglesia no están reflejando la experiencia de amor conyugal, sino al revés, es ésta la que es símbolo y presencia sacramental del amor entre Cristo y su Iglesia. Contemplando al marido y la mujer unidos en una sola carne (31), Pablo exclama con entusiasmo que ese símbolo es magnífico, y con su autoridad de Apóstol afirma: «y yo lo aplico a Cristo y la Iglesia» (32).
Ésta es la «Palabra de Dios» que nos trasmite Pablo. Una palabra revolucionaria que desmonta, supera y condena todo modelo cultural humano de matrimonio que establezca o sancione la desigualdad entre los cónyuges, comenzando por el modelo cultural del mismo Pablo. La Palabra de Dios –de la que el Apóstol es portador– va más allá de lo que él mismo podía imaginar.
La tradición bíblica del Antiguo Testamento ya había preparado generosamente este símbolo con la imagen de Dios como esposo y la comunidad como esposa, con expresiones tan audaces como la de Isaías 62,5: «la alegría que encuentra el esposo con su esposa la encontrará tu Dios contigo». Los últimos capítulos del Apocalipsis utilizan este mismo símbolo para clausurar el texto de la Biblia, que termina con la llamada apremiante de la esposa al esposo: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Esta imagen bíblica despliega toda su fuerza expresiva en la relación de amor indisoluble de Cristo hacia la Iglesia, cuyo símbolo y presencia es el sacramento cristiano del matrimonio.
6,1-9 Hijos y esclavos. Pablo recuerda a los efesios que la Ley del decálogo sigue en pie, y que el cuarto mandamiento ocupa el primer lugar en referencia al prójimo (cfr. Col 3,20s). De entre todas las personas a las que hay que amar, los padres son los primeros (cfr. Eclo 3). Los padres tienen deberes correlativos para con los hijos, aunque no los mencione el decálogo. La educación de los hijos es un tema frecuente en el mundo sapiencial bíblico y en la cultura griega. Era, también es cierto, una educación marcada por el rigor y la dureza. Esto explica que Pablo recomiende a los padres que «no irriten a sus hijos» (4). Hay que darles la corrección que les daría Dios mismo.
También los esclavos pertenecen al ámbito de la familia. Pablo no propone un cambio de orden social. No puede ni tiene a mano una alternativa social o política al sistema de esclavitud de su tiempo. Sin embargo, resalta la reciprocidad de deberes y trato entre amos y esclavos, y sobre todo, la igualdad radical bajo el «amo único» que es Dios (Col 3,22–4,1). Es esta posición revolucionaria de su mensaje evangélico la que terminó acabando con la institución de la esclavitud antigua, y nos anima hoy a seguir luchando contra las esclavitudes de nuestro tiempo.
6,10-20 Lucha contra el mal. Pablo ha exhortado a los efesios a aprovechar la oportunidad de salvación y a estar vigilantes. De ahí que, para él, la vida cristiana sea una milicia. El Evangelio tiene enemigos aguerridos y peligrosos contra los que hay que luchar y por tanto debemos estar pertrechados con las armas de Dios. La metáfora de las armas de Dios tiene una honda resonancia bíblica. Sab 5,16-22 habla de escudo, armadura y espada; Is 59,17, de coraza, casco y manto. Pablo recoge la imagen y la carga de contenido cristiano, y así contempla al creyente armado y pertrechado con la verdad, la justicia, el evangelio de la paz, la fe y la salvación. En esta batalla declarada, Pablo no sólo contempla al creyente individual luchando contra sus propios pecados, sino a la entera comunidad cristiana, la Iglesia, enfrentada a fuerzas malignas de dimensiones cósmicas, contra las que el individuo aislado aparece impotente. Usando los conceptos del género literario apocalíptico, habla, personificándolos, de «soberanos de estas tinieblas… las fuerzas espirituales del mal» (12), viendo en ellos los causantes de la atmósfera contaminante de pecado que convierte a la historia humana en «malos tiempos».
Hoy, esos poderes malignos tienen otros nombres: es la violencia globalizada producida por estructuras económicas supranacionales que oprimen y esclavizan al pobre; es la contaminación y la destrucción de los recursos naturales del planeta a causa de un desenfrenado consumismo; es la fuerza global de la imagen y de la propaganda al servicio de valores que deshumanizan y acaban destruyendo a hombres y mujeres. Contra estas modernas «fuerzas del mal», la comunidad humana parece impotente y desarmada.
El Apóstol no es un pesimista, al contrario. De todos esos poderes Jesucristo ha salido triunfante y sus armas victoriosas están a nuestra disposición. Su exhortación, pues, es una llamada al compromiso de la comunidad entera, con una serie de verbos que expresan el apremio y la urgencia: «tomen las armas… cíñanse… vistan… calcen… Tengan siempre en la mano… pónganse» (13-17). Nuestro «aliado» en la lucha es el Señor, y su presencia victoriosa entre nosotros se consigue con la oración (cfr. Sal 35,1-4), que es el consejo final con que termina Pablo su carta, animando a los efesios a ser constantes en rezar y suplicar… con perseverancia… por todos… también por él (18s). Oración y compromiso, o como diría la sabiduría popular: «A Dios rogando y con el mazo dando».
6,21-24 Saludo final. A diferencia de otras cartas, Pablo sólo menciona en su saludo final a Tíquico (cfr. Col 4,7), portador de la carta y enviado a animar y confortar a los efesios. A éstos les desea la gracia del Señor.