Carta a los Hebreos

Introducción general y comentarios al texto

Capítulos:

Introducción

Carta. Más que una carta, este escrito parece una homilía pronunciada ante unos oyentes o un tratado doctrinal que interpela a sus lectores. No cuenta con la clásica introducción epistolar compuesta por el saludo, la acción de gracias y la súplica; su conclusión es escueta y muy formal. Su autor ha empleado recursos de una elegante oratoria, como las llamadas de atención y el cuidadoso movimiento entre el sujeto plural y el singular en la exhortación, características propias de un discurso entonado. 

De Pablo. Ya en la antigüedad se dudó sobre su autenticidad paulina y tardó en imponerse como carta salida de la pluma del Apóstol. Las dudas persistieron, no obstante, hasta convertirse hoy en la casi certeza de que el autor no es Pablo, sino un discípulo anónimo suyo. Las razones son muchas: faltan, por ejemplo, las referencias personales; el griego que utiliza es más puro y elegante, como si fuera la lengua nativa del autor; el estilo es sosegado, expositivo, y carece de la pasión, movimiento y espontaneidad propios del Apóstol.  

A los hebreos. La tradición ha afirmado que los destinatarios eran los «hebreos», o sea, los judíos convertidos al cristianismo. Y ésa sigue siendo la opinión más aceptada hoy en día. La carta cita y comenta continuamente el Antiguo Testamento; a veces alude a textos que supone conocidos. En ella se puede apreciar a una comunidad que atraviesa un momento de desaliento ante el ambiente hostil de persecución que la rodea. El entusiasmo primero se ha enfriado y, con ello, la práctica cristiana. La nostalgia del esplendor de la liturgia del Templo de Jerusalén, que se desarrolla alrededor del sacerdocio judío, está poniendo en peligro una vuelta al judaísmo, a sus instituciones y a su culto. 

Fecha y lugar de composición de la carta. La fecha de composición es discutida. Algunos piensan que la carta es anterior a la destrucción de Jerusalén (año 70), pues el autor parece insinuar que el culto judío todavía se desarrolla en el Templo (10,1-3). Otros apuntan a una fecha posterior, cuyo tope sería el año 95, año en que la carta es citada por Clemente. En cuanto al lugar, la incertidumbre es completa.

Contenido de la carta. Esta carta-tratado alterna la exposición con la exhortación. Desde su sublime altura doctrinal, el autor contempla admirables y grandiosas correspondencias. La primera, entre las instituciones del Antiguo Testamento y la nueva realidad cristiana. La segunda media entre la realidad terrestre y la celeste, unidas y armonizadas por la resurrección y glorificación de Cristo. Su tema principal, provocado por la situación de los destinatarios, es el sacerdocio de Cristo y el consiguiente culto cristiano.

El sacerdocio de Cristo. A la nostalgia de una compleja institución y práctica judías opone el autor, no otra institución ni otra práctica, sino una persona: Jesucristo, Hijo de Dios, hermano de los hombres. Él es el gran mediador, superior a Moisés; es el «sumo sacerdote», que ya barruntaba la figura excepcional y misteriosa de Melquisedec. 

El autor lo explica comentando el Sal 110 y su trasfondo de Gn 14. Jesús no era de la tribu levítica, ni ejerció de sacerdote de la institución judía, era un laico. Su muerte no tuvo nada de litúrgico, fue simplemente un crimen cometido contra un inocente. Si el autor llama «sacerdote» a Cristo –el único lugar del Nuevo Testamento donde esto ocurre– lo hace rompiendo todos los moldes y esquemas, dando un sentido radicalmente nuevo, profundo y alto a su sacerdocio, y por consiguiente al sacerdocio de la Iglesia.

Jesucristo es el mediador de una alianza nueva y mejor, anunciada ya por Jeremías (cfr. Jr 31). Su sacrificio, insinuado en el Sal 40, es diverso, único y definitivo; inaugura, ya para siempre, la perfecta mediación de quien es, por una parte, verdadero Hijo de Dios y, por otra, verdadero hombre que conoce y asume la fragilidad humana en su condición mortal. 

Su sacerdocio consiste en su misma vida ofrecida como don de amor a Dios su Padre, a favor y en nombre de sus hermanos y hermanas. Una vida marcada por la obediencia y solidaridad hasta el último sacrificio. Dios transformó esa muerte en resurrección, colocando esa vida ofrecida y esa sangre derramada por nosotros en un «ahora» eterno que abarca la totalidad de la historia humana con la mediación de su poder salvador.

El sacerdocio de los cristianos. Los cristianos participan en este sacerdocio de Cristo. Es la misma vida del creyente la que, por el bautismo y su incorporación a la muerte y resurrección del Señor, se convierte en culto agradable a Dios, o lo que es lo mismo, en un cotidiano vivir en solidaridad y amor, capaces de trasformar el mundo. En esta peregrinación de fe y de esperanza del nuevo pueblo sacerdotal de Dios hacia el reposo prometido, Cristo nos acompaña como mediador, guía e intercesor.

Actualidad de la carta. Ha sido el Concilio Vaticano II el que ha puesto la Carta a los Hebreos como punto obligado de referencia para comprender el significado del sacerdocio dentro de la Iglesia, tanto el de los ministros ordenados, como el sacerdocio de los fieles. Toda la Iglesia, continuadora de la obra de Cristo, es sacerdotal. Todos y cada uno de los bautizados, hombres y mujeres, participan del único sacerdocio de Cristo, con todas las consecuencias de dignidad y protagonismo en la misión común. El sacramento del ministerio ordenado –obispos, presbíteros y diáconos–, ha sido instituido por el Señor en función y al servicio del sacerdocio de los fieles. Estamos sólo en los comienzos del gran cambio que revolucionará a la Iglesia y cuyos fundamentos puso ya el autor de esta carta.

Comentarios

1,1-14 El Hijo. La carta a los Hebreos no es en realidad una carta, sino una homilía dirigida a los cristianos de la segunda generación que vivían momentos difíciles de desaliento y confusión. Por eso no comienza con los preámbulos propios de una carta, como la alusión al remitente, destinatarios, saludos, sino con una introducción que adelanta el tema de la homilía que va a comenzar.

De manera breve y solemne, con el estilo distinguido que le da el dominio de la lengua griega, el predicador nos presenta la figura del Hijo de Dios ocupando el centro de la historia de las relaciones entre Dios y la humanidad. Dios ha estado siempre hablando de muchas formas y maneras a los hombres y mujeres de todo el mundo. A los judíos, en concreto, les habló, sobre todo, a través de los profetas de Israel. Siguiendo el pensamiento del autor de la carta, podemos decir que Dios también ha hablado a otros pueblos por medio de hombres y mujeres sabios, los profetas de las otras religiones de la tierra. En esta etapa final de la historia, Dios ha pronunciado su palabra definitiva, pero no ya por medio de cualquier hombre, sino por medio de uno que es su Hijo. 

El predicador presenta ahora la identidad de este Hijo, que es quien encarna y garantiza la Palabra de la revelación plena de Dios, en contraste con las revelaciones parciales y fragmentarias que han aparecido a lo largo de la historia humana. Y así, recorriendo las Sagradas Escrituras nos ofrece un retrato majestuoso de la identidad del Hijo de Dios antes de que apareciera en la historia como Jesús de Nazaret. Dice que ya era el Mediador en la creación, la Palabra en que todo fue creado (cfr. Gn 1; Sal 33,6 y Jn 1,3); la Sabiduría del proyecto creador-salvador de Dios (cfr. Sab 7,22-30); el Heredero universal de las naciones y de los confines de mundo (cfr. Sal 2,8). 

En cuanto al misterio de su origen y naturaleza, el predicador emplea una imagen tomada del mundo de la luz para afirmar su igualdad con Dios: «él es reflejo de su gloria» (3). Y en relación con la creación nos dice que el Hijo lo sustenta todo (cfr. Col 1,17), como si la acción creadora estuviera saliendo continuamente de sus manos.

De la función creadora del Hijo pasa a su función salvadora, y lo presenta en su estado de exaltación gloriosa (cfr. Flp 2,9-11), sentado a la derecha de Dios (cfr. Sal 110,1), después de la purificación de nuestros pecados por su muerte, según la profecía de Ezequiel (cfr. Ez 36,25-29). 

¿Hay alguien comparable con este Hijo de Dios? Nadie, ni siquiera los ángeles, y lo prueba con varias citas de las Escrituras para concluir que los ángeles son solamente «espíritus… enviados en ayuda de los que han de heredar la salvación» (14).

2,1-9 Cristo, Hijo de Dios y hombre glorificado. El discurso se interrumpe con una breve exhortación, donde se anima a la comunidad a conocer y a cumplir la palabra salvadora expresada en el Hijo. Esta palabra, la Buena Noticia, es mucho más importante que la Ley «promulgada por medio de los ángeles…» (2), en referencia a la tradición rabínica que decía que Moisés había recibido la Ley por medio de ángeles, como mediadores entre Dios y su pueblo (cfr. Gál 3,19). A esa Ley contrapone la salvación que hemos recibido nosotros. Es el «Señor» el que comienza a anunciarla (cfr. Mc 1,15; Mt 4,17); los que primero la «oyeron» y se convirtieron en sus testigos son los apóstoles y discípulos; Dios confirma el mensaje con milagros (cfr. Mc 16,20; Hch 14,3; Rom 15,19) y con los dones del Espíritu. 

Todo esto ha sido posible porque el «Señor» es «Jesús», afirma el predicador, mencionando así su nombre por primera vez para referirse a su condición humana. Es el «Señor Jesús» quien, estando al mismo nivel que Dios, se ha rebajado a nuestro nivel y se ha hecho hombre como nosotros. Y así, durante el período de su vida en la tierra, sobre todo durante su pasión y muerte, fue inferior a los ángeles. Pero sólo temporalmente, pues por su resurrección y glorificación «lo coronaste de gloria y honor, todo lo sometiste bajo sus pies» (7s) –incluso a los ángeles–, aplicando a Cristo las palabras de Sal 8,5-7. En Jesús todo ha sido ya sometido (cfr. Ef 1,20-22), pero antes «por la gracia de Dios, padeció la muerte por todos» (9). 

2,10-18 Pionero de la salvación y Sumo Sacerdote. La solidaridad es la característica fundamental de este pionero de la salvación: «tenía que ser en todo semejante a sus hermanos» (17) para hacernos semejantes a Él. Esta solidaridad le llevó a la muerte y, al aceptar la muerte controlada por el Diablo, venció al Diablo (cfr. Jn 12,31) y a la muerte (cfr. 1 Cor 15,55) «para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan la vida como esclavos» (15). Así queda Cristo constituido en Sumo Sacerdote, «mediador» entre Dios y la humanidad.

El predicador deduce este nuevo título de Cristo de todo lo anterior. Su vinculación de igualdad con Dios, de la que ha hablado en la introducción, sólo era una de las dimensiones de la función sacerdotal de mediador; le faltaba la otra, su vinculación de igualdad con los seres humanos en todo, hasta en la muerte. «Sumo Sacerdote» es el título favorito que aplica el predicador a Jesucristo, y será de aquí en adelante el tema central de esta gran homilía a los Hebreos. De todo el Nuevo Testamento, sólo se llama «Sacerdote» a Jesús en esta carta, de ahí la gran importancia que tienen estas reflexiones de nuestro predicador. Por ahora, nos dice que este Sumo Sacerdote es compasivo (17), como queriendo concentrar en esta palabra toda la «memoria de Jesús»: su inmensa ternura y amor por los pecadores, por los pobres y marginados (cfr. Mt 9,36). Y es justamente esta compasión la que le hace ser un sacerdote «fiel en el servicio de Dios» (17), pues ese amor compasivo de Jesús sólo podía venir del mismo Dios.

3,1-6 Jesús y Moisés. El predicador dirige ahora su mirada a los cristianos y las cristianas a quienes llama «consagrados», es decir, los que han experimentado la salvación por medio de la muerte de Cristo y que probablemente expresaban ya en la liturgia de sus asambleas la fe en el «Sacerdote Mediador» de esta salvación. 

Los invita a comparar la autoridad de la Palabra de salvación traída por este Apóstol (cfr. Sal 22,23; Mal 2,7) y Sumo Sacerdote con la del mediador más importante del pueblo de Israel, Moisés. Ambos, Moisés y Cristo son fieles y gozan de la comunicación íntima con Dios. Pero una es la intimidad del siervo y otra la del Hijo. Moisés presta sus servicios como «siervo» y administrador en la casa de Dios que él no fundó. Jesús, en cambio, es «Hijo», fundador con Dios de la «nueva casa» y directo administrador de ella. Y esa casa, que se sostiene en la confianza en Dios y en la esperanza del premio, «somos nosotros» (6).

3,7-19 El hoy de Dios. Toda la carta a los Hebreos es una exhortación a la comunidad cristiana a mantener su fidelidad a Cristo. Parece que el entusiasmo y la vitalidad cristiana de las primeras generaciones había decaído, dando paso al desaliento, al cansancio y quizás a la duda. ¿Pensaban algunos de los Hebreos volver a la ley judía que habían abandonado, añorando quizás el culto, los sacrificios y el sacerdocio del Templo de Jerusalén? Posiblemente por ello, el tono de la homilía se vuelve duro y premonitorio.

En lugar de exhortar con sus propias palabras hace que les hable directamente el Espíritu Santo a través del Sal 95,7-11: si «hoy escuchan su voz» (7); el mismo Espíritu es el que les dice lo que sucedió en el desierto a los israelitas que fueron infieles. Invitados por Dios para entrar en posesión de la tierra prometida, muchos de ellos se acobardaron, desconfiaron y se rebelaron, por lo cual fueron castigados a vagar por el desierto hasta morir, sin alcanzar el descanso de la promesa. 

El tema del Éxodo era frecuente en la catequesis de la Iglesia primitiva (cfr. 1 Cor 10,1-7). La comunidad cristiana era considerada como el nuevo pueblo de Dios, caminando como en un nuevo éxodo hacia el descanso definitivo en el reino de Dios. El predicador ve este éxodo de la comunidad cristiana en el «hoy de Dios», con todo lo que tiene de oportunidad y de urgencia para perseverar en el camino hasta el final, con el mismo entusiasmo y la misma firmeza con que comenzó la marcha. Solo así «seremos compañeros del Mesías» (14). Los que murieron por el desierto, continúa el predicador, también fueron guiados por Moisés, también oyeron su voz, pero «por su incredulidad no pudieron entrar» (19) en el descanso de Dios. 

4,1-13 El descanso. La exhortación no podía quedarse en los peligros del camino. La marcha, aunque difícil, está iluminada por la meta: la promesa del descanso. El predicador, siguiendo con Sal 95,7-11 afirma que esa promesa hecha al pueblo judío sigue en pie, y no es otra sino la participación en el descanso sabático de Dios, en alusión al séptimo día de la creación en el que el Creador descansó (cfr. Gn 2,2). «Reposo» en hebreo es «sabbat» –sábado–, y la tradición judía veía en ese día sagrado la imagen de la plenitud del mundo venidero.

Ésta fue, en realidad, la promesa hecha al pueblo judío, aunque en un principio pensaron que se trataba de la promesa terrena de la conquista y ocupación de Palestina. Pero, cuando ya eran dueños de la tierra, la Palabra de Dios les siguió exhortando a la fidelidad y a no endurecer el corazón para poder entrar un día en el descanso sabático de Dios. El libro del Apocalipsis coloca el reposo de las tareas después de la muerte: «felices los que en adelante mueran fieles al Señor… descansarán de sus fatigas porque sus obras les acompañan» (cfr. Ap 14,13).

Esta Buena Noticia, ya anunciada al pueblo judío, es la que se nos anuncia ahora en este «hoy de Dios», con la misma y urgente invitación a recibirla y a que nos comprometamos con ella por la fe: «si hoy escuchan su voz, no endurezcan el corazón» (7), pues sólo «los que hemos creído, entraremos en ese descanso» (3). Con esta Palabra de Dios no se juega, nos dice. No es como la palabra humana. Es una palabra viva y eficaz que, como una espada (cfr. Is 49,2), corta, juzga, discierne, pide cuentas, desafía, y sobre todo, salva al que la recibe por la fe.

4,14-16 Jesús, Sumo Sacerdote. A la seriedad y dureza de la exhortación siguen estas palabras de ánimo jubiloso. Las puertas del descanso sabático de Dios ya están abiertas y allá «tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote excelente que penetró en el cielo» (14) y que es la garantía, el apoyo y el sostén de nuestra fidelidad. Si antes presentó a este Sumo Sacerdote, Jesús, como «fiel» (3,1-4), ahora lo presenta con uno de sus títulos más atrayentes: «compasivo». Es éste uno de los atributos clásicos de Dios en el Antiguo Testamento que aparece tanto en la Ley: «El Señor, el Dios compasivo y clemente» (Éx 34,6); como en los Salmos: «él rescata tu vida… y te corona con su bondad y compasión» (Sal 103,4); y en los Profetas: «¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto!… se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión» (Jr 31,20).

En Jesús, la compasión de Dios alcanza su máxima expresión. Él es la compasión divina hecha hombre. Ha experimentado nuestra condición humana porque, al igual que nosotros, «ha sido probado en todo, excepto el pecado» (15). Las tentaciones no fueron un hecho aislado en la vida de Jesús, sino que vivió toda su vida bajo la tentación y las pruebas en que vivimos los seres humanos. Por eso simpatiza, comprende nuestra debilidad, conoce el barro del que estamos hechos. Ahora que está sentado, glorioso, en el tribunal de la gracia, no podíamos tener un mediador más excelente y compasivo. El predicador nos invita a acudir a Él confiados para obtener siempre su misericordia y su auxilio.

5,1-10 Jesús, Sacerdote sufriente. Ahora nos va a decir en qué consiste esta mediación sacerdotal de Cristo, y lo hace comparando su sacerdocio con el oficio de sumo sacerdote de Israel, poniendo de relieve sus dos requisitos fundamentales: la vocación-elección y la función de «ofrecer… sacrificios por los pecados» (1), en los que se expresan los dos polos de la mediación: intimidad con Dios y solidaridad con los pecadores. La solidaridad con los pecadores del sumo sacerdote de Israel viene de sus propios pecados, que lo hacen participar de la condición pecadora del pueblo, de tal manera que también él tiene que ofrecer sacrificios por sus transgresiones (cfr. Lv 4,3-12).

La experiencia del propio pecado debe hacerle comprensivo e «indulgente con ignorantes y extraviados» (2). En cuanto a la intimidad con Dios que hace del sumo sacerdote su representante ante el pueblo, tiene que venir por elección especial del mismo Dios, que había recaído en Aarón, hermano de Moisés, y en su descendencia (cfr. Éx 28,1), de donde nació la clase sacerdotal.

Sobre este trasfondo del sacerdocio judío, el autor de la carta nos presenta ahora el sacerdocio de Cristo, no como continuidad, sino como ruptura, como algo radicalmente distinto que redefine y da un nuevo contenido tanto a la palabra «sacerdote» como a la función sacerdotal. Nos está diciendo entre líneas que, en definitiva, el sacerdocio del Templo no funcionó porque fracasó en lo más importante: la solidaridad y la compasión hacia los «ignorantes y extraviados». Fue precisamente la clase sacerdotal la que persiguió a Jesús porque ofrecía la misericordia de Dios a las prostitutas, a los cobradores de impuestos, a los leprosos, a los enfermos, y en general, a todos los considerados impuros por la Ley.

¿Cómo se puede ofrecer a Dios sacrificios por los pecados cuando se lleva en el corazón el desprecio por los pecadores?

La primera diferencia radical de Jesús como sacerdote fue no tener pecado; la segunda, ser elegido y nombrado sumo sacerdote sin provenir de una familia sacerdotal, ya que Jesús era de la tribu de Judá, no de Leví.

Así introduce el autor la cita del Sal 110,4, que le va a servir para desarrollar después el tema de su intimidad con Dios.

Insiste en mostrar toda la vida de Jesús como una ofrenda sacerdotal vivida en solidaridad con el sufrimiento y la debilidad humana, como anunció Isaías: «un hombre hecho a sufrir, curtido en el dolor… soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores… con sus cicatrices nos hemos sanado» (Is 53,3-5).

En su pasión se dirigió con «clamores y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte» (7); su oración fue escuchada (cfr. Sal 22,25), aunque no le libró del sacrificio último, sino que hizo que su muerte terminara en resurrección.

La oración y el sufrimiento solidario hicieron de su vida un camino de obediencia a Dios, haciendo así posible el encuentro obediente de los seres humanos con Dios.

5,11–6,20 Una llamada a la madurez y a la perseverancia. El predicador interrumpe su discurso con una llamada de atención a la madurez de sus oyentes, en un tono más severo que conciliador. Les advierte de que la doctrina que les va a exponer sobre el sacerdocio de Jesús es para cristianos maduros, formados y comprometidos, no para perezosos; esta advertencia implica quizás que su vida cristiana deja mucho que desear en cuanto a la fuerza de su testimonio y compromiso, como si estuvieran todavía nutriéndose de leche y no de alimento sólido como les correspondería, pues ya no eran niños.

Esta madurez deberían haberla ya alcanzado a través de todo el proceso de iniciación cristiana que les llevó desde el arrepentimiento de los pecados al bautismo, al don del Espíritu por la imposición de las manos, a la fe en la resurrección de los muertos. Es decir, han recibido la iluminación bautismal, han gustado la presencia del Espíritu, han saboreado por experiencia personal la Palabra de Dios y su dinamismo.

Después de todo esto, ¿es posible aún la apostasía? No sabemos si ésta es la situación de los destinatarios de la carta, si algunos ya habían apostatado o si existía el riesgo de que lo hicieran. El predicador es muy duro con los posibles apóstatas. Es un pecado que no tiene perdón porque implica un rechazo al Señor; es como si lo estuvieran crucificando de nuevo, llega a decir el predicador como exhortación extrema ante un peligro extremo. Acentúa la seriedad de la advertencia con la comparación de una tierra que sólo da cardos y espinas y «es inútil y poco menos que maldita, y terminará quemada» (6,8).

Él no espera eso de sus «queridos» hebreos (6,9), a los que anima a perseverar hasta el final. Al contrario, confía en ellos. Les recuerda su compromiso cristiano de antes, sus buenas obras que Dios ciertamente no olvidará.

Todo eso, sin embargo, no justifica la pereza y la pasividad presente, pues están pendientes las obras futuras y una herencia final que no está automáticamente asegurada, sino «para alcanzar lo que esperan» (11).

El apoyo fundamental de la esperanza cristiana es la promesa de Dios. Por eso les anima a seguir el ejemplo de perseverancia de Abrahán, a quien Dios hizo una promesa y un juramento, precursores ambos de la promesa y del juramento definitivos revelados en Jesucristo, a saber: la promesa de la herencia eterna, y para conseguir ésta, la esperanza de la mediación del sacerdocio de Cristo, garantizado por el juramento de Dios (cfr. Sal 110,4). El predicador termina su exhortación con una bella comparación marinera. Antiguamente había anclas que no se descolgaban para fondear, sino que se agarraban con ganchos a alguna cavidad de la costa: «penetraban» en tierra, unían la nave a la tierra firme. Así es nuestra esperanza que «penetra» en la morada de Dios y tiene allí su agarradero en la mediación de Cristo «nombrado sumo sacerdote perpetuo según el orden de Melquisedec» (6,20).

7,1-28 Melquisedec y Jesucristo. Es probable que este personaje del tiempo de Abrahán que aparece en Gn 14,18 y después en Sal 110,4 no nos diga nada a los lectores de hoy, y que la expresión «Jesucristo sacerdote según la línea de Melquisedec» nos parezca extraña e incomprensible. No olvidemos, sin embargo, que los destinatarios de la carta son judeocristianos y que, por tanto, estaban familiarizados y fascinados, como todos los judíos, por el misterio que envolvía a esta lejana personalidad sacerdotal del Antiguo Testamento. El predicador lo toma como imagen y figura del sacerdocio de Cristo para afirmar la superioridad y novedad absoluta de éste, en contraste y ruptura con el sacerdocio tradicional del Templo de Jerusalén.

Y así, va aplicando a Cristo todo lo que el texto de Gn 14 dice de Melquisedec «sacerdote del Dios Altísimo» (1). Primero se fija en sus títulos: «Rey de Justicia… Rey de Paz» (2). Aparece en escena misteriosamente «sin padre ni madre, sin genealogía, sin principio ni fin de su vida» (3). Así es el sacerdocio de Cristo, cuyos orígenes se pierden en el misterio de Dios. Pondera después la grandeza del sacerdote Melquisedec –es decir, de Cristo–, a quien el mismo Abrahán acata y reconoce al ofrecerle tributo y recibir su bendición, pues «nadie duda que el menor es bendecido por el mayor» (7). El Patriarca actuaba no solamente a título propio, sino como figura corporativa, es decir, representando a toda su descendencia, entre la que se encuentra la tribu de Leví, de la que provenía la clase sacerdotal del pueblo judío. 

Compara ahora el sacerdocio levítico con el sacerdocio de Cristo y nuestro predicador afirma la superioridad absoluta de éste. 

Se fija especialmente en dos características: la eficacia y la duración. 

El sacerdocio levítico, con todas sus leyes de culto, no ha logrado relacionar plenamente a las personas con Dios, quedando así derogado «por inútil e ineficaz» (18). Así lo confirman las Escrituras al anunciar y prometer con juramento un sacerdote de otro orden, «una esperanza más valiosa, por la cual nos acercamos a Dios» (19). 

En cuanto al número y la duración, los sacerdotes levíticos eran muchos, se repartían el trabajo en turnos, morían y otros les sucedían. Nuestro sumo sacerdote es único y vive perpetuamente, como garantiza el juramento: «tú eres sacerdote para siempre» (21). Finalmente, los sacerdotes levíticos eran pecadores, debían ofrecer «cada día sacrificios, primero, por sus pecados» (27), mientras que el sumo sacerdote Jesús es «santo, inocente, sin mancha» (26), ofreciéndose a sí mismo en sacrificio, como víctima inmaculada «de una vez para siempre» (27). Así termina el predicador la presentación del Sumo Sacerdote Jesús, a quien ve ya anunciado en el misterioso y profético personaje Melquisedec.

8,1-13 La nueva Alianza. El predicador quiere destacar lo dicho hasta ahora en una especie de resumen al que, por su importancia, no duda en llamarlo «el punto central de mi exposición» (1). 

Y lo hace comenzando con una nueva referencia a Sal 110, en la que contempla al Hijo de Dios –el «Mi Señor» con que se inicia el salmo– sentado «en el cielo a la derecha del trono de Dios» (1), ejerciendo su función de sacerdote mediador «de una alianza mejor, fundada sobre promesas mejores» (6). 

El predicador va a explicar cómo ejerce Jesús su sacerdocio y fija su atención en sus cuatro aspectos fundamentales: 1. El lugar donde actúa como sacerdote; 2. El santuario donde se ofrece el sacrificio; 3. El sacrificio que se ofrece, y 4. La nueva alianza que inaugura el sacrificio. 

Su argumentación, como ya nos tiene acostumbrados, se basa en la interpretación de las Escrituras, vistas con los ojos iluminados por la fe. Y así comienza diciendo que Jesús no podía ejercer su sacerdocio en la tierra por dos razones. La primera, porque Él no era legalmente sacerdote, ya que no pertenecía a la tribu sacerdotal de Leví. Desde el punto de vista de la legalidad, tan importante para los judíos, Jesús fue simplemente un laico. La segunda y fundamental, porque Jesús es sacerdote de una nueva alianza y todo lo anterior, incluyendo el sacerdocio de la antigua alianza del pueblo judío, «queda anticuado… está a punto de desaparecer» (13). Sus sacerdotes «ofician en una figura y sombra de las realidades celestiales» (5). La sombra puede reproducir el perfil, pero carece de substancia. Citando Éx 25,40, el predicador les recuerda que Moisés construyó la tienda del santuario «según el modelo que te mostraron en el monte» (5), es decir, como la copia pasajera, como sombra del verdadero santuario que Dios tenía preparado para un futuro que ya se está haciendo presente en la muerte y resurrección de Cristo. 

Este futuro que ya experimentamos es la nueva alianza que anunció el profeta Jeremías: «así será la alianza… en aquel tiempo futuro… meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,33). La nueva alianza se basa en la promesa gratuita de Dios de que el perdón de los pecados será completo; la ley estará interiorizada y el conocimiento de Dios estará asegurado para todos. El predicador afirma que estas promesas de futuro expresadas por el profeta se están cumpliendo ahora en la persona de Jesús, quien las inauguró y las ratificó, no con sangre extraña de sacrificios, sino con su propia sangre.

9,1-22 El sacrificio de Cristo. Para explicar la nueva alianza, el predicador continúa la comparación con la antigua, que giraba en torno al santuario y a los sacrificios que allí se realizaban. La minuciosa descripción sigue Éx 25–26; habla de dos tiendas de campaña o recintos adyacentes con sus respectivas cortinas de separación y todos los utensilios sagrados del culto que se encontraban dentro. Afirma que «no hace falta explicarlo ahora en detalle» (5), pues todo ello era de sobras conocido por los destinatarios de la carta. El primer recinto sólo era accesible a los sacerdotes, quienes ofrecían allí los sacrificios ordinarios. En el segundo recinto o «lugar santísimo» de la presencia de Dios sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año para ofrecer el sacrificio de expiación por los pecados del pueblo y por los suyos. 

Al predicador le interesa resaltar dos aspectos. En primer lugar, que la misma estructura y disposición física del santuario con sus dos recintos, además del estatuto que regulaba su acceso –especialmente al lugar santísimo–, no eran una forma de que el pueblo accediera libremente a la presencia de Dios, sino una barrera y un impedimento casi infranqueables. En segundo lugar, que en la necesaria repetición de los sacrificios que se ofrecían en el santuario estaba la prueba de su ineficacia y carácter provisorio. En resumen: el Templo, el sacerdocio, los sacrificios, las prescripciones del culto, todo era temporal, tenía un valor relativo como «disposiciones humanas válidas hasta el momento en que Dios cambie las cosas» (10), es decir, la nueva alianza inaugurada por Jesús. 

El predicador llega ahora al punto culminante de su exposición, presentando a Jesús como «sumo sacerdote de los bienes futuros» (11), en contraste con todo lo anterior. Y así, la tienda o el Templo, el lugar de la presencia y del encuentro definitivo con Dios, es el propio cuerpo de Jesús muerto y resucitado (cfr. Jn 2,19-21), no hecho «a mano, es decir, no de este mundo creado» (11). El nuevo santuario es el cielo «a donde entró de una vez para siempre» llevando «su propia sangre» y logrando así nuestro «rescate definitivo» (12). Con estas expresiones densas y dramáticas, el predicador presenta la muerte y resurrección de Jesús como el único y definitivo sacerdocio que inaugura, consuma y establece la nueva alianza de la humanidad con Dios.

Es probable que los destinatarios de la carta, acostumbrados a la terminología que usa el predicador, comprendieran todo el alcance de palabras claves como «sangre», «rescate» o «santuario celeste». Los lectores de hoy necesitamos más explicaciones. En la sangre se concentra toda la vida de Jesús de Nazaret como don del amor y de la compasión de Dios por todos nosotros, que culminó en su muerte en la cruz. Con la bella imagen bíblica del santuario celeste, del que hablará de nuevo más adelante, el predicador se refiere a la resurrección, inseparable de su muerte. Una muerte-resurección que nos hace participar a nosotros de la misma vida de Dios. Y este misterio de amor que nos libra de la muerte y del pecado viene expresado en la palabra «rescate». Esta nueva alianza que establece Jesucristo con su muerte y resurrección es también un testamento o herencia a favor de la humanidad, afirma el predicador aludiendo al otro significado de la palabra alianza.

9,23-28 El santuario. El predicador retoma la imagen del sumo sacerdote judío que entra cada año en lo más sagrado del santuario el día de la fiesta de la Expiación («Yom Kippur») para ofrecer un sacrificio «con sangre ajena» (25) por sus pecados, y otro por los pecados del pueblo. Como contraste, afirma que el sumo sacerdote Jesucristo entró de una vez para siempre «no en un santuario hecho por los hombres,… sino en el cielo mismo» (24), y lo hizo «ahora… al final de los tiempos… para destruir de una sola vez con su sacrificio los pecados» (26). 

Con esta sugerente y bella imagen del santuario del cielo, el predicador nos quiere decir que si bien el sacrificio liberador de la muerte de Jesús en la cruz acaeció hace dos mil años en la historia humana, la resurrección ubicó este mismo y único sacrificio en el hoy de Dios, en el santuario del cielo, que no se mide por años humanos, sino que es un ahora permanente y eterno que abarca toda la historia y toda la creación. Es en este ahora donde el predicador contempla al Sumo Sacerdote de la nueva alianza intercediendo a favor nuestro. Por eso, cada vez que se celebra la eucaristía, es el mismo y único sacrificio de Cristo el que se hace presente sacramentalmente en medio de la comunidad cristiana, realizando nuestra reconciliación con Dios y anunciando su segunda y definitiva venida «para salvar a los que lo esperan» (28). Por eso la eucaristía es también la celebración de la memoria de un acontecimiento pasado, sí, la muerte de Jesús en la cruz, pero que al ser una muerte que fue asumida en la resurrección, entró en el «ahora» de Dios, convirtiéndose en memoria del acontecimiento eternamente presente del misterio del amor divino. 

10,1-18 Eficacia del sacrificio de Cristo y el sacerdocio de los creyentes. El predicador da un paso más al afirmar que en el mismo sacrificio que consagra a Cristo como sacerdote (cfr. 5,9), nosotros también «quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre» (10). O lo que es lo mismo, el sacerdocio de Cristo nos hace a todos los creyentes sacerdotes como Él, al darnos la posibilidad de ofrecer nuestras vidas de amor y de servicio a Dios y a nuestros hermanos como verdadero sacrificio agradable a Dios. Así quedamos incorporados al sacrificio de Cristo. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que somos miembros del Cuerpo de Cristo. 

Los sacrificios de la antigua alianza, repetidos periódicamente, no podían realizar esta maravillosa transformación, «nunca puede hacer perfectos a los que se acercan» (1) a Dios. El predicador da la razón: eran víctimas animales, externas a los hombres y las mujeres por quienes se ofrecían, no implicaban existencialmente a las personas mismas en su relación con Dios. De hecho, Dios había mostrado a lo largo de la historia del pueblo judío su indignación ante semejantes ofrendas: «estoy harto de holocaustos de carneros… la sangre de novillos, corderos… no me agrada» (Is 1,11), «porque quiero lealtad, no sacrificios» (Os 6,6). Dios no se fija en los sacrificios, sino en la actitud profunda de la persona que los ofrece, quien con su vida misma trata de obedecerle y serle fiel. Así es como el predicador se refiere a la vida del cristiano entendida como sacerdocio: una vida entregada al cumplimiento de la voluntad de Dios. 

Ésta fue la actitud de Cristo «al entrar en el mundo» (5), continúa el predicador, poniendo en boca del mismo Cristo las palabras de Sal 40,7s: «No quisiste sacrificios… pero me formaste un cuerpo… Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (5-7). Una vez consumada la voluntad de Dios a lo largo de toda una vida entregada hasta la muerte en amor solidario con los pecadores y marginados, Cristo «se sentó para siempre», por su resurrección, «a la derecha de Dios» (12). 

El verbo «sentarse» que usa el predicador no tiene nada de pasivo, sino todo lo contrario, pues Cristo sigue actuando por medio del Espíritu Santo: «Ésta es la alianza que haré con ellos… pondré mis leyes en su corazón y las escribiré en su conciencia» (16), y «me olvidaré de sus pecados y delitos» (17). 

Es decir, nos hará capaces de ofrecer nuestras vidas a Dios como sacrificio existencial de obediencia a su voluntad, como sacerdotes que participan de su mismo sacerdocio. Es así como el apóstol Pablo ve la entera vida del cristiano: como «sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: éste es el verdadero culto» (Rom 12,1); el apóstol Pedro llamará a la comunidad cristiana «sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido» (1 Pe 2,9).

Este «sacerdocio de los fieles», con todas sus consecuencias, ha sido redescubierto por el Concilio Vaticano II. Todos los creyentes, sin distinción y en virtud del bautismo recibido, somos sacerdotes; nuestra función sacerdotal es ofrecer nuestras vidas al servicio de Dios y de nuestros hermanos. Es este sacerdocio común de todos el que da sentido al ministerio ordenado –obispos, presbíteros y diáconos–, instituido por Jesucristo para estar al servicio de la comunidad sacerdotal formada por todos los cristianos. El alcance de este redescubrimiento está revolucionando poco a poco la vida de la Iglesia, convirtiendo a la hasta ahora masa silenciosa y pasiva del laicado en protagonistas, por derecho propio, en todo lo que concierne a la misión de la Iglesia en el mundo, en comunión de corresponsabilidad, no de obediencia ciega, con la jerarquía eclesial. 

10,19-39 Exhortación. Esta exhortación debe unirse a las dos anteriores (3,7-4,14 y 5,11–6,20). Del ámbito doctrinal, el predicador pasa a la tercera gran exhortación de su carta-homilía, poniendo de manifiesto las consecuencias para la vida del cristiano de todo lo que ha expuesto hasta ahora. El tono de la misma combina el entusiasmo y el optimismo con la amonestación y la advertencia. Ve a la comunidad cristiana como la casa de Dios, presidida «por un sacerdote ilustre» (21) que ha abierto las puertas del santuario y se ofrece a sí mismo como camino vivo de acceso al mismo.

Les anima a acercarse a Él «con corazón sincero, llenos de fe», como corresponde a los que por el bautismo han sido «purificados… con agua pura» (22). Les pide que den testimonio de la esperanza con sus vidas, preocupándose los unos por los otros «para incitarnos al amor y a las buenas obras» (24). Les amonesta con severidad a participar en las asambleas –la celebración eucarística, sobre todo–, dando a entender la manifiesta, repetida y culpable ausencia de algunos de ellos de la vida de la comunidad, por razones que, aunque no nos las dice, las insinúa más adelante: miedo a la persecución, tensiones dentro de la comunidad misma o simplemente desaliento y desánimo de los que se habían cansado de esperar la venida del Señor porque les parecía que tardaba demasiado. Por eso insiste en que cobremos tanto más ánimo cuanto más cercano vemos ese día (25). De lo contrario, en vez de la espera del Señor, lo único que les quedará será «la espera angustiosa de un juicio y el fuego voraz que consumirá a los rebeldes» (27). 

Ese castigo, prosigue con extrema dureza, estará en proporción con la falta que cometa quien pisotee al Hijo de Dios, profane su sangre y afrente al Espíritu (29). 

Después de esta terrible advertencia, el predicador recuerda a la comunidad el tiempo de su primera fidelidad, aquellos días en que «sostuvieron el duro combate de los padecimientos» (32). 

Fueron días de penas y cárceles, de solidaridad con los perseguidos, de privación de bienes, pero también días de gozo porque experimentaron la posesión de «bienes mayores y permanentes» (34). 

Esta fidelidad pasada debe llenarles de confianza para enfrentarse con los tiempos difíciles por los que atraviesa la comunidad, tiempos de persecución, seguramente con el consiguiente riesgo de apostasía. 

El predicador termina esta exhortación con una llamada a la paciencia perseverante y activa porque falta «todavía un poco, muy poco, y el que ha de venir vendrá sin tardanza» (37).

11,1-40 La fe – esperanza. La fe nos mantiene firmes en la espera de lo que todavía «no se ve» (1), aludiendo a esa segunda y definitiva venida del Señor. Son los ojos de la fe los que perciben en lontananza al que ha de venir, es más: la fe posee ya, por anticipado, esa realidad del encuentro definitivo con el Señor que se perfila como el horizonte último de la historia y que da sentido al tiempo presente.

Dios ha hecho una promesa y el creyente se fía de ella, por eso espera. Esta fe transida de esperanza es la clave de interpretación de la verdadera historia del pueblo de Israel, que el predicador nos va a mostrar como una historia de fe a través de las gestas de sus protagonistas a quienes presenta justamente como campeones y testigos de la fe. 

El recorrido histórico es largo y detallado. Menciona a quince personajes por sus nombres y a otros muchos anónimos que superaron toda clase de pruebas y soportaron indecibles sufrimientos y tribulaciones, que fueron marginados, excluidos, perseguidos, encarcelados, despreciados, torturados, asesinados. El predicador termina su recorrido con una exclamación: «el mundo no era digno de ellos» (38), como queriendo resaltar la superior calidad humana y estatura moral de esas personas a quienes, de ordinario, la sociedad en que viven no tiene la capacidad de reconocer ni de apreciar. 

¿Cómo pudieron aquellos hombres y aquellas mujeres hacer lo que hicieron, mantenerse firmes, luchar contra corriente y sin tregua en el mundo hostil en que les tocó vivir? «Por la fe», afirma el predicador, repitiendo la expresión detrás de cada nombre (22 veces) como la melodía de fondo que dio sentido a sus vidas. La fe los convirtió en «peregrinos y forasteros en la tierra» (13), buscadores de una patria mejor (16). Por la fe en lo prometido, Jesús el Mesías, murieron «viéndolo y saludándolo de lejos» (13), aunque no llegaron a conocerlo. Por la fe ofrecieron sus vidas «prefiriendo una resurrección de más valor» (35). 

Al final de su recorrido histórico por los personajes de la historia de Israel, el predicador afirma que aquellos no cumplieron su destino sin nosotros (40). Por una parte, abarca en un abrazo solidario a todos los testigos de la fe que peregrinaron por la tierra buscando, creyendo y esperando en Dios, aunque no llegaron a conocer a Aquel en quien la fe tiene sentido y cumplimiento: Jesús de Nazaret. Por otra, nos abarca a nosotros, los cristianos que sabemos y conocemos y por eso completamos el destino de todos ellos al anunciar y proclamar el nombre santo del Salvador universal. Ésta es la misión de la Iglesia: ser el signo, el sacramento de la salvación que Dios ofrece en la muerte y resurrección de Jesucristo a todos los hombres y todas las mujeres de toda raza y nación.

12,1-4 Jesús, el testigo supremo de la fe. De la «nube tan densa de testigos» (1) que acaba de mencionar, el predicador pasa ahora al testigo por excelencia, el pionero «que inició y consumó la fe» (2) superando todas las pruebas: Jesús. 

Y así les exhorta a la fe y a la esperanza usando una expresión realista y densa de significado: «mirar fijamente», como cuando uno pone su confianza en otra persona, cuando se espera la respuesta de alguien porque uno sabe que el otro comprende toda la angustia y todo el sufrimiento que expresa la mirada. De esta manera, el predicador anima a sus oyentes perseguidos y desalentados a mirar fijamente al Crucificado para recibir de Él una respuesta y así «no se desalentarán» (3), pues todavía queda mucho camino por andar y mucho sufrimiento que padecer, y sin constancia no se puede llegar al final de la carrera.

12,5-13 Dios, educador paternal. El predicador ha comparado las dificultades del camino con la disciplina del esfuerzo deportivo para alcanzar la meta, a imitación de Jesús que inició su carrera y la concluyó, que sufrió y triunfó. 

Ahora presenta otra comparación, la de la educación paterna que es al mismo tiempo severa y afectuosa. Se inspira en el modelo sapiencial del Antiguo Testamento: «porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido» (Prov 3,12); el «hijo sensato acepta la corrección paterna» (Prov 13,1). Dios como Padre educa austeramente: «¿Hay algún hijo a quien su padre no castigue?» (7). Así lo hizo en el desierto, sometiendo a su pueblo a toda clase de pruebas «para que reconozcas que el Señor, tu Dios, te ha educado como un padre educa a su hijo; para que guardes los preceptos del Señor, tu Dios, sigas sus caminos y lo respetes» (Dt 8,5s).

¿Qué decir de esta pedagogía del castigo o de la imagen de un Dios Padre a quien se le atribuyen las pruebas y sufrimientos humanos como método para educar a sus hijos? Primero, el predicador habla desde la cultura de su tiempo, cuyos métodos educativos no son ni deben ser necesariamente los nuestros. Segundo, y más importante, Dios no envía tribulaciones y sufrimientos a sus hijos ni es esto lo que quiere decir el predicador. Está simplemente contemplando el sufrimiento de la comunidad cristiana, que no es querido por Dios, desde la perspectiva de su amor, capaz de transformar el dolor y la tribulación de sus hijos en «frutos de paz y de justicia» (11). Así es como Dios se enfrenta y destruye el sufrimiento humano (cfr. Rom 8,18). A esta victoria se refiere cuando cita al profeta (Is 35,3) cantando el regreso a Jerusalén de los desterrados de Babilonia en una especie de peregrinación festiva y gozosa, gracias a la intervención salvadora de Dios: «fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes, enderecen las sendas para sus pies» (12s). 

12,14-29 La gracia de Dios. El predicador sigue exhortando a sus oyentes a permanecer unidos buscando la paz y la gracia de Dios. Les pone por delante, como escarmiento, lo que le ocurrió a Esaú, quien vendió su primogenitura por un plato de lentejas para no volverla a recuperar ya más.

La visión de la nueva alianza que describe a continuación tiene toda la fuerza y la poesía de las visiones proféticas. Como contraste, presenta primero al pueblo de Israel sobrecogido de temor al pie de la montaña del Sinaí, ante la majestad de la Palabra de Dios, en medio del «fuego ardiente, oscuridad, tiniebla, tempestad… toque de trompetas» (18s). Un terrible espectáculo ante el que el mismo Moisés confesó: «estoy temblando de miedo» (21). Por el contrario, el peregrinar de la comunidad cristiana que se inició con el bautismo es hacia el monte donde se asienta la ciudad de Dios (cfr. Sal 48,1-3). Esta ciudad santa tiene ya sus ciudadanos residentes: los ángeles innumerables que forman la corte de Dios y los justos ya consumados (23), es decir, los campeones de la fe del Antiguo Testamento que ya mencionó en el capítulo 11 y todos los hombres y mujeres de buena voluntad de toda raza y nación. Pero también los que peregrinan hacia el monte de Dios tienen ya su nombre inscrito en el registro del cielo, pues gracias a Cristo han sido hechos hijos e hijas de Dios. 

La gran esperanza de alcanzar la meta es que allí se encuentra el Sacerdote Mediador, cuya sangre «grita más fuerte que la de Abel» (24) pidiendo justicia. La de Jesús pide perdón y se hace escuchar por el Juez Universal. Ésta es la grandiosa visión con la que el predicador anima, amonesta y pone en guardia a sus oyentes, entre los que nos encontramos los que hoy leemos esta carta de Dios, para que tomemos en serio nuestro compromiso cristiano y perseveremos en nuestra peregrinación «sirviendo (rindiendo culto) a Dios como a él le agrada» (28). 

13,1-25 Exhortaciones finales: El sacerdocio de los cristianos. En estas últimas exhortaciones de su carta, el predicador baja al detalle de lo que debe ser la vida de los cristianos entendida como culto auténtico a Dios. No se trata solamente de consejos morales que encajarían bien al final de cualquier tipo de sermón. El predicador ha estado hablando a lo largo de toda su homilía del sacerdocio único y definitivo de Cristo como entrega obediente de toda su persona a Dios hasta la muerte, en solidaridad con el pecado y sufrimiento humano, especialmente el de los más pobres y marginados. 

Ahora exhorta a sus oyentes nada menos que a ser sacerdotes como Jesús, es decir, a participar en su sacerdocio de entrega incondicional a Dios y a los hermanos con nuestra propia entrega personal. El culto verdadero que Dios quiere es este tipo de sacrificio: el don de la propia vida. De ahí que la espiritualidad cristiana que propone la carta sea «un amor fraterno… duradero» (1) que considere a los perseguidos y a los «presos como si ustedes estuvieran presos con ellos» (3), a los maltratados como si nos estuvieran maltratando a nosotros mismos, «como si ustedes estuvieran en sus cuerpos» (3); una hospitalidad hacia los más pobres como si estuviéramos hospedando a ángeles, «sin saberlo, hospedaron a ángeles» (2); una entrega fiel y generosa de amor en el matrimonio sin atrapar sexo para sí, es decir, «el lecho matrimonial… sin mancha» (4); una conducta honesta que nos aleje de la corrupción y del robo para medrar en la vida, pues «yo no te dejaré ni te abandonaré» (5). 

Por tanto, los deberes de este sacerdocio de los fieles miran a la vida más que al culto. Más adelante lo dirá con una bella frase: «no se olviden de hacer el bien y de ser solidarios: ésos son los sacrificios que agradan a Dios» (16). 

Existe un pueblo permanentemente crucificado por las circunstancias que le toca vivir, excluido por razones económicas, políticas, sociales o religiosas. Son los destinados a morir antes de tiempo y que suelen estar en un permanente éxodo social, político, económico y religioso. Todos ellos se dan cita en «las afueras» de la gran ciudad. Es en medio de este pueblo donde Jesús ejerció su sacerdocio de entrega hasta la muerte.

El predicador lo explica hablando simbólicamente de tres éxodos: el éxodo de las víctimas animales que el pueblo judío sacrificaba fuera del campamento «para expiar los pecados» (11); el éxodo de Jesús que fue crucificado «fuera de las puertas» de la ciudad «para consagrar con su sangre al pueblo» (12); y el éxodo de los cristianos que, siguiendo a Jesús, debemos ir a las afueras «cargando con sus afrentas» (13), que son los oprobios de todos los crucificados de la tierra. Es, pues, un sacerdocio que se ejerce en la periferia de la marginación, del sufrimiento y de la muerte, que rompe todos los esquemas por su novedad y por su radicalidad. 

El predicador viene a decir a continuación que este sacerdocio de los cristianos debe ejercerse en obediencia y sometimiento a nuestros guías (17), en alusión a los líderes de la comunidad. Éstos son ya los de la segunda generación, los que han heredado la responsabilidad de los apóstoles que «les transmitieron la Palabra de Dios» (7) y dieron ejemplo con su fe hasta su muerte. ¿Estaban entrando en la comunidad falsas doctrinas que ponían en peligro la memoria de Jesús transmitida por la tradición apostólica?

El predicador ve la obediencia a los líderes de la comunidad como fidelidad a Jesús quien, «aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer» (5,8). El criterio para el ejercicio de la autoridad de los líderes y para la obediencia a éstos es la memoria de Jesús que «es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (8). Así lo percibe el predicador cuando se refiere al «Dios de la paz, que sacó de la muerte al gran pastor del rebaño, a Jesús nuestro Señor, por la sangre de una alianza eterna» (20).

La despedida (22-25) es una especie de posdata que define a la carta como un discurso de exhortación, «palabras de aliento», aunque esté llena de reflexiones doctrinales. Sobre la prisión de Timoteo, ésta es la única noticia que tenemos.