Carta a los Filipenses

Introducción general y comentarios al texto

Capítulos:

Introducción

Filipos. La ciudad que lleva el nombre de Filipos, en honor al padre de Alejandro Magno, era desde el año 31 a.C. colonia de Roma con derecho a ciudadanía. Por ella pasaba la vía Ignacia, que unía Italia con Asia. La población era en parte romana como indican las monedas con inscripciones latinas.

Según Hch 16, Filipos fue la primera ciudad «europea» visitada y evangelizada por Pablo y Silas, hacia el año 49. Una mujer de buena posición fue la primera convertida «europea» al Evangelio por la palabra del Apóstol. Allí se formó una comunidad cordial y generosa, a la que Pablo se sintió estrechamente vinculado (1,8; 4,1). Sólo de ellos aceptó ayuda económica (4,14s).

Lugar y fecha de composición de la carta. Pablo escribió la carta desde la cárcel (1,7.13.17). ¿Dónde? Algunos biblistas piensan, siguiendo la tradición, que se encontraba ya en Roma (después del año 60); citan en su apoyo las expresiones «todos en el pretorio» (1,13) y «los servidores del emperador» (4,22); asimismo su perplejidad ante una muerte próxima. Pero estas expresiones se pueden aplicar también a Éfeso, y Pablo sabía mucho de cárceles y de peligros de muerte. Por eso, la mayoría de biblistas se inclina por una prisión en Éfeso, no mencionada por Lucas en los Hechos. Esta hipótesis explica mejor el viaje de Epafrodito, el intercambio de noticias, su intención de hacerles una visita pronto (2,24). Sobre el peligro de muerte tenemos la referencia en 2 Cor 1,8s. En este supuesto, la carta habría sido escrita hacia el año 54. 

Ocasión y contenido de la carta. Sobre la ocasión nos informa la misma carta. Un asunto al parecer trivial, el viaje y la enfermedad de Epafrodito; un motivo simple y grave, la necesidad de desahogar su agradecimiento sin renunciar a su oficio de exhortar y animar. 

Se trata de una carta que discurre sin un plan determinado, con cambios de tema, de tono, de situación. Por eso algunos biblistas han pensado que se trata de dos o tres cartas, todas de Pablo, artificialmente reunidas bajo un epígrafe por un recopilador posterior. Sin embargo, en una típica carta personal, los saltos, cambios y prolongaciones no deben extrañar. 

Lo que es indiscutible es el atractivo particular de esta carta como expresión de los sentimientos del Apóstol. Su joya teológica es el himno cristológico (2,6-11), síntesis audaz y madura, que algunos consideran un himno cristiano incorporado a ella. En términos de apostolado es importante el valor del «testimonio» (1,12-14) y la prioridad de que Cristo sea predicado, donde y como sea (1,15-18), así como la participación del Apóstol en la muerte y resurrección de Cristo (3,10s.20s). También afloran algunos asuntos particulares de la comunidad: el peligro de los judaizantes (3,1-7) y la necesidad de la concordia (3,2).

Comentarios

1,1s Saludo. El remitente de la carta es «Pablo», a secas, sin el título de «apóstol», señal de que los filipenses aceptaban su apostolado sin problemas. El escrito va dirigido también en nombre de Timoteo, uno de sus mejores colaboradores, quizás también presente en la evangelización de Filipos (cfr. Hch 16,12-40). Pablo se presenta junto con su compañero como «siervos de Cristo Jesús» (1), título que los identifica como misioneros del Evangelio. Llama «santos» o «consagrados», como de costumbre, a sus destinatarios, en alusión a su pertenencia a Cristo Jesús.

Entre estos destinatarios se encuentran los líderes a cuyo cargo está la comunidad. Llama la atención que Pablo los designe como «obispos y diáconos», es decir, supervisores y auxiliares. En otras cartas se refiere a ellos como «los que les enseñan, amonestan y gobiernan» (cfr. 1 Tes 5,12; Rom 12,8), o «apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros» (cfr. Ef 4,11). En tiempos del Apóstol, el nombre que se da a los encargados de las comunidades cristianas, ya sean fundadas por él o no, es muy fluido y variado.

Los títulos de «obispos» y «diáconos», que fueron adoptados por los cristianos para sus propios líderes, eran los nombres con que la sociedad civil griega designaba a los cargos dirigentes. No tenían todavía el significado y alcance que tienen en la Iglesia de hoy, pues las primeras comunidades cristianas no estaban aún estructuradas jerárquicamente en torno a un obispo de carácter monárquico. Con el correr del tiempo, toda la función de gobierno y liderazgo se concentró en el ministerio de los «obispos, presbíteros y diáconos», desapareciendo los demás nombres y títulos. 

Curiosamente, ningún líder cristiano de las primeras generaciones era llamado «sacerdote» para no confundirlo con el sacerdocio judío. Posteriormente, cuando el «sacerdocio judío» desapareció junto con el templo de Jerusalén y no existía ya el peligro de confusión, los «presbíteros cristianos» también comenzaron a ser llamados «sacerdotes». Y con el correr del tiempo, solamente, sacerdotes. No fue una simple cuestión semántica, pues dicho cambio se debió entre otros factores, a la peligrosa reducción de sus funciones, a la celebración de la eucaristía y al perdón de los pecados casi exclusivamente.

El Concilio Vaticano II ha vuelto a dar preferencia al título de «presbítero» sobre el de «sacerdote» para reafirmar una de sus misiones más importantes: edificar la comunidad cristiana sobre la Palabra de Dios o ser «siervos del Evangelio», como se han presentado Pablo y Timoteo. 

1,3-11 Acción de gracias. La acción de gracias acostumbrada se entremezcla con la súplica, en un tono afectuoso y cordial. Los sentimientos de gozo, cariño, confianza y añoranza dominan las relaciones de Pablo con los filipenses. La carta es, desde el principio, muy personal y nos ilustra un aspecto humano importante del apostolado de Pablo: la amistad que le unía a sus evangelizados, siguiendo el ejemplo de Jesús: «a ustedes los he llamado amigos» (Jn 15,15).

Les dice que siempre que se acuerda de ellos da gracias y los encomienda a Dios con «alegría» (4). Esta palabra volverá a aparecer muchas veces (1,18.25; 2,2.17s; 3,1; 4,1.10). En realidad, toda la carta es un canto a la alegría. El motivo de su gozo es que los filipenses no sólo han aceptado el Evangelio, sino que han colaborado con Pablo en su propagación «desde el primer día hasta hoy» (5). Por eso reza y confía que Dios culminará la obra tan buena que ha comenzado en ellos, cuando llegue «el día de Cristo Jesús» (6), la «parusía» o su venida gloriosa al final de los tiempos. El Apóstol tiene siempre ante sus ojos «el día del Señor», como la fuerza que guía todos los pasos de su vida apostólica (cfr. 2,16). 

Con otra expresión de afecto, afirma desde la prisión: «los llevo en el corazón» (7), pues no sólo han participado en su misión apostólica, sino también en los sufrimientos por el Evangelio. En la soledad hostil de la cárcel brota con fuerza la «añoranza» del Apóstol, sentimiento humano transformado por la unión con Cristo. 

La súplica incluye la caridad, el ideal de toda comunidad cristiana, y sus manifestaciones concretas adecuadas a cada situación. Por eso pide para ellos un permanente discernimiento guiado por el amor (cfr. Rom 12,9). Finalmente, aparece de nuevo la «parusía» en la oración de Pablo por sus queridos filipenses a quienes desea que ese «día de Cristo» (10) les encuentre cargados «con el fruto de la honradez» (11).

1,12-30 Prisionero por Cristo. A pesar de su situación de prisionero, el Apóstol rebosa de gozo. ¡Paradojas de la prisión! (cfr. Ef 3,1). Sus cadenas son otra predicación. Encarcelado en una institución romana, le han brindado una plataforma inesperada de apostolado, ya sea en sus conversaciones particulares con los demás prisioneros, ya sea en las declaraciones oficiales ante los jueces. Los Hechos de los Apóstoles documentan esta táctica paulina de aprovechar cualquier ocasión ante cualquier auditorio (cfr. 2 Tim 4,2). 

La valentía del prisionero en predicar el Evangelio, incluso en el mismo palacio del gobernador, ha producido la correspondiente valentía en la comunidad cristiana de Filipos para testimoniar su propia fe. Y así, lejos de acobardarse por miedo de terminar también ellos en la cárcel, crecieron en su entusiasmo por el anuncio, lo que provoca la gran alegría de Pablo.

De repente, una sombra oscurece sus pensamientos. Algunos de la comunidad se aprovechan de la prisión del Apóstol con intenciones no muy claras, aunque no fuera para predicar otro evangelio distinto o contrario; quizás la codicia o la envidia les hacen querer ocupar el puesto del ausente. Si bien denuncia el hecho con brevedad vigorosa, Pablo reacciona con grandeza: lo que importa no es su persona, sino que Cristo sea anunciado «y de ello me alegro y me alegraré» (18).

Pero su alegría tiene también otro motivo: Pablo, firme en su fe, está convencido de que toda esta situación que está viviendo le servirá para su salvación, gracias a las oraciones que los filipenses hacen por él y gracias a la asistencia del Espíritu de Jesús. Al parecer, espera el fallo inminente en forma de absolución o de condena a muerte, y contempla ambas posibilidades con paz y optimismo. Si bien morir y unirse definitivamente a Cristo sería lo mejor para él, «para mí la vida es Cristo y morir una ganancia» (21), sin embargo, como apóstol y pensando en que sus comunidades quedarían desatendidas, prefiere salir absuelto; prefiere la «pérdida» a la «ganancia», anteponiendo los intereses de los filipenses a los suyos propios, pues «para ustedes es más necesario que siga viviendo» (24). Él sale perdiendo por ahora para salir ganando al final. 

Pase lo que pase, lo importante es que los filipenses sigan en la brecha, «unidos en espíritu y corazón, luchando juntos por la fe en la Buena Noticia» y «sin dejarse asustar en nada por sus adversarios» (27s). Es ésta una vida que supone lucha. El temple y la entereza de los combatientes será como el anticipo del juicio final que será un juicio de salvación para los filipenses, ya que están padeciendo por Jesús, lo mismo que vieron y ahora oyen de él, Pablo (cfr. Hch 16,22; Col 2,1).

2,1-18 Amor cristiano y humildad de Cristo. Pablo introduce su exhortación a la caridad y humildad con un gran despliegue de motivaciones. Ambos temas son de sobra conocidos, pero el acierto y la importancia de estos versos están en la conexión: la humildad, resultado y condición de una caridad auténtica y duradera. Si el egoísmo es lo contrario al amor (cfr. 1 Cor 10,24), el orgullo es su enemigo capital. 

Uno de los motivos de gran fuerza sicológica que invoca Pablo para exhortar a la fraternidad es el cariño y la comunión que les une a él y a los filipenses. No parece que en la actualidad esa unión esté deteriorándose, pero siempre es oportuno tender a que crezca. La unión que el Apóstol les recomienda sólo la tendrán si cada uno sabe valorar a los demás más que a sí mismo y se interesa por ellos. Es el ejemplo que Cristo nos ha dado.

Para presentarles el ejemplo del Señor, Pablo recoge y quizás retoca un himno cristiano –arameo o griego– con el que las comunidades expresaban su culto de adoración a Jesucristo. Su contenido y forma externa está regido por el esquema «humillación/exaltación», de tantas resonancias bíblicas: «delante de la gloria va la humildad» (Prov 15,33; cfr. Sal 113,7), y que en el Antiguo Testamento encuentra su máxima expresión en el canto del Siervo del Señor (cfr. Is 53). El Apóstol expresa esta humillación/exaltación de Jesús a través de un proceso de descenso/ascenso, que lo llevó desde una preexistencia en estado de igualdad con el Padre a encarnarse y tomar la condición humana sin diferenciarse de ningún otro hombre. La expresión utilizada es audaz y vigorosa: «se vació de sí» mismo (7). Este paso de la preexistencia a la historia lo describe el Apóstol lacónicamente en 2 Cor 8,9: «siendo rico, se hizo pobre». 

De esa vida encarnada en nuestra pobre condición humana destaca la obediencia de un Jesús cumpliendo siempre la voluntad del Padre: «porque no bajé del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 6,38). La obediencia al Padre define toda su existencia hasta el extremo de la cruz. A esta humillación total sucede su exaltación por la acción soberana de Dios, descrita enfáticamente con un verbo en superlativo: «sobreelevar», que es otro modo de expresar la resurrección-glorificación de Cristo. Y ésta queda todavía más acentuada por el nombre o título que el Padre otorga a Jesús: «Señor» –en griego «Kyrios»–, palabra que traduce el nombre de Yahvé, Dios, en la versión griega del Antiguo Testamento; «para que… toda rodilla se doble… y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es Señor!» (10s; cfr. Is 45,23). Pero si el Padre glorifica a su Hijo, también el Hijo, muriendo y resucitando por nosotros, da gloria a su Padre (cfr. Jn 13,31; 17,1). Y esta gloria de Dios Padre no es otra cosa que la salvación del mundo. Así culmina Pablo su himno de adoración a Jesucristo, el Señor, que resume todo el misterio de la redención.

Tras la cita del himno, el Apóstol saca las consecuencias. La inmediata es la obediencia de los filipenses a él, Pablo, aunque esté ausente, es decir, al Evangelio que les ha predicado. La otra, que sigan expresando esta Buena Noticia en su vida y testimonio ante las gentes, pues aunque la salvación de Dios ha sido ya iniciada, todavía no está consumada. Los filipenses, por tanto, deben trabajar «con temor y temblor» (12) para su salvación en medio de «una generación perversa y depravada» (15) ante la cual deben testimoniar el mensaje de vida «como estrellas en el mundo» (15s). 

Este testimonio vivo de la comunidad será el orgullo y la gloria de Pablo en el «día del Señor». Desde la prisión, y a la espera de una posible condena a muerte, el Apóstol ve este día ya cercano iluminando y dando sentido a su ministerio apostólico entre los filipenses: «no he corrido ni me he fatigado en vano» (16). Si Dios le pide ahora el último sacrificio por ellos, es decir, derramar su vida «como libación sobre el sacrificio y la ofrenda sagrada, que es la fe de ustedes» (17), la alegría mutua será completa. Con esta bellísima imagen de la fe, que hace de la entera vida del cristiano un sacrificio litúrgico de obediencia y amor a Dios y a los hermanos (cfr. Rom 15,16), termina el Apóstol su exhortación a una vida de humildad y caridad. 

2,19-30 Timoteo y Epafrodito. Estas líneas muestran las relaciones afectivas y efectivas entre la comunidad de Filipos y Pablo encarcelado. Timoteo no fue un colaborador más, sino el principal y el más fiel de todos. Frecuentemente, el Apóstol le envía a visitar y robustecer comunidades (cfr. 1 Cor 4,17; 16,10). Tenemos la impresión de que otros colaboradores de Pablo le duran solamente un viaje, de ahí que elogie la fidelidad de Timoteo frente a los que «buscan su propio interés y no el de Jesucristo» (21). Quizás el Apóstol descalifica con demasiada dureza lo que pudo ser la simple dificultad humana de trabajar con él o a su ritmo. 

El segundo colaborador altamente elogiado es Epafrodito, quizás un líder de la comunidad de Filipos. En 4,18 se habla de su llegada al lugar donde Pablo estaba prisionero, trayéndole dinero y víveres de parte de la comunidad. Parece que se quedó al servicio del Apóstol preso, pero, tras grave enfermedad, Pablo prefiere prescindir de él para que la comunidad se alegre al verlo sano y salvo. Epafrodito ha sido para el Apóstol mucho más que un sirviente; le llama colaborador, compañero de luchas y hace de él un solemne elogio. Este misionero comprometido pudiera ser el portador de la presente carta. 

3,1-16 Los méritos del cristiano. En el mismo tono de alegría con que inicia la carta, Pablo comienza a dictar los saludos finales: «Por lo demás, hermanos míos, alégrense en el Señor» (1). Pero, de repente, los interrumpe y da un viraje violento a sus palabras: «¡Cuidado con los perros… con los malos obreros… con los mutilados» (2), como si reaccionara ante una grave noticia que acabara de recibir y que ponía en peligro a la comunidad de Filipos. ¿Qué decir de este cambio brusco de tono? Si, como es probable, la presente carta a los filipenses es la fusión de varias dirigidas a la misma comunidad, seguramente un recopilador posterior introduciría aquí el tema de otra carta hoy perdida, sin preámbulo ni explicaciones. Con la expresión «perros», Pablo parece referirse a los predicadores judaizantes que intentan imponer la circuncisión a los filipenses convertidos del paganismo. No es fácil saber si los judaizantes operaban ya en Filipos o si el Apóstol quiere lanzar un grito de alarma contra la difusión de sus doctrinas. Lo cierto es que los calificativos empleados son duros e injuriosos (cfr. Ap 22,15) y se hacen eco de los insultos de los paganos contra los judíos, quienes llamaban «mutilación» a la circuncisión. No es contra el rito externo de la circuncisión por lo que reacciona Pablo con tan extrema dureza, sino contra la ideología que lleva consigo: la vuelta a la observancia de los dictámenes de la Ley para adquirir méritos y conseguir así la salvación por las propias fuerzas. Contra semejante pretensión, el Apóstol propone una «circuncisión espiritual», que es el verdadero culto que Dios quiere (cfr. Jn 4,23s), y un gloriarse sólo en Cristo y no en los méritos propios (cfr. 2 Cor 11,18). Ya en el Antiguo Testamento se usaba la palabra circuncisión en el sentido espiritual, la «circuncisión del corazón» que «hace justicia al huérfano y a la viuda y ama al emigrante dándole pan y vestido» (Dt 10,16; Jr 4,4; cfr. Rom 2,29). Para el Apóstol, el nuevo pueblo de Dios no adquiere categoría de tal mediante una señal ritual física. A partir de la fe en Cristo hay un nuevo modo de servir a Dios, y la gloria no hay que ponerla en uno mismo, sino en el regalo que Dios nos ha hecho en Cristo. Si de raza y méritos se tratara, el Apóstol podría competir con ventaja con cualquiera de los judaizantes. Y así enumera los siete títulos que le acreditarían como judío celoso y observante como el que más (5s). Es irónico aducir como mérito el haber sido «celoso perseguidor de la Iglesia» (6). Pues bien, los supuestos méritos mencionados y otros que podía mencionar, son «pérdida» comparados con la «ganancia» de Cristo (cfr. Mt 13,44-46; 16,26). La manera como lo expresa no puede ser más radical: «por él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él» (8s). Esta unión con Cristo la expresa con una exclamación iluminadora, de esas que salen como soplos de inspiración del Espíritu Santo: «conocer a Cristo… tomar parte en sus sufrimientos; configurarme con su muerte con la esperanza de alcanzar la resurrección» (10s). A esto ha dedicado y dedica todas sus fuerzas, como un atleta que corre hasta alcanzar la meta y conseguir el premio (cfr. 1 Tim 6,12). Cristo alcanzó al Apóstol en el camino de Damasco, ahora le toca a él correr para alcanzar a Cristo (cfr. 1 Cor 9,24). 3,17–4,1 El ejemplo de Pablo. Con palabras apremiantes y llenas de afecto, Pablo propone a los filipenses su vida como ejemplo, en contraste radical con el comportamiento de los «enemigos de la cruz de Cristo» (18) que buscan su seguridad en ritos y prestaciones puramente humanas (1 Cor 1,22s), que dan una importancia desmesurada a observancias sobre alimentos (cfr. Rom 16,18), para quienes su mayor orgullo es la circuncisión (19). De nuevo hay que decir que la lucha sin cuartel del Apóstol no es contra ritos más o menos inocentes, sino contra la idolatría latente en esas prácticas religiosas, es decir: todo aquello que, siendo perecedero y transitorio, ocupa, sin embargo, un lugar de importancia desproporcionada en nuestras vidas, reduciendo el horizonte de nuestra existencia y cerrándolo a aspiraciones más altas. Los ritos y prácticas de los enemigos de la cruz de Cristo del tiempo de Pablo tienen hoy otros nombres: son los nuevos dioses de la riqueza explotadora del pobre, del poder opresivo y discriminatorio, de todos los egoísmos individuales y colectivos que nos marcan como ciudadanos de un mundo corrompido. Por el contrario, el horizonte que propone el Apóstol es el horizonte sin límites de Dios: «somos ciudadanos del cielo» (20), de una ciudad donde gobierna Dios mismo (cfr. Heb 12,22). Y este reino de Dios de hermandad, de justicia y de paz no es sólo una promesa vaga de futuro, sino que se está haciendo presente aquí y ahora, por la muerte y resurrección de Cristo, en la sociedad alternativa formada por los «consagrados a Cristo Jesús que residen en Filipos» (1,1) y por los descendientes de aquellos primeros cristianos que somos nosotros. La esperanza de la victoria final de Jesucristo la ve Pablo simbolizada en la resurrección futura «que transformará nuestro cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso» (21). Es la fidelidad a esta vida cristiana la que el Apóstol recomienda a los filipenses con las expresiones más tiernas y apremiantes que hayan podido salir de su corazón: «hermanos queridos y añorados… amados míos que son mi alegría y mi premio» (4,1).

4,2-9 Recomendaciones. Se reanuda la despedida iniciada en 3,1, después del paréntesis precedente tomado de otra carta. Poco sabemos de las personas mencionadas aquí. Pablo siempre cuenta con un grupo de colaboradores, entre ellos las muchas mujeres que le han ayudado en la evangelización y en la catequesis (Rom 16 proporciona una amplia lista). Nada sabemos de las diferencias entre Evodia y Síntique, pero parece tratarse de algo serio, pues al tener un ministerio en la comunidad pueden crear divisiones. Pablo pide la ayuda de un colaborador que pueda mediar entre ellas. La tradición lo ha relacionado con Clemente, el cuarto papa, autor de una famosísima carta a los Corintios. Pablo elogia a todo el equipo con la afirmación bíblica: «sus nombres están escritos en el libro de la vida» (3; cfr. Ap 3,5; 20,15; 21,27).

La mención de la alegría conecta con el inicio de despedida interrumpido en 3,1a y confirma el tono gozoso de toda la carta contenida en los dos primeros capítulos. Pablo quiere que sea una alegría no intimista, sino difusiva, haciendo felices a los demás con la propia bondad. Es con este gozo con el que también anuncia la venida del Señor (cfr. Lc 21,28).

El deseo de la «paz de Dios» es una característica del Apóstol que encontramos en todas sus cartas como saludo inicial y como despedida. Será esta paz profunda la que libre a los filipenses de toda ansiedad. Pablo quiere cristianos expectantes y tranquilos, pero no instalados (cfr. 1 Tes 4,11s).

4,10-23 Agradecimientos y saludos finales. Antes de terminar la carta, Pablo agradece a los filipenses el envío de ayuda material y la venida de un miembro de la comunidad para que le asista mientras está en prisión. 

La Iglesia de Filipos es la más vinculada a su Apóstol fundador y la más comprometida en su trabajo evangelizador desde el primer día (1,5). Por el Apóstol mismo sabemos que no sólo le enviaron recursos económicos a Tesalónica (4,16), y ahora probablemente a Éfeso, sino también a Corinto (cfr. Hch 18,5; 2 Cor 11,9). 

Pablo agradece, pero al mismo tiempo aprovecha la ocasión para darles su testimonio de desprendimiento y libertad frente a los bienes materiales: «Estoy plenamente acostumbrado a todo, a la saciedad y el ayuno, a la abundancia y la escasez» (12), gracias a que «todo lo puedo en aquel que me da fuerzas» (13). De lo que se alegra en ese gesto de solidaridad de sus filipenses es de los intereses que ellos recibirán, pues todo compartir solidario es el culto que Dios quiere de nosotros, la verdadera ofrenda, «de grato aroma, un sacrificio aceptable y agradable a Dios» (18). 

El saludo final (23) podría ser una expresión tomada de la liturgia de la comunidad; algo normal si se tiene en cuenta que las cartas del Apóstol estaban destinadas a leerse ante la comunidad reunida, quizás en la primera parte de la celebración eucarística (cfr. Flm 25; Gál 6,18).