Carta a los Gálatas

Introducción general y comentarios al texto

Capítulos:

Introducción

Pablo en Galacia. Según los Hechos de los Apóstoles, Pablo estuvo o atravesó «la región gálata» (más o menos lo que hoy abarca la moderna Turquía) en tres ocasiones: 13,13–14,27; 16,1-5; y 18,23. En la parte meridional parece que fundó algunas Iglesias en las que predominaban los paganos convertidos, pues los judíos de la zona rechazaron su predicación.

Ocasión de la carta. En las comunidades de Galacia se presentaron unos judaizantes predicando que los cristianos, para salvarse, tenían que circuncidarse y observar ciertas prescripciones de la Ley de Moisés. Correlativamente intentaban desacreditar a Pablo, cuestionaban su condición de apóstol y su doctrina. Semejantes enseñanzas provocaron una grave crisis en aquellas Iglesias jóvenes en las que no pocos se dejaban convencer por las razones de los advenedizos. Es posible que entre los convertidos hubiese algunos judíos y prosélitos del judaísmo. Las discordias en el seno de la comunidad no tardaron en llegar. 

Al recibir las noticias en Éfeso, Pablo se alarma y se indigna, porque aquello va frontalmente contra la esencia de su mensaje y su misión. Los judaizantes no sólo pretendían que los judeo-cristianos siguieran observando la Ley, sino que también los paganos convertidos la adaptasen como requisito de salvación. En otras palabras, los cristianos tenían que pasar por el judaísmo para incorporarse al cristianismo. Sin tardanza, el Apóstol les escribe una carta enérgica (hacia el año 57), con la dureza y ternura de quien ama y sufre: «¡Insensatos!» (3,1); «¡hijos míos!» (4,19); «¡hermanos!» (1,11; 3,15; 4,12.28.31; 5,11.13; 6,1.18).

Todos iguales ante Dios. La carta es un alegato vibrante en pro de la libertad cristiana. En las cartas a los Tesalonicenses, el problema era la «parusía» o la venida definitiva del Señor. En la Primera a los Corintios (¿anterior a Gálatas?), los problemas eran de conducta ética y de unidad. Ahora, Pablo se enfrenta por primera vez con el dilema: Ley o fe, Ley o Espíritu. A la Ley no se opone el libertinaje, sino el Espíritu; al instinto de la carne no lo vence la Ley, sino el Espíritu; la Ley esclaviza, la fe emancipa y hace libres. Para obtener al principio el don de la justicia –salvación– no valen las obras –cumplimiento de la Ley–, sólo vale la fe en Jesucristo. Pero una vez obtenida la justicia y con ella la condición de hijos e hijas de Dios, el cristiano debe ordenar su conducta para alcanzar la salvación plena. Las buenas obras no son requisitos para entrar en el camino de la salvación, sino efecto del dinamismo del Espíritu.

La carta es al mismo tiempo una defensa apasionada de la misión que Pablo recibió del mismo Jesucristo y no de hombre alguno. No estaba en juego su prestigio personal, sino la veracidad del Evangelio de libertad en Cristo que él anunciaba. El Apóstol se defiende y defiende a la vez su Evangelio, recurriendo a datos y anécdotas autobiográficos: formación, conversión-vocación, visita a los jefes de Jerusalén, enfrentamiento hasta con el mismo Pedro, ofreciendo una síntesis de su pensamiento sobre la salvación del hombre por la fe y no por las obras. Empeñarse en conseguir la salvación por méritos propios es hacer inútil e inválida la muerte de Cristo.

Actualidad de la carta. La sensibilidad y el rechazo generalizado contra toda discriminación, ya sea por motivos raciales, políticos, económicos o religiosos, quizás sea uno de los logros de la sociedad de nuestros días. En esta lucha por la igualdad, las palabras de Pablo, «ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos ustedes son uno con Cristo Jesús» (3,28), deben resonar en nuestros oídos con la misma apasionada urgencia con la que el Apóstol las dirigió a los cristianos de Galacia. Sus palabras y la convicción de fe de la que brotaron, la muerte y resurrección de Cristo, ha puesto a todos los hombres y mujeres en pie de igualdad. Iguales en el pecado que esclaviza, pero iguales también ante el ofrecimiento gratuito de la salvación que nos trae la libertad.

Comentarios

1,1-5 Saludo. Ésta es la carta más dura y seria de Pablo. Escribe a las Iglesias de la región de Galacia que están cuestionando la legitimidad de su apostolado y convirtiéndose a un evangelio distinto del que él les ha predicado. El problema es muy grave. 

El Apóstol sabía que sus cartas se leían solemnemente ante toda la comunidad reunida en la asamblea litúrgica de la celebración eucarística, de ahí que el tono del saludo sea solemne y enfático. Parece que ha medido y calculado cada palabra para hacer notar a la comunidad, ya desde el principio, toda la autoridad e indignación con que les escribe. Se dirige a ellos con un frío «a las Iglesias de Galacia» (2) sin las acostumbradas expresiones de «Iglesia de Dios» (cfr. 2 Cor 1,1) o «amados de Dios» (cfr. Rom 1,7). 

Escribe en nombre, también, «de los hermanos que están conmigo» (2), señalando así que las comunidades que han permanecido fieles al Evangelio confirman lo que les va a decir y están tan indignadas como él frente a la actitud de los gálatas. 

Se presenta con su título oficial de «apóstol» y añade con rotundidad que su apostolado se lo debe a Jesucristo y a Dios Padre y no a ningún hombre, aludiendo ya al problema que ha motivado la presente carta. 

Agrega, además, que el que le envía, Jesucristo, ha muerto y resucitado para nuestra liberación, tema central de lo que va a hablar. El saludo cristiano de «gracia y paz» debió resonar en la asamblea reunida como una seria llamada al arrepentimiento y a la unidad de la fe.

1,6-10 No hay más que una Buena Noticia. Hacía algo más de un año que Pablo había predicado el Evangelio a los gálatas, así que no sale de su asombro al comprobar que en tan poco tiempo se han dejado embaucar por unos advenedizos. 

Sin dilaciones, omitiendo la acostumbrada acción de gracias, va directo al asunto que considera capital: el Evangelio que les predicó no tiene alternativa y quien intente suplantarlo merece la condena sacra del anatema. El asunto es tan grave, que el Apóstol llega a decir: «si nosotros o un ángel del cielo… anunciara una Buena Noticia diversa de la que les hemos anunciado, sea maldito» (8).

Aludiendo a los rumores esparcidos por los advenedizos de que él, Pablo, predicaba a las Iglesias de Galacia un evangelio poco exigente –que ya no les obligaba a la circuncisión y demás prácticas judías– con la intención de ganarse a la gente, se dirige a los gálatas preguntándoles retóricamente, si está tratando, ahora también, de captar su benevolencia con esta carta tan dura y tan directa. 

Mantener intacta la «memoria de Jesús» o la «tradición apostólica», transmitida por los testigos de la resurrección fue ya desde el principio el gran reto de la comunidad cristiana. Lo fue entonces y lo sigue siendo hoy. 

En tiempos de Pablo eran los judaizantes o cristianos ultra-conservadores, procedentes del judaísmo, los que ponían en peligro la «memoria de Jesús» al pretender imponer la circuncisión y las prácticas de la ley judía a los paganos, como condición necesaria para ser cristianos y así alcanzar la salvación. Esto era lo que estaba ocurriendo entre los gálatas. No era una simple cuestión de ritos religiosos. Estaba en juego el significado mismo de la vida, muerte y resurrección de Jesús, es decir, su oferta gratuita de salvación y liberación que abolía toda clase de división y de discriminación impuestas por cualquier ley humana. 

En realidad, Pablo era tolerante con los judeo-cristianos moderados que continuaban con muchas de las prácticas judías, ya fuera por viejos escrúpulos o por falta de formación. Incluso los defendió cuando eran criticados y juzgados por los que se habían liberado ya de esas prácticas (cfr. Rom 14,1-6). Es más, hizo circuncidar a su discípulo Timoteo por conveniencias del apostolado (cfr. Hch 16,3). Pero cuando la circuncisión y las prácticas de la ley ponían en peligro la fe y la libertad del cristiano, el Apóstol reacciona con la máxima energía.

La «memoria de Jesús» no era para el Apóstol una doctrina abstracta, sino la praxis liberadora del oprimido y del débil que exige la verdadera fe en Jesucristo. Cuando hoy recitamos en el Credo: «creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica», es esta «memoria de Jesús» la que confesamos creer y defender. Hoy, los enemigos de la «memoria» no son ya los judeo-cristianos extremistas, sino todos aquellos que con sus leyes, doctrinas o comportamientos olvidan, oprimen y marginan al pobre. Éste es el «anti-evangelio» contra el que se indigna el Apóstol en esta Carta a los gálatas. 

1,11-24 La vocación de Pablo. Pablo es apóstol sola y únicamente por elección de Dios y de su hijo Jesucristo. Por tanto, «la Buena Noticia que les anuncié… me la reveló Jesucristo» (11s), afirma aludiendo a su conversión en el camino de Damasco. No describe el acontecimiento, ni aquí ni en ninguna otra carta. Es probable que las comunidades evangelizadas por él conocieran ya todos los detalles que nos da Lucas en Hch 9. Si menciona, pues, su propia historia de «conversión» es para resaltar la «llamada» a ser apóstol que supuso ese encuentro con Jesús a las puertas de Damasco. Y así, habla de ella (15) con términos tomados de la vocación de Jeremías (cfr. Jr 1,5) y del siervo sufriente (cfr. Is 50,4), que son justamente los únicos profetas de Israel que abrieron el horizonte de su profesía a los paganos. 

En Pablo, conversión personal y vocación misionera son inseparables: «quiso revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos» (15s).

En cuanto a su autoridad apostólica, Pablo quiere dejar claro que actúa en pie de igualdad con los apóstoles de primera hora y que por eso no corrió inmediatamente a Jerusalén, la «Iglesia madre», en busca de una autoridad para predicar el Evangelio que ya se la había dado Jesús resucitado en persona. Así pues, en vez de dirigirse a la Ciudad Santa, se marchó a Arabia donde permaneció tres años. Sin embargo, el Apóstol no es un francotirador del Evangelio. Sabe muy bien que su conversión-vocación tuvo lugar en el seno de una «comunidad» donde recobró la vista y se llenó del Espíritu (cfr. Hch 9,17-19). Y así, a su debido tiempo –tres años después– viajó a Jerusalén.

Que no se inquieten, pues, los gálatas, parece insinuar Pablo, pues él es portavoz de la misma «tradición apostólica» que Cefas y Santiago. 

A propósito de su viaje a Jerusalén, a Lucas le parece, por lo visto, que tres años son demasiados para ver reunidos a Pablo con los demás apóstoles en una misma comunión eclesial, y así nos narra un viaje relámpago del Apóstol a la Ciudad Santa después de su conversión (cfr. Hch 9,26-30). Posiblemente, más que un «viaje físico», el evangelista de la unidad de la Iglesia esté creando literariamente un «viaje espiritual» de comunión en la misma fe y en el mismo testimonio. La fe va a ser el concepto central de la carta.

2,1-10 Pablo y los otros apóstoles. El problema que está afectando ahora tan gravemente a los gálatas, viene a decirles Pablo, ya fue zanjado y resuelto al más alto nivel de la Iglesia, tanto en la Asamblea de Jerusalén, como en el incidente posterior de Antioquía. Los hechos a los que se refiere tuvieron lugar catorce años después de su primer viaje a Jerusalén, en un segundo viaje que hizo acompañado por Bernabé y Tito, quien provenía del paganismo y no había sido circuncidado. Para entonces, Pablo llevaba ya muchos años de experiencia misionera entre los paganos y no exigía la circuncisión ni las prácticas de la Ley a los que se convertían. Sin embargo, en sus comunidades se infiltraron judeo-cristianos fanáticos que condenaban el proceder del Apóstol creando tensión y divisiones. Pablo no los menciona por sus nombres, pero no ahorra epítetos para descalificarlos: falsos hermanos, espías que odian la libertad, imponen yugos y esclavizan. 

El problema se exacerbó tanto que se hizo necesaria una reunión a alto nivel en Jerusalén. El Apóstol aclara que no fue para rendir cuentas o buscar aprobación, sino «siguiendo una revelación» (2), aludiendo al Espíritu Santo, a quien consideraba siempre el verdadero protagonista de todas sus decisiones apostólicas. Y el Espíritu va a ser el protagonista de este primer Concilio de la Iglesia.

Ya en la ciudad y reunidos en Asamblea, Pablo, de igual a igual, expone su Evangelio con firmeza y decisión a los dirigentes de la Iglesia Madre, los cuales no sólo aprobaron su proceder sino que confirmaron su autoridad como apóstol de los paganos al igual que la autoridad de Pedro entre los judíos. Todo terminó amigablemente, y Santiago, Cefas y Juan –a quienes llama «los pilares»– reconocieron «el don que se me había hecho, nos estrecharon la mano a mí y a Bernabé en señal de comunión» (9). Quedó así sancionada la validez de su apostolado entre los paganos y se afirmó la vocación universal cristiana. Más que la reinvindicación de la autoridad del Apóstol, lo verdaderamente importante en aquel encuentro fue la solidaridad, la comunión y la corresponsabilidad que se expresó en el gesto de estrechar la mano. 

Lucas, al narrar los acontecimientos en Hch 15, quiere resaltar justamente eso, la comunión en medio de la pluralidad. Esto se demostró en la colecta a favor de los hermanos pobres de Jerusalén, decidida por unanimidad. Todos pensaron que el sano pluralismo pedía, de momento, dos comunidades distintas con sus propios dirigentes.  

2,11-14 Pablo se enfrenta con Pedro. El llamado «incidente de Antioquía» demuestra la insuficiencia de lo acordado en Jerusalén, donde se tomaron decisiones que afectaban a las comunidades judeo-cristianas y a las pagano-cristianas, respectivamente, pero al parecer no se pensó en las comunidades mixtas. En efecto, algunos judeo-cristianos más progresistas frecuentaban las comunidades pagano-cristianas y «comían» con ellos, es decir, celebraban juntos la eucaristía. El mismo apóstol Pedro cuando llegó a Antioquía parece simpatizar con los aperturistas y celebra la eucaristía tanto con cristianos procedentes del judaísmo como con los procedentes del paganismo, en un gesto de libertad evangélica.

Todo iba bien, hasta que llegaron a la ciudad unos visitantes fanáticos de Jerusalén y reprocharon a Pedro su comportamiento por poner en peligro, según ellos, la fidelidad a la Ley de Moisés de los judeo-cristianos si seguían alternando con los pagano-cristianos. 

El hecho fue que Pedro, ya sea en bien de la paz o por presión de los fanáticos, dejó de frecuentar las comunidades pagano-cristianas. Viniendo de una autoridad como Pedro, el gesto no pasó desapercibido y con el gesto se creó la confusión, con el resultado de que se rompió la comunión entre las dos comunidades. Pablo se da cuenta del peligro, reacciona y se enfrenta abierta y públicamente con Pedro. Estaba en juego nada menos que la verdad del Evangelio, es decir, que la salvación no está vinculada a la Ley judía o a ninguna otra ley, sino que nos llega por la fe y no por las obras.  

2,15-21 Judíos y paganos se salvan por la fe. Para el lector de hoy, comprender y digerir estos siete versículos de síntesis concisa y apretada en los que Pablo expone su evangelio a los gálatas y anuncia el tema central de la carta, se hace difícil por el estilo de argumentación que usa, a partir de objeciones que formula y que él mismo responde, términos jurídicos, oposiciones, etc. Es como si, mientras escribe, el Apóstol tuviera en mente a Pedro, a quien responde y amonesta, a los judeo-cristianos radicales con los que polemiza, y sobre todo a los gálatas a quienes trata de re-evangelizar.

En primer lugar, Pablo expresa reiteradamente y hablando en plural la más profunda experiencia de fe del cristiano –la suya, la de Pedro, la de la comunidad– con un enfático «nosotros… sabemos… hemos creído» (15s). Su saber y su creer es Cristo, cuyo nombre menciona ocho veces en los siete versículos, y que ocupa el centro del Evangelio de salvación que él anuncia. Frente a este evangelio está el evangelio falso que predican los falsos hermanos: el de la observancia de la Ley –mencionada seis veces– que pretendidamente justifica, y que ahora está poniendo en peligro la fe de los gálatas. Para referirse a «salvación», «salvados», el Apóstol emplea los términos jurídicos de uso en su tiempo: «justicia», «justificación», «justos».

He aquí confrontados, en este drama de la salvación de la humanidad, a Cristo y la Ley; a la fe en Cristo y a la observancia de la Ley; a la vida en Cristo y a la muerte por la Ley. 

El horizonte de la visión del Apóstol va más allá de la ley judía. Abarca a toda ley, toda ideología socio-política, todo proyecto humano que presente al hombre como centro de su propio destino, como salvador de sí mismo. Pues bien, Pablo recuerda a los gálatas, por activa y por pasiva, dos veces en dos versículos (15 y 16), que sólo la fe en Cristo salva, no la Ley, pues «por cumplir la ley nadie será justificado» (16). 

Maravillado y asombrado, el Apóstol no puede disimular lo paradójico de esta realidad gratuita de salvación que está viviendo, pues los que «sabemos» y los que «hemos creído», viene a decir con ironía, somos precisamente «nosotros, judíos de nacimiento, no pecadores venidos del paganismo» (15). Seguramente, esta ironía no pasó desapercibida entre los gálatas, haciéndoles ver lo absurdo de su situación. Si él, Pablo, antes cumplidor y fanático de la Ley como el que más, descubrió por la fe en Cristo la invalidez de la Ley al verse tan pecador como el pagano, ¿qué sentido tiene, entonces, que los gálatas, convertidos del paganismo, quieran ahora someterse a la Ley como condición para salvarse? 

Pablo adelanta la posible objeción de los judeo-cristianos y, en definitiva, la de todo aquel que se enfrenta con la sola razón humana al misterio de salvación de Dios revelado en Jesucristo: si la muerte de Cristo desenmascaró la condición pecadora de la humanidad hasta sus últimas consecuencias (cfr. Rom 3,10-20), y su resurrección significó la oferta incondicional y gratuita de la salvación de Dios a esa misma humanidad pecadora, ¿no estaría Dios exigiendo el pecado con el fin de ofrecer la salvación? «¿Será entonces Cristo un agente del pecado? De ningún modo» (17), responde Pablo sin más explicaciones.

En realidad, todo el evangelio del Apóstol es la respuesta. Ya lo hizo en la Carta a los Romanos (cfr. Rom 3) y lo está haciendo ahora a los gálatas: sólo la fe en Cristo es la que nos hace saber y experimentar, por una parte, nuestra condición de pecadores, y por otra, el perdón y la oferta gratuita del amor salvador de Dios. «Soy trasgresor», dice Pablo como personificando a judeo-cristianos fanáticos y a gálatas, «si me pongo a reconstruir lo que había destruido» (18). 

Finalmente, olvidándose ya de debates y argumentos, Pablo deja que hable la nueva vida que lleva dentro, con una de las expresiones más sublimes y atrevidas que han salido de su escritura: «crucificado con Cristo… ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí» (19s).

3,1-14 La Ley y la fe. En contraste con esta experiencia de vida en Cristo, la actitud de los gálatas no tiene explicación para Pablo. Por dos veces los llama insensatos. ¿No habrán sido víctimas de las artes de brujería –es el término que usa– de los «falsos hermanos»? A través de una serie de preguntas apela a su experiencia cristiana y a que comparen su vida anterior con la de ahora. ¿Hay algo más convincente que la experiencia? Con un incisivo y retórico «quiero que me expliquen» (2) los desafía a confesar si fue la observancia de la Ley, que por cierto ellos todavía no conocían, o por el contrario, la fe en el evangelio que él les predicó, lo que produjo la efusión de los dones del Espíritu. La respuesta es obvia.

La poderosa obra del Espíritu en las comunidades que el Apóstol fundó es el fruto constante de su evangelización (cfr. 1 Tes 1,5; 2 Cor 12,12). Eso está a la vista de los gálatas, quienes han experimentado este poder en los grandes acontecimientos y milagros de los que han sido testigos. Con la lógica implacable del rabino que lleva dentro, Pablo quiere hacerles ver lo bajo que han caído o están a punto de caer si aceptan ahora la Ley como condición de salvación: del dominio del Espíritu, han caído en el dominio de la carne (3), en alusión desdeñosa a la marca de la circuncisión, símbolo del sometimiento a la Ley. Como de costumbre, el Apóstol usa un fuerte contraste de palabras para causar más impacto.

¿Habrá sido todo en vano? Pablo no acaba de creérselo, por eso dice que es «imposible que haya sido en vano» (4), como esperando que el Espíritu, que sigue presente en las comunidades, los haga reaccionar.

De la experiencia, pasa ahora el Apóstol al argumento de las Escrituras, colocando los textos que cita en el horizonte de la fe y dándoles así un nuevo significado.

El Apóstol no está forzando los textos para beneficio de sus argumentos, sino que contempla su profunda significación, solo ahora desvelada en la muerte y resurrección de Jesús.

Es desde esta perspectiva desde la que ve a Abrahán convertido en amigo y servidor de Dios gracias al acto de fe por el cual se fió y puso su destino en las manos de su creador: «creyó en Dios y esto le fue tenido en cuenta para su justificación» (6). Es como si el Patriarca hubiera dado una respuesta anticipada al anuncio del Evangelio. Este acto pionero de fe, prosigue Pablo, es el que constituyó a Abrahán en padre de todos los creyentes. Quien repita esta actitud del Patriarca entronca con él, es descendiente suyo, aunque sea de otra raza y de otro pueblo, pues en él «todas las naciones serán benditas» (8), judíos y paganos.

La circuncisión y la Ley vinieron después (cfr. Rom 4,11) y estaban orientadas, como sello y confirmación, a esta respuesta de fe de Abrahán y sus descendientes.

Dicho esto, el Apóstol se enfrenta ahora con la Ley (10-13). A causa del pecado del pueblo judío, esta Ley quedó pervertida cuando, en vez de llevarles a depender de Dios para su salvación, les hizo creer que se salvaban por sus propios méritos adquiridos por la observancia de la Ley y garantizados por la circuncisión. Así cayeron en la «maldición», en oposición a la «bendición» prometida en Abrahán.

En la mente de Pablo parecen resonar las palabras de Habacuc, su texto favorito. El profeta maldice al hombre hinchado por la arrogancia y la fanfarronería que le producen sus propios éxitos, en cambio «el inocente, por fiarse, vivirá» (Hab 2,4).

Pablo llega a decir que la dinámica de esta maldición de la Ley es lo que llevó a Jesucristo a la muerte y «nos rescató de la maldición de la Ley sometiéndose él mismo a la maldición por nosotros» (13). Y fue en esta muerte donde se reveló el misterio de salvación.

Cristo, cargando con esta maldición, nos libera de ella y aplica y extiende a todos la «bendición» prometida a Abrahán, la cual se hace ahora en el don del Espíritu. Como siempre, Pablo tiene en la mente «no sólo» a la Ley judía, sino a todo producto del orgullo humano que lleve al hombre a constituirse en señor de sí mismo y artífice de su propio destino frente a su Creador. Este «orgullo» que tantas violencias e injusticias ha causado en la torturada historia humana es a lo que el Apóstol llama la «maldición de la Ley».

3,15-22 La Ley y la promesa. La venida de Cristo es también la clave que ilumina el sentido y alcance de la «promesa» y de la «Ley», ideas básicas del judaísmo de su tiempo. El Apóstol argumenta que la promesa hecha por Dios a Abrahán no puede ser anulada por una legislación que llegó siglos después y que surgió del pacto o la alianza entre Dios y su pueblo en el Sinaí (cfr. Éx 19s). Ambas, Promesa y Ley, son ciertamente iniciativas de Dios. El problema, sin embargo, está en que los judíos de su tiempo no han comprendido la relación entre la promesa hecha a Abrahán y la Ley dada a Moisés. No han reconocido que la Ley estaba al servicio de la promesa, hasta que ésta se cumpliera. Habían hecho de la Ley un absoluto, casi divinizándola, convirtiéndola en fin de sí misma, olvidándose por completo de la promesa que daba sentido y legitimidad a la Ley.

Ahora, Cristo, el «heredero» de la promesa hecha a Abrahán está presente. Con su venida, la Ley ya ha cumplido su función. Leyendo el término «descendiente» en singular (cfr. Gn 12,7), Pablo afirma que el heredero de la promesa patriarcal es una persona, Cristo.

«Entonces, ¿para qué sirve la Ley?» (19). El Apóstol ve venir la objeción y responde: sin duda alguna la Ley tenía su valor, fue promulgada nada menos que por ángeles y por un mediador de la categoría de Moisés.

Sin embargo, su función –viene a decir Pablo con la sutileza del rabino iluminada por la fe del creyente– no estaba en que salvaba, sino justamente en lo contrario, en convencer a los que están bajo su régimen de que la Ley no salvaba; por eso, «la Escritura incluye a todos bajo el pecado» (22), haciéndoles así experimentar, por una parte, la necesidad de una salvación radical y definitiva y, por otra, lanzarlos a la espera de dicha salvación, la que justamente estaba contenida en la promesa que se ha hecho ahora realidad en la persona de Jesucristo.

Así es cómo explica Pablo la doble funcionalidad de la Ley en tensión con la promesa. Primero, desenmascara la condición pecadora del hombre y su imposibilidad de salvarse a sí mismo; segundo, como Ley basada en la promesa de salvación por la fe, lanza al pueblo a un futuro de esperanza.

3,23–4,11 Esclavos e hijos. Siguiendo con su argumentación, Pablo explica esta función pedagógica de la Ley con una comparación tomada de la relación existente en el mundo griego entre preceptor o pedagogo y el menor de edad o pupilo. En la familia griega, el niño pequeño era confiado a esclavos, que podían ser cultos y amables pero también incultos y crueles, convirtiendo así la tutoría de sus pupilos en una cárcel. Cuando llegaba la fecha de la mayoría de edad, decidida por el padre, el hijo se emancipaba y adquiría todos los derechos como hijo y como heredero.

La Ley ejerció de «tutor» durante la minoría de edad del pueblo. Dios señala una fecha en la historia y envía a su Hijo, el Heredero. Y nosotros, unidos a él –el singular se hace colectivo–, nos hemos convertido también en hijos y herederos (cfr. Jn 1,12; Rom 8,17) «por voluntad de Dios» (4,7). La minoría de edad fue una esclavitud «a los poderes que dominan este mundo» (4,3), dice Pablo. ¿Se refiere al culto idolátrico a criaturas tenidas por divinas, devoción que practicaban los gálatas antes de su conversión (cfr. Col 2,20)? ¿Les está insinuando a los judíos que también la práctica de la Ley de Moisés puede llegar a convertirse en idolatría? ¿Está cuestionando también nuestras idolatrías esclavizadoras de hoy: el culto al dinero, al consumismo, etc., que tantas injusticias están causando en nuestra sociedad?

De todo ello, afirma el Apóstol, hemos sido liberados pues «Dios infundió en sus corazones  el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: Abba, es decir, Padre» (4,6). Esta primera invocación filial lo contiene todo en germen: madurez tras la infancia, conocimiento tras la ignorancia, libertad tras la esclavitud, esperanza de una herencia trascendente.

Todos sin excepción han sido llamados a compartir esta herencia, pues el Espíritu no distingue sexos, ni edades, ni condición social. En virtud de la fe, judíos y griegos (paganos) comparten una misma mesa (cfr. Hch 10); esclavos y amos son hermanos (carta a Filemón); hombres y mujeres hablan y profetizan (cfr. 1 Cor 11,11s; Flp 4,2s). He aquí la liberación de todo orden que nos trae el Espíritu cuando se nos da en el bautismo, una liberación que debe ser proclamada y testimoniada por la Iglesia como su única razón de ser y de estar en el mundo.

4,12-20 Pablo y los gálatas. De repente, Pablo cambia de tono y se vuelve tierno, evocando los días felices del primer encuentro de amor con la comunidad. Les recuerda cómo le acogieron, como a Cristo mismo (cfr. Mt 10,40) cuando enfermo, «les anuncié por primera vez la Buena Noticia» (13). Si ahora les dice verdades amargas es justamente por el cariño que les tiene, como pagando con amor una deuda de amor. Por el contrario, los malintencionados que se han infiltrado en la comunidad quieren comprar a los gálatas, arrebatándoselos al Apóstol. Él, en cambio, no los quiere para sí, sino para Cristo. Lamenta que, influidos por los intrusos, puedan volverse contra él los que le acogieron como a un ángel de Dios; pero tiene esperanzas de que esto no suceda.

Con una imagen fascinante, el Apóstol se ve a sí mismo como una madre que engendra: «Hijitos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto» (19), que se comporta con ellos «como una madre que acaricia a sus criaturas» (1 Tes 2,7) y que atiende a su crecimiento y formación «hasta que Cristo sea formado en ustedes» (19).

Este comportamiento maternal de Pablo con sus comunidades debería dar que pensar a tantos pastores y líderes de nuestra Iglesia de hoy, que siguen aferrados a la imagen del padre severo, adusto, distante e inquisidor.

4,21–5,1 Agar y Sara. Parece que Pablo no quiere dejar tecla sin tocar para convencer a los gálatas de que es Cristo quien nos trae la libertad. Ahora recurre a la interpretación alegórica de la historia de Abrahán (cfr. Gn 16,15; 21,2), apurando oposiciones y relaciones. 

A nosotros, los cristianos de hoy, nos puede dejar fríos semejante argumentación, pero no así a los primeros destinatarios de su carta quienes se tomaban muy en serio el mensaje alegórico de las Escrituras.

Pablo contrapone dos madres: una esclava, Agar; y otra libre, Sara; dos nacimientos: uno según las fuerzas humanas, Ismael; y otro según la promesa y el poder de Dios, Isaac; y dos descendencias: una de esclavos y otra de libres. Todo ello lo ve simbolizado en dos Alianzas: la de Abrahán y la del Sinaí, una para la libertad, la otra para la esclavitud. La Jerusalén «terrena» sería la ciudad de los esclavos. La Jerusalén «celeste», en cambio, es la de los libres, a la que Pablo llama «nuestra madre» (4,26). Los primeros lectores de Pablo no necesitaban, ciertamente, muchas explicaciones para captar el mensaje. Por eso, el Apóstol, sin añadir más, termina su alegoría cantando con las Escrituras las maravillas que Dios ha hecho con la estéril y abandonada que «tendrá mas hijos que la casada» (4,27).

Como conclusión a lo dicho e introducción a lo que a continuación les va a decir, el Apóstol nos regala en una frase lapidaria uno de los grandes mensajes del evangelio (cfr. Jn 8,32.36): «Cristo nos ha liberado para ser libres» (5,1).

5,2-12 Libertad cristiana. El Apóstol comienza con un enfático «miren, yo mismo, Pablo, les digo» (2), que sólamente usa en ocasiones excepcionales (cfr. 2 Cor 10,1). Los gálatas deben elegir: o bien la vuelta a la circuncisión y a todo el peso del cumplimiento de la Ley o bien la fe en Cristo y el don del Espíritu. Probablemente los judeo-cristianos radicales que se habían infiltrado entre los gálatas no proponían a éstos una vuelta al sistema de la Ley puro y duro, sino un compromiso entre judaísmo y cristianismo, quizás buscando un «modus vivendi» para una comunidad mixta. Pero Pablo es radical, no admite componendas ni medias tintas. Son como dos sistemas irreconciliables. Y así les aplica el refrán que ya usó en 1 Cor 5,6: «una pizca de levadura hace fermentar toda la masa» (9); si dan entrada a una pizca, pueden corromperse del todo. Con la verdad del evangelio no se juega. 

El Apóstol no está hablando de doctrinas o ideologías abstractas. Por el contrario, está preocupado justamente de la praxis de vida concreta que genera un sistema u otro. Dicho de otra manera: lo que está en juego es la «memoria de Jesús»: su oferta de salvación universal, su opción por los marginados, la abolición de toda discriminación, el amor mutuo como norma de conducta. 

Esta «memoria de Jesús» como praxis del creyente sólo puede ser inspirada por el Espíritu, no por el cumplimiento de la Ley. Ésta discrimina y divide, que es lo que estaba ocurriendo. 

La fe, para Pablo, es un dinamismo que pone en marcha el amor. La vida cristiana no excluye las obras sino que las concentra en el amor fraterno y las mira como frutos que brotan de la fe, no como méritos en virtud de los cuales el hombre se salva por sus propias fuerzas. La fe activa la caridad y es activa por la caridad.

Finalmente, el Apóstol menciona la burda insinuación de sus adversarios de que él seguía exigiendo la circuncisión (11). ¿Se referían al caso de Timoteo? (cfr. Hch 16,3). La persecución de que es objeto muestra a las claras que los privilegios y la seguridad social que le daban la circuncisión los ha cambiado por lo único que considera importante, predicar la cruz de Cristo con todo el escándalo que lleva consigo (cfr. 1 Cor 1,23). En cuanto a sus acusadores, «que se mutilen del todo» (12), dice con sarcasmo, como queriendo equipararlos a los que se hacían castrar en el templo pagano de la diosa Cibeles, el más importante de Galacia.

5,13-26 Guiados por el Espíritu. Pablo comienza las exhortaciones finales de su carta con un nuevo llamamiento a la libertad: «ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en libertad» (13). El encuentro con el Señor a las puertas de Damasco hizo del Apóstol un hombre libre y, desde entonces, la liberación será el tema constante de su predicación: liberación del pecado (cfr. Rom 7,14s); de la muerte, el último enemigo (cfr. Col 2,12-14; 1 Cor 15,26); del instinto (cfr. Rom 8,13); del régimen de la Ley (cfr. Rom 6). Evangelio y libertad se identifican. ¿De qué liberación o libertad está ahora hablando a los gálatas? De la misma que ya les habló a los corintios: «el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad» (2 Cor 3,17). Por eso, el Espíritu –lo nombra ocho veces– domina toda esta página de recomendaciones y amonestaciones. 

Pablo considera a la persona humana como un campo de batalla donde dos fuerzas opuestas libran un combate: las fuerzas del instinto –literalmente la «carne»– y la fuerza del Espíritu. El instinto mata la libertad y conduce a la esclavitud, dramatizada en la larga lista de vicios donde descuellan, por un lado, los pecados que pisotean y destruyen la libertad del otro, haciendo imposible la convivencia humana: violencia, envidias, bandos, ambición, etc.; y por otro, las pasiones que encadenan a la persona a la tiranía del sexo: fornicación, indecencia, desenfreno. El Espíritu, por el contrario, produce «el fruto» –en singular– del amor, que encabeza la lista (22). Lo demás será el despliegue y consecuencia del amor, comenzando por la «alegría», otra de las experiencias más profundas de Pablo, y que hacen de él un hombre dominado por el gozo. La esperanza le produce alegría (cfr. Rom 12,12); los discípulos son su alegría (cfr. Flp 4,1; 1 Tes 2,20); hasta las tribulaciones son causa de alegría (cfr. 2 Cor 7,4). Los frutos del Espíritu que enumera el Apóstol son las realidades que hacen del cristiano un miembro libre y solidario de una comunidad libre y solidaria.

La llamada a la libertad con que comenzó (13) es como un camino que el cristiano tiene que recorrer (cfr. Sal 1,1), posibilitado, sí, por el Espíritu que se le dio en el bautismo (cfr. 1 Cor 6,11) y que puede ser «guía» (18) del caminante, pero con la condición de que éste se comprometa a dejarse guiar. Esto no tiene nada de pasividad. Pablo expresa el compromiso activo y militante del cristiano uniendo un verbo en indicativo: «si vivimos por el Espíritu», con otro en imperativo, «sigamos al Espíritu» (25). El nuevo ser del cristiano exige manifestarse en una praxis cristiana liberadora. Lo contrario sería una incoherencia o una ilusión.

6,1-10 Ayuda mutua. Un caso concreto de seguir al Espíritu: la corrección fraterna. Se trata de un acto de amor si es humilde y va acompañada del propio examen de conciencia para evitar el orgullo por los dones recibidos (cfr. Sant 5,19s). La exhortación a la corrección fraterna aparece ya en 1 Tes 5,14. La humildad es la gran ayuda para la fraternidad (cfr. Flp 2,3). 

Pablo es siempre práctico y sabe moverse de las alturas desde donde brota la nueva vida del cristiano a los casos concretos en que ésta debe manifestarse en el día a día de las comunidades. Así lo hace ahora en este final de carta con consejos y recomendaciones útiles donde va explicitando las exigencias de la ley de Cristo, ley del amor y de la libertad. 

Con refranes del mundo agrícola (cfr. Prov 22,8; Os 8,7) emplaza la vida diaria del cristiano para el «Día del Señor», el tiempo de la «siega y de la cosecha». Compara el caminar de acuerdo con el Espíritu con la tierra que se elige para sembrar la semilla. Es tierra del Espíritu, y éste hará fructificar la semilla en cosecha de vida eterna. La tierra del instinto, por el contrario, dará como fruto la corrupción.

6,11-18 Conclusión y despedida. Concluye resumiendo las ideas principales y despidiéndose. Escribe las últimas líneas de su puño y letra que eran como la firma de autenticidad de las cartas antiguas. Añade curiosamente que lo hace con letras grandes, como para subrayar que en estas frases está el resumen de toda la carta. 

Pues bien, con «letras grandes» vuelve a la polémica con la que comenzó, como para desenmascarar definitivamente ante los gálatas a los intrusos que les engañan con un evangelio diferente al auténtico que él les predicó. 

Primero, son unos cobardes que huyen de la persecución que sufrirían si anunciaran el Evangelio de la cruz de Cristo con todas sus consecuencias, sin componendas de circuncisión y leyes. Les caería encima la ira de los judíos. Segundo, son unos egoístas, pues lo único que pretenden es apuntarse triunfos en su proselitismo a costa de la libertad ajena (cfr. Mt 23,15), mostrando como trofeo la circuncisión impuesta a los gálatas. 

En cambio, todo el orgullo de Pablo está en la cruz de Cristo, en su muerte y sacrificio por amor, en participar en ella y predicarla como único medio de salvación. A la circuncisión carnal, que ya no cuenta, el Apóstol antepone las marcas de sus sufrimientos por el apostolado (cfr. 1 Cor 1,31) que le dan toda la autoridad apostólica como para dar el problema por resuelto con un ¡basta ya!: «que nadie me cause más dificultades» (17).

Es la única vez que Pablo, en el saludo final, intercala el vocativo «hermanos», signo de la esperanza de lograr o haber logrado su reconciliación con los gálatas, con el gran deseo de que éstos renovarán su fidelidad al Evangelio que les predicó. La gracia que les desea es la fuerza salvífica de Dios en Jesucristo.