Carta a los Romanos

Introducción general y comentarios al texto

Capítulos:

Introducción

La comunidad cristiana de Roma. ¿Quién fue el misionero anónimo que llevó la semilla cristiana a Roma? ¿Algún judío convertido de los muchos que emigraban a la capital del imperio o que regresaba después de peregrinar a Jerusalén para las grandes solemnidades de la Pascua? Es ésta una pregunta que probablemente quedará sin respuesta. Lucas, en su afán universalista, dice que entre los oyentes de Pentecostés había peregrinos romanos (Hch 2,10). El mismo Lucas menciona a un matrimonio judío, Áquila y Priscila (Hch 18,2), que tuvo que huir de Roma a Corinto a raíz del edicto de expulsión de los judíos hecho por Claudio (año 49). Lo cierto es que en tiempos de Pablo existía ya una importante comunidad cristiana en la ciudad, cuya mayoría era de origen pagano y en parte de origen judío. Para el judío «apóstol de los paganos», este dato era muy importante. 

Motivación de la carta. ¿Qué motivos tenía Pablo para escribir una carta a una Iglesia que no había fundado ni conocía personalmente? Y no una carta cualquiera, de cortesía o de circunstancias, sino una carta doctrinal de envergadura, quizás la más importante del Apóstol. He aquí otra pregunta a la que no es fácil dar una respuesta satisfactoria y a gusto de todos los biblistas.

Una opinión minoritaria afirma que en su origen era una carta circular y que el destino a Roma se le añadió después y prevaleció en la tradición. Quizás la propuesta mejor sea la más obvia y sencilla, la sugerida por la misma carta. Pablo es apóstol de los paganos y Roma es cabeza del mundo pagano. A la capital del imperio, pues, dedicará su carta capital. Además, ve en Roma, como antes en Antioquía y en Éfeso, una gran plataforma para la difusión del Evangelio.

Lugar y fecha de composición de la carta. La carta fue escrita probablemente en Corinto, al final de su tercer viaje, hacia el año 57-58. Pablo tiene pendiente un viaje a Palestina con el fin de llevar el dinero de la colecta para la comunidad necesitada de Jerusalén. Considera acabada su tarea misionera en Asia y Europa oriental y proyecta una nueva expansión hacia occidente con una escala en Roma, corazón del imperio, y un viaje a España, el último confín hacia el oeste del mundo conocido de aquel entonces.

Carácter y finalidad de la carta. Al dirigirse a los romanos, Pablo tiene ya en su haber una larga experiencia misionera que le había llevado a enfrentarse, de palabra y por cartas, con las prin­ci­pales dificultades y problemas por los que atravesaban las comunidades cristianas, ya sean las fundadas por él mismo o las otras de las que tenía noticia por la constante comunicación que existía entre las diversas Iglesias esparcidas por el imperio. Antes de emprender una nueva aventura misionera hacia occidente, parece como si el Apóstol sintiera la necesidad de recapitular y poner por escrito una síntesis más elaborada y sistemática de los temas claves de su predicación (su «Buena Noticia», como él lo llama en Rom 2,16; 16,25), sobre todo en vistas al viaje previo que va a hacer a la Iglesia madre de Jerusalén donde sospechaba –como así ocurrió– que encontraría serias resistencias a su labor de apertura evangelizadora hacia los no judíos. El tema central de la carta es, sin lugar a dudas, la salvación por la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, ofrecida a todos los hombres y mujeres sin discriminación. 

Ocasión de la carta. La situación que vivían las Iglesias en los años 57-58 necesitaba de una palabra autorizada y definitiva que pusiera fin a las tensiones que ocasionaba la entrada imparable de los paganos en el seno de la comunidad cristiana, y que estaba poniendo en peligro la unidad de la Iglesia. El «nuevo pueblo de Dios» surgido del anuncio evangélico, ¿debía ser una continuación del pueblo judío a cuya Ley tenían que someterse los paganos convertidos? O, por el contrario, ¿se trataba de una Nueva Alianza que, sin perder sus raíces históricas judías, estaba abierta a todos por igual, judíos y paganos, con la sola condición de la fe en Cristo?

Frente a esta oferta de salvación universal, ¿qué sentido tenía ya la Ley, la circuncisión y demás prescripciones que habían mantenido al pueblo judío en un gueto cerrado de elegidos y privilegiados? Es comprensible que la Iglesia madre de Jerusalén se resistiera a romper con gran parte de ese bagaje religioso y a perder su protagonismo a favor de una Iglesia que comenzaba a ser ya ecuménica, desplazándose definitivamente más allá de las fronteras geográficas, raciales y culturales del mundo judío. Por otra parte, y dentro de este designio de salvación universal de Dios en Jesucristo, ¿cuál era la función del pueblo judío? Y, sobre todo, ¿qué iba a suceder con la mayoría de ellos que no habían aceptado el Evangelio?

Pablo responde a todos estos interrogantes haciendo una relectura, con los ojos iluminados por la fe, de la historia religiosa de su pueblo, descubriendo en ella el hilo conductor de la promesa que apuntaba a Jesús como Mesías y Salvador, quien, cumpliendo con exceso lo anunciado y prometido, pone fin a lo caduco e inaugura la nueva era definitiva, donde todas las barreras que dividen a la familia humana quedan abolidas. 

Actualidad de la carta. Quizás no exista otro libro del Nuevo Testamento que haya suscitado tanta polémica de interpretación. Es irónico que la carta que nos ofrece la más universal y ecuménica visión de la salvación se haya convertido en la carta del «desencuentro» dentro de la familia cristiana, entre católicos y protestantes. Pero esto es ya historia pasada. Hoy día se puede afirmar justamente lo contrario: no sólo es la carta del «reencuentro» que está uniendo de nuevo a una familia dividida, sino que es también una plataforma doctrinal sin par para lanzar a la Iglesia hacia el diálogo con las otras religiones de la tierra, haciéndonos descubrir su función histórica dentro del plan de salvación universal de Dios. 

Pablo nos trasmite a todos un mensaje de esperanza y gozo: el amor infinito e incondicional de Dios en Jesucristo abarca a toda la familia humana en un abrazo salvador que nos trae la liberación presente como promesa y arras de gloria eterna. Sólo pide de nosotros una respuesta de fe, amor y de esperanza.

Comentarios

1,1-7 Saludo. El saludo, con sus componentes básicos –remitente, destinatarios y deseos– más que un saludo parece un discurso de inauguración. Pablo está escribiendo a una Iglesia que él no fundó y sobre la que no se atribuye derecho de paternidad, de ahí lo formal y solemne de su introducción. Se presenta con tres títulos: «servidor de Cristo Jesús», «llamado a ser apóstol» y «elegido para anunciar la Buena Noticia». 

Ésta es la nueva identidad que le dio el Señor en el camino de Damasco y que le definirá para siempre. 

Pablo se considera embajador de Cristo y, junto a los títulos de quien lo envía, menciona la finalidad de su misión: anunciar la «Buena Noticia» de parte de Dios. Para eso (3s) usa una fórmula primitiva de confesión de fe a la que añade un toque personal. Quien lo envía es el Hijo de Dios, el mismo que en la resurrección ha recibido plenos poderes para ejercer su señorío sobre el mundo. La misión de Pablo participa de los poderes del resucitado y se extiende a todos los pueblos paganos entre los que se encuentra Roma, capital del imperio romano. Su misión tiene como objetivo provocar una respuesta de fe al mensaje del Evangelio. 

Como la comunidad de Roma ya ha respondido, sus miembros reciben el título honorífico de amados de Dios y consagrados (7).

1,8-15 Deseos de visitar la comunidad de Roma. La acción de gracias a Dios, habitual al comienzo de todas las cartas, le sirve a Pablo para declarar su relación personal, no oficial, con la Iglesia de Roma. Y así, menciona sus deseos de visitarla. Aunque no conoce personalmente a los romanos, tiene noticias de su fe. 

De ahí que los tenga presentes en sus oraciones y desee encontrarse con ellos cara a cara. 

¿Por qué Pablo deseaba visitar la comunidad cristiana de Roma? ¿Acaso no habían recibido ya la fe que él mismo acaba de elogiar? Las razones las va desgranando poco a poco: él quiere comunicar a los romanos su carisma personal para robustecerlos, o más bien –se apresura a decir para no parecer presuntuoso– desea compartir el mutuo consuelo de la fe común y cosechar entre ellos algún fruto. Esto se fundamenta en la vocación que recibió y lo hizo deudor, no tanto de Dios sino de los hombres y mujeres sin distinción. 

1,16-18 Perdón y castigo: programa. Pablo parece como impaciente de presentar su evangelio a los romanos, incluso antes de llegar a Roma. Dice que no se avergüenza, ni se siente impotente o acomplejado de la Buena Noticia que anuncia, aludiendo a que el mensaje de la cruz es una locura (1 Cor 1,18) de la que aun los mismos cristianos se acobardan. 

¿Se sentían acomplejados algunos romanos ante esta novedad y sus consecuencias? Y proponiendo ya el tema de la carta, dice que esta utópica locura es «una fuerza divina de salvación para todo el que cree» (16). Judío hasta sus raíces, el Apóstol añade: «primero para el judío» (16). La no aceptación del Evangelio por parte de su gente, será su gran frustración y tragedia (cfr. 2 Cor 12,7-9). El Apóstol se refiere a esta fuerza divina con una palabra llena de resonancias bíblicas: «justicia de Dios», una justicia que rompe todos los esquemas de la justicia humana (cfr. Is 42,21; 46,13; Sal 36,7.11) y que es la que salva y libera. El Evangelio revela, manifiesta, aplica y hace efectiva esta iniciativa de salvación de Dios. 

La única condición para recibirla es la fe, es fiarse de Dios y dar su adhesión a Jesús como Mesías. Así, el Evangelio ofrece salvación y vida. 

1,19-32 La humanidad culpable. Pablo comienza presentando la otra «cara» del Evangelio. El «anuncio» es también «denuncia». El Evangelio que revela la justicia salvadora de Dios también manifiesta su actitud irreconciliable contra todo lo que vaya en oposición de su proyecto de salvación, revela la «ira de Dios». 

El Apóstol echa mano de una de las imágenes más fuertes del Antiguo Testamento (cfr. Sof 1,15; Jr 50,11-17; Ez 5,13; 36,5-13) que presenta a un Dios colérico y airado, «contra toda clase de hombres –y mujeres– impíos e injustos que por su injusticia esconden la verdad» (18). Sus ojos iluminados por la fe parecen abarcar a toda la humanidad que se resiste a la verdad. 

Se refiere primero al mundo pagano que lo rodea y al que fue enviado a evangelizar; después lo hará con su pueblo, los judíos, a quienes les ha anunciado el Evangelio con insistencia y cuya mayoría se opone y resiste.

Como en una visión apocalíptica Pablo contempla en primer lugar la situación aterradora a la que pueden llegar los hombres y mujeres del mundo pagano cuando han alejado de sus vidas la presencia vivificante y salvadora de Dios. No en vano el Apóstol está escribiendo desde Corinto, una de las ciudades más corrompidas del imperio por aquel entonces. Con el tono de un profeta del Antiguo Testamento, Pablo se lanza a describir el Evangelio de la ira de Dios en acción con una implacable constatación: «dejó que fueran dominados por sus malos deseos» (24), «los entregó… a pasiones vergonzosas» (26), «los entregó a una mente depravada» (28).

¿Está presentando el Apóstol a un Dios vengativo y castigador? No, éste no es el Dios de su evangelio. Pablo está describiendo el castigo al que se someten aquellos hombres y mujeres que se convierten en los peores enemigos de sí mismos cuando sustituyen la «verdad de Dios por la mentira» (25). La «mentira» es el pecado radical del ser humano, conduce a la idolatría: «adoraron la criatura en vez del Creador» (25). Desterrar a Dios de nuestras vidas es el peor castigo que podemos darnos a nosotros mismos. Es a este destierro de Dios a lo que el Apóstol llama atrevidamente la ira de Dios. 

Ahora bien, ¿puede estar Dios ausente de su mundo, indiferente ante la suerte de sus hijos e hijas por más pecadores y depravados que sean? Pablo viene a decir que no, que su «presencia amorosa» se convierte en «presencia airada», que es «ausencia» para el pecador. ¿Estrategia del amor infinito de Dios? ¿Qué decir de esta visión trágica de un mundo en bancarrota y a la deriva, dominado por todas las pasiones, corrupciones, e injusticias? ¿Está Pablo condenando de un plumazo a las religiones, a las culturas, a la moral del mundo pagano de su tiempo?

Ciertamente no. Escribiría lo mismo si contemplara la sociedad de hoy, incluso la denominada «cristiana».

¿Es el Apóstol un pesimista sin remedio? Todo lo contrario. No olvidemos que comienza su carta presentándose como embajador plenipotenciario de Jesús, quien en su resurrección ha recibido plenos poderes para ejercer su señorío salvador sobre el mundo (5). Pablo no mira al mundo como moralista fustigador de vicios y excesos como cualquier predicador ambulante. Sus ojos iluminados por la fe ven más allá, contemplan aterrados la «raíz» de toda maldad e injusticia humanas que pueden emponzoñar los comportamientos personales y colectivos, las sociedades, las culturas y aun las religiones de todos los tiempos: la «ausencia de Dios», producida por el pecado. O lo que es lo mismo, escudriña y desenmascara lo más profundo de la condición humana; la ve como «pecado», bajo la ira de Dios. 

Esta visión le espanta, de ahí que su carácter apasionado nos haya dejado este catálogo de horrores.

Sin embargo, no olvidemos que estamos en la introducción al «Evangelio de la salvación» –el tema de la Carta– y que esta presentación del Evangelio de la ira no puede entenderse separadamente del desconcertante anuncio de salvación del que Pablo es mensajero y embajador. No perdamos de vista que para el Apóstol la ira de Dios está siempre al servicio de su amor. 

2,1-16 El juicio de Dios. Pablo se vuelve ahora hacia su pueblo. Antes, se ha dirigido a los paganos en tercera persona; a continuación lo hace en segunda, en forma de controversia o estilo de diatriba, es decir, imaginando un rival judío cuyas objeciones se citan para refutarlas. Parece como si este judío hubiera estado escuchando, con aire de autosuficiencia y aprobación, las condenas anteriores de Pablo contra el paganismo. Sustituyamos nosotros al «judío imaginario» del Apóstol por el «cristiano autosuficiente» que juzga a los paganos y seguidores de otras religiones y tendremos el cuadro completo. 

Pablo discute con este «sujeto orgulloso», y le anuncia también a él el Evangelio de la ira de Dios. Para empezar, le recuerda la imagen bíblica del «juez juzgado» (cfr. Natán y David en 2 Sm 12; la canción de la viña de Is 5,1-7; o los jueces de la adúltera en Jn 8,7) y lo invita a que se aplique las consecuencias. Le viene a decir que también él participa de la condición humana y que es tan pecador como los demás. Toda actitud religiosa, de la tradición que sea, si no nos lleva al reconocimiento de nuestro pecado, al arrepentimiento y a la conversión, es falsa e hipócrita. Pablo lo va a resumir lapidariamente al final de su alegato: «no hay uno honrado, ni uno sensato» (3,10s).

El Apóstol quiere desmantelar esa falsa seguridad de la que alardea su imaginario interlocutor quien se ve a sí mismo «justificado» –salvado– ante Dios, gracias al cumplimiento de la Ley (cfr. Lc 18,11). 

¿Está apuntando Pablo a una de las características del judaísmo de su tiempo? Lo que intenta es llevar a este sujeto a reconocer que no goza de privilegio ni de ventaja alguna a la hora del juicio de Dios, pues cada uno, pagano o judío, será juzgado según sus obras. Al fin de cuentas, la ley de la que alardean los judíos la lleva grabada toda persona en su corazón, sea de la religión que sea. La conciencia humana es la que funciona como ley (cfr. Prov 6,23). 

La intención final del Apóstol es poner en pie de igualdad a ambos, al pagano y al judío, ante el juicio de Dios que se lleva a cabo por medio de Jesucristo; un juicio que ya está en marcha porque llega con el Evangelio. Es el juicio de la ira, etapa que nos dispone para aceptar el «juicio de salvación». 

Sólo desde el convencimiento de nuestra realidad de pecadores es posible abrirse a la iniciativa de salvación de Dios por Jesucristo. Este reconocimiento de nuestro pecado no sólo atañe al individuo, sino también a la colectividad, a la «institución». La Iglesia no está solamente formada por «pecadores individuales», sino que ha pecado y sigue pecando como colectividad, como institución. ¿Cuántos siglos ha tardado nuestra «institución eclesial» en reconocer pública y oficialmente su pecado colectivo contra otras razas, religiones y pueblos? 

2,17-29 Los judíos y la Ley. Pablo continúa su discusión imaginaria con el judío, pasando ahora, en concreto, a sus pretensiones y supuestos privilegios religiosos.

El estilo se vuelve polémico, incluso agresivo. Sin embargo, es posible imaginar el desgarro interior que sentiría el Apóstol, judío también él, al tener que escribir estas líneas a los hombres y mujeres de su pueblo a quienes tanto ama y por quienes militaba en el pasado como fanático perseguidor de Cristo en cuyo nombre les habla ahora.

Pablo va a mencionar los tres privilegios fundamentales que, como muros de protección contra los demás pueblos, convertían a los judíos en gente especial, escogida, exclusiva, intachable… según ellos, por supuesto. El primero, el privilegio de sangre y de raza: «tú, que te llamas judío» (17); el segundo, la Ley, o «la suma del conocimiento de la verdad» (20); el tercero, la marca de exclusividad: «la circuncisión» (25). A continuación, procede a desmantelar cada uno de estos bastiones de autosegregación y privilegio. Lo hace confrontando a su interlocutor imaginario con su pasado histórico de transgresiones y pecados, a pesar de la Ley, de la circuncisión y de todo el montaje religioso-ideológico de que se han rodeado. El resultado no puede ser más patético. Al fin y al cabo, Pablo viene a decirles que son tan ignorantes, tan ladrones, tan adúlteros y tan saqueadores de templos como los incircuncisos y los paganos. Es más, añade que hay paganos decentes y honestos que podrían muy bien actuar como sus jueces (27). 

¿Se ha convertido Pablo de fanático judío en fanático anti-judío? No es ésta, ni mucho menos, su intención. Sustituyamos a los «judíos» por todos aquellos que hacen de su religión, del color de su piel, de su raza o nacionalidad, de su dinero, de su posición social, de su cargo eclesiástico o civil un instrumento de privilegio, discriminación u opresión y habremos entendido la intención del Apóstol. A todos ellos, simbolizados en su imaginario interlocutor judío, les está predicando el Evangelio de la ira de Dios.

3,1-8 Dios es fiel. La reacción es inmediata. Si todo esto es verdad, parece reprocharle su interlocutor, ¿a qué se reduce la fidelidad de Dios a su pueblo si ha permitido que éste caiga tan bajo? ¿Para qué sirve ser judío? ¿Fue todo una burla de Dios? Y lo que es más serio, casi maquiavélico: si nuestros pecados, al fin y al cabo, sirven para que Dios muestre su bondad, ¿no le hacemos un favor a Dios pecando?, ¿no es injusto que Dios permita nuestros pecados y luego se sirva de ellos aunque sea para fines salvíficos? 

Toda esta posible argumentación la reduce Pablo al absurdo. No tiene necesidad de refutarla directamente pues no está hablando a ateos o agnósticos sino a su pueblo para quien el mensaje de Dios en las Escrituras es siempre la última palabra de todo argumento. En realidad, estos interrogantes existenciales que se plantea el ser humano sobre su libertad frente a la libertad de Dios, sobre el pecado y el castigo, sobre el bien y el mal, ya habían encontrado respuesta en la Biblia, una respuesta a la medida de la capacidad humana y que solamente puede ser aprehendida en la oscuridad de la fe (cfr. Job 40,7-14; Sab 12,13; Éx 9,16). 

3,9-20 Todos son pecadores. Pablo apela justamente a las Escrituras para sacar su conclusión final: «no hay uno honrado» (10), «ni uno sensato» (11). Judíos y paganos, cada uno a su modo, con ley o sin ley, todos están bajo el imperio del pecado. El Apóstol deja a un lado a los judíos y sus pecados, y enfrentándose ahora con la humanidad entera, la contempla bajo el dominio del Pecado –en singular y con mayúscula– como queriendo personificar a esa potencia maléfica que alcanza al hombre y a la mujer hasta en las raíces más profundas de su ser y que envenena y corrompe toda la historia humana. 

El número y variedad de citas de las Escrituras que añade a continuación, no las considera el Apóstol como pruebas adicionales de la conclusión a que ha llegado acerca de la condición pecadora de la humanidad, sino como «palabra de Dios en acción», dictando una sentencia de ira sobre la humanidad. 

Dicho de otra manera, Pablo es consciente de estar anunciando el Evangelio de la ira de Dios, ahora, mientras escribe esta carta a los Romanos. El diagnóstico que hace del ser humano, a base de metáforas bíblicas, no tiene desperdicio. 

Parece un médico examinando minuciosamente a un enfermo en fase terminal, que va comprobando cómo la enfermedad ha hecho estragos, afectando a todo su organismo, destruyendo todos los miembros del cuerpo uno a uno. Es en este panorama desolador, donde va a irrumpir con todo su poder el Evangelio de salvación.

3,21-31 Ahora se revela la justicia de Dios. Texto capital y denso que anuncia la justicia –salvación– de Dios revelada en la muerte y resurrección de Jesucristo, tema que constituye el mensaje principal de toda la predicación de Pablo. Comienza, pues, su Evangelio de salvación afirmando que «ahora» (21) esta voluntad salvífica de Dios se revela y se realiza «por la fe en Jesucristo» (22). 

Ahora se está ofreciendo a todos y a todas sin distinción, bajo la sola condición de que crean. Ahora, la ira de Dios –su ausencia– se está transformando en presencia de amor salvador para los que aceptan a Jesús por la fe. Nadie puede atribuirse méritos ni exigir derechos, pues se trata de un don de Dios, absolutamente gratuito. 

Toda la carta a los romanos, más aún, todos los escritos de Pablo, apuntan con insistente urgencia a este «momento presente» como «oportunidad» ofrecida de salvación. 

El triunfo futuro del reinado de Dios ha comenzado «ya», «ahora». El Apóstol lo afirma con tanta rotundidad como lo hizo el mismo Jesús en la Sinagoga de Nazaret: «hoy, en presencia de ustedes, se ha cumplido este pasaje de la Escritura» (Lc 4,21). 

Aunque este anuncio es para toda la humanidad, Pablo lo va proclamar como si tuviera delante solamente a los judíos. ¿Por qué? En primer lugar, porque la conversión de su pueblo es para él como una asignatura pendiente, y lleva esta oposición de los suyos al Evangelio como una espina clavada en el corazón. En segundo lugar, porque la resistencia de los judíos a su mensaje podía ser tomada como ejemplo de toda actitud religiosa exclusivista y autosuficiente que exhibe como intocables sus derechos y privilegios. Se podría decir que el Apóstol intenta matar varios pájaros de un tiro. Veamos.

Se dirige a los judíos de su tiempo, sí, pero su mirada va más allá. Tiene, quizás, los ojos puestos en la comunidad de Roma a la que escribe esta carta, y cuyos cristianos –que vienen del judaísmo– no terminan de desembarazarse del fardo de la ley de Moisés –para ellos fuente de privilegios y derechos–, y discriminan así a los cristianos procedentes del paganismo, poniendo en peligro la unidad y comunión de toda la Iglesia de Roma. Pero también se dirige a nosotros, cristianos de hoy, ya que si somos valientes y sinceros, también descubriremos en la arrogancia y autosuficiencia del «judaísmo de su tiempo», nuestra propia autosuficiencia y arrogancia religiosa, lastre del que tanto nos cuesta desembarazarnos como comunidad eclesial. 

El Apóstol quiere dejar claro que la «ley judía» ha sido sustituida por la «ley de la fe», con la que descubrimos el verdadero rostro de Dios, el rostro de un Padre que es amor infinito y que ama a todos por igual, judíos y no judíos. Las barreras que dividen y discriminan a las personas han sido derribadas. La fe nos abre al Evangelio de salvación universal revelado en Jesús, el Mesías. 

Pablo utiliza el vocabulario teológico-jurídico judío –no olvidemos que está dirigiéndose a su pueblo–, pero dándole un nuevo significado para presentarnos el protagonismo de Jesús, muerto y resucitado, en esta iniciativa de salvación de Dios. Y así, sobre el trasfondo de los sacrificios rituales del templo de Jerusalén, dice que Jesús nos ha rescatado (24) de nuestros pecados y que su sangre es expiación (25) para los que creen en Él.

Ambos términos, rescate y expiación, pueden parecernos un poco extraños para nuestra mentalidad de hoy, por eso preferimos articular el misterio con otras categorías y conceptos. Sin embargo, el mensaje es el mismo: Jesús murió para salvarnos a todos. Ante esta locura del amor de Dios, ¿se puede seguir pensando con orgullo que nos salva el cumplimiento de las obras mandadas por la Ley? Pablo responde con una frase atrevida: Ley, sí, pero con tal que sea la «ley de la fe» (27).

4,1-12 El ejemplo de Abrahán. En este diálogo imaginario con el «judaísmo de su tiempo», queda pendiente una pregunta: ¿para qué sirvieron, entonces, la circuncisión y la ley de Moisés? ¿Ha sido todo en vano? 

De ninguna manera, parece responder Pablo. Es precisamente la «ley de la fe» revelada ahora en la persona de Jesús, muerto y resucitado, la clave que interpreta y da validez a la «ley de Moisés» y a la circuncisión. 

El Apóstol, Escritura en mano, pasa a probarlo remontándose hasta Abrahán, la figura central del pueblo judío. Pone su mirada en el momento más crucial y significativo de la vida del Patriarca: Dios le promete, en su vejez, una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo. Sin embargo, contra toda esperanza humana (18) el Patriarca se fio de Dios: «creyó al Señor y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación» (Gn 15,6), es decir: recibió la fe de forma gratuita, fue justificado, recibió la salvación. 

La circuncisión del Patriarca (Gn 17,20) vino después, «como señal de la justicia… que había recibido por creer» (11). Siglos después llegó la Ley de Moisés. Así, la circuncisión y la Ley tenían un valor de referencia. Eran «memoria activa» del momento fundacional del pueblo judío que tuvo su origen en el acto de fe de Abrahán por el que se convirtió en «Patriarca» –en lugar de «ancestro»– de Israel gracias al cumplimiento de la promesa que le hizo Dios.

4,13-25 La promesa de descendencia. Pablo quiere rescatar la «paternidad» de Abrahán de los estrechos límites nacionalistas a que había sido reducida por el pueblo judío en razón de la Ley y la circuncisión –los judíos le daban a Abrahán el título de «nuestro padre»–. Pablo le otorga una dimensión universal, de «patriarca de Israel» pasa a ser «padre de todos los que creen». 

El don de la fe y la respuesta creyente, que definieron las relaciones entre Dios y Abrahán, serán también los elementos que marcarán el rumbo de las relaciones entre Dios y la prometida descendencia del Patriarca. 

El Apóstol desvela toda la riqueza que lleva consigo el acto de fe de Abrahán. Fiándose de Dios, el Patriarca creyó que Dios, otorgando su perdón, puede transformar a una persona culpable en «justa» –salvada–, que puede convertir a dos ancianos estériles en portadores de vida. Todo lo que creyó el Patriarca se cumplió en su persona, es decir «le fue tenido en cuenta para su justificación» (4,3). Pablo señala que esto fue escrito para que nosotros creamos que Dios resucitó a Jesucristo. 

El tema de la resurrección de Jesús, anunciado en 1,4, se afirma con fuerza al final de esta sección de la carta. En realidad, ha estado latente en todo el recorrido de Pablo por las Escrituras como una luz que ha iluminado el verdadero sentido de la historia del pueblo judío narrada en la «Ley y en los Profetas». 

Al final (24s), lo resume así: a nosotros nos acreditará el creer «en el que resucitó de la muerte a Jesús, Señor nuestro, que se entregó por nuestros pecados y resucitó para hacernos justos» –para otorgarnos la salvación–.

5,1-11 Consecuencias de la nueva justicia. Comienza otra sección de la carta. El lenguaje jurídico pasa a segundo plano y cede su lugar a otro más ético. 

A la preponderancia de la justicia divina, le sucede el predominio del amor. Ya no hay distinción entre judíos y paganos. Pablo deja al pueblo judío como su interlocutor imaginario y se dirige ahora a la comunidad cristiana que es tal por haber recibido la justificación –salvación– por la fe. Va a explicar en qué consiste esta «justificación» que poseemos como don gratuito de Dios por Jesucristo. ¿Qué significa, pues, para el Apóstol, vivir como «justos» o, para usar nuestro lenguaje corriente, como «cristianos»? Pablo comienza su exposición con un «ahora», como situando todo lo que va a decir en el presente de nuestra vida diaria.

Primero: es la «paz», pero en el sentido que la entiende el Apóstol tanto desde su cultura bíblica como desde su fe en Jesús resucitado. «Estar en paz con Dios», en la Biblia, es el «bienestar» del que goza el que es amigo de Dios. No se trata, sin más, de un bienestar psicológico o simplemente humano. Va más allá. Es la posesión y el goce de la persona misma del amigo como riqueza propia. Es vivir la vida del amigo: «contigo, ¿qué me importa ya la tierra?» (Sal 73,25). Ahora bien, la resurrección de Jesús ha hecho posible y real esta condición de «paz» en que nos encontramos. De la vida del resucitado estamos participando ya, «ahora», como don de paz (cfr. Jn 10,10; 20,20). «Paz» es sinónimo de «vida» para Pablo.

Segundo: es la «esperanza», hermana y compañera de la paz. Es la promesa, prenda y garantía de un futuro de gloria y de resurrección igual al de Jesucristo que Dios nos tiene preparado. Y así, el estado de «paz» de que gozamos ahora se desdobla en «esperanza». El «futuro» de gloria del que cree y del que espera, no es quimera ni utopía sino que se da la mano con el «presente» en la única realidad que cuenta para Pablo y que domina todo el horizonte de la historia –presente, pasado y futuro–, Jesucristo muerto y resucitado por nosotros.

Con la paz y la esperanza el cristiano no esquiva ni evade las adversidades y sufrimientos de la vida presente, ya sean los propios de la condición humana o los acarreados por el seguimiento de Cristo, sino que los asume con responsabilidad, paciencia y aguante sabiendo que, al final, el poder de la vida triunfará sobre los poderes de la muerte. Lo que parece increíble para nuestra capacidad humana, no lo es para el amor incondicional e infinito de Dios revelado en la muerte y resurrección de Jesús. 

Un amor que no tiene su origen en nuestra inocencia o buena conducta sino justamente en nuestra condición de pecadores. Como música de fondo de este increíble «Evangelio de salvación» predicado por Pablo, parece resonar la declaración de amor de Dios a su pueblo que nos narra el profeta: «mi siervo inocente rehabilitará a todos porque cargó con sus crímenes» (Is 53,11; cfr. 1 Jn 4,10).

5,12-21 Comparación entre Adán y Cristo. Pablo expone ahora la liberación del pecado y de la muerte en esta grandiosa antítesis comparativa entre Adán y Cristo. Es éste un texto apretado y difícil, como si el Apóstol estuviera luchando por comprender y formular un misterio; por eso este pasaje de la carta sigue suscitando tantos esfuerzos de interpretación. 

Pablo echa mano, una vez más, de su método de exposición favorito: la antítesis y el contraste.

En los primeros capítulos de la carta, el Apóstol ha contemplado a toda la humanidad unida en una especie de maligna y negativa solidaridad bajo el imperio del Pecado. Ahora da un nombre propio al origen de esa humanidad pecadora: Adán. Y sobre él carga la responsabilidad de introducir en el mundo el pecado y la muerte, dejando esa trágica herencia a todos sus descendientes. Para Pablo no se trata de una «herencia» que nos haya caído encima como una maldición impuesta y sin sentido que no deja opción alguna a nuestra libertad –algo así como el «destino» de una tragedia griega–, sino como un «patrimonio» ratificado y confirmado por nuestros pecados personales. 

Ya ha dejado claro anteriormente que tanto judíos como paganos son todos pecadores. 

El Apóstol da un paso más, y lo hace resaltando el principio de solidaridad que aúna a toda la familia humana en un destino común y, por consiguiente, la relación corporativa que existe entre Adán, primer pecador y heraldo de la muerte, y su descendencia. 

Aquí radica la fuerza y la novedad de su argumentación. No está hablando ya de nuestros pecados personales sino de nuestra misteriosa participación en el pecado original del primer hombre, independientemente de las conductas individuales: «por un hombre penetró el pecado en el mundo» (12). Dicho de otra manera, el pecado de Adán lo heredamos todos y, como consecuencia, la muerte «ya que todos pecaron» (12) asociados corporativamente al pecado de nuestro primer ancestro. También la muerte afecta a todos, aun a los que no habían pecado –personalmente– imitando la desobediencia de Adán (14). El Apóstol no llama al primer hombre «padre», pues la paternidad es transmisora de vida y no de muerte. 

¿Qué alcance tienen estas afirmaciones? Pablo no es un historiador del drama del «paraíso terrenal» ni es su intención desvelar el misterio del «pecado original», o explicar su mecanismo de transmisión, cuestiones ambas que tantos quebraderos de cabeza han dado a los teólogos durante toda la historia de la Iglesia. Hay que situar al Apóstol en la línea de los grandes narradores bíblicos quienes, utilizando mitos y relatos de orígenes, nos trasmiten un mensaje religioso como Palabra de Dios. Y éste es su mensaje simple y escueto: todos participamos de la culpa de Adán y hemos nacido con ese «pecado original».

Esta realidad del «pecado original», sin embargo, sólo puede ser percibida en tensión relacional con la otra realidad de la solidaridad corporativa que asocia la humanidad al acto redentor de Cristo, de la misma manera que el anuncio de la ira de Dios no puede entenderse separadamente del anuncio del «evangelio de la salvación». 

Pablo presenta ahora al otro protagonista de la historia humana, el que verdaderamente le interesa: Cristo. 

Los dos personajes, sin embargo, no están en el mismo plano de igualdad. En realidad, no hay comparación entre el uno y el otro, pues el protagonismo del primero en el delito y la muerte queda anulado por la superabundancia del don y del «favor de un solo hombre, Jesucristo» (15). Si el Apóstol los compara proponiendo a Adán como «figura» de Cristo, es precisamente para resaltar la antítesis y el contraste entre ambos. 

Pablo intuye que solamente dejándose impactar por la violencia misteriosa del mal, representada en el ancestro de la humanidad, Adán, podemos revelar un poco el misterio del amor infinito de Dios mostrado en la muerte y resurrección de otro hombre, su hijo Jesús. 

Pero Pablo no ve ya a Adán sino a aquel a quien Adán apunta y señala, y de quien es «figura» por contraste: Cristo. Ya no contempla a la humanidad sometida al pecado y a la muerte, bajo la ira de Dios, sino bajo la vida y la salvación reveladas en Cristo muerto y resucitado. A la condena del pecado original opone el Apóstol la sentencia de la salvación original que se extiende a todos los hombres –y mujeres– y que concede la vida (18). 

La acción creadora de Dios de la que surge el universo, la humanidad y todo cuanto existe, es ya para Pablo un acto de salvación, un don de amor en Cristo. Desde el principio «Dios estaba reconciliando al mundo consigo, por medio de Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres» (2 Cor 5,19). Por eso Cristo «es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación» (Col 1,15), y por medio de Él, la Palabra, «todo existió y sin ella nada existió de cuanto existe» (Jn 1,3).

No es ya el pecado y la muerte los que marcan los orígenes y el rumbo de la familia humana y de la entera creación, sino la reconciliación, la salvación y la vida y todo gracias al favor copioso (17), a la acción recta (18), a la obediencia (19) de uno, Jesucristo, quien hizo que el delito fuera desbordado por la gracia (20) que reinará por la justicia para una vida eterna (21). San Agustín ha expresado mejor que nadie este desconcertante anuncio de Pablo con una no menos desconcertante afirmación: ¡Oh, feliz culpa! –Bendito Pecado– que nos ha traído semejante Salvador.

6,1-11 Muertos al pecado, vivos con Cristo. Una posible objeción, ya planteada y resuelta en 3,5-8, le sirve a Pablo de pretexto y de enlace para exponer en qué consiste la vida nueva del cristiano. ¿Está respondiendo a las acusaciones de sus enemigos de no tomarse en serio el pecado al acentuar tanto la salvación traída por Jesucristo? ¿Es la gracia algo así como una licencia para pecar? Porque si cuanto más pecado haya mayor será el perdón, y si perdonar es la «gloria» de Dios, ¿no le estamos haciendo un favor a Dios pecando? «¡Ni pensarlo!» (2), responde el Apóstol a esta absurda objeción.

En el ámbito de Dios en que se mueve el cristiano, ya no hay lugar para el pecado. Y así, le recuerda a la comunidad de Roma lo que ya conoce bien: que por el bautismo el cristiano se une a Cristo en su muerte y resurrección, que es un morir para vivir. 

Pablo es realista y sabe que el pecado no ha sido aún completamente desterrado del mundo; por eso describe la incorporación a Cristo por el bautismo como un proceso que ya ha comenzado. Con un despliegue de metáforas audaces en las que vierte toda su pasión de apóstol, Pablo contempla a los bautizados en el mismo acto redentor de Cristo como: consagrados al Mesías y sepultados en su muerte (4), injertados en su resurrección (5), crucificada su vieja condición humana y anulada su condición de esclavos (6), para terminar con la exhortación final: «considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (11).

6,12-23 Liberados del pecado, siervos de Dios. Por vivir en un cuerpo mortal, el cristiano sigue expuesto al pecado, solicitado por el deseo (cfr. Sant 1,14). Debe dominarlo y someterlo, como dice Dios a Caín (Gn 4,7).

 Frente a ideologías griegas que consideraban como malo el cuerpo y el mundo material, Pablo afirma la unidad de la persona humana y, por tanto, el cuerpo puede y debe estar a disposición de Dios como instrumento del bien (13). He aquí una concepción realista de la unidad del hombre y de su responsabilidad. 

Volviendo a la objeción anterior, nuevamente demuestra que es absurda: «¿Vamos a pecar porque estamos bajo la gracia? ¡De ningún modo!» (15). La gracia no da licencia al pecado; todo lo contrario, capacita para someterlo. 

La vida del cristiano es de una tensión existencial entre el pecado y Dios. Y no hay términos medios ni hay cabida para la neutralidad o, como dice el proverbio: «no se puede encender una vela a Dios y otra al Diablo». «Quien no está conmigo está contra mí» (Mt 12,30).

Pablo expresa esta tensión con la imagen más fuerte que tiene a mano y que sabe que va a impactar a sus lectores: la imagen de la esclavitud –es probable que muchos cristianos de Roma fueran realmente esclavos–. Dos esclavitudes se presentan al cristiano como opción de vida: la esclavitud al pecado o la esclavitud a Cristo. El pecado conduce a sus esclavos a la muerte. Por el contrario, la «obediencia» a Cristo –ya no habla de esclavitud– conduce a la salvación y por ella a la vida. 

El Apóstol les recuerda a los romanos que ellos ya han elegido libremente: antes eran esclavos del pecado, ahora, por la gracia de Dios, se han sometido de corazón y, liberados del pecado, se hicieron esclavos de la justicia (19).

Pablo, sigue explotando la imagen, consciente de sus límites, invitándoles a comparar su situación previa al bautismo con su situación presente con el fin de darles ánimos y para que, vigilantes, permanezcan firmes en la lucha, porque de una batalla se trata. Y así, el Apóstol utiliza el lenguaje militar para afirmar que el que «milita» como esclavo a las órdenes del pecado recibirá, como salario, la muerte. 

Dios, en cambio, no paga salario, sino que lo regala, como se hace entre personas libres; ese regalo es la vida eterna (cfr. Jn 8,32). 

7,1-6 Comparación del matrimonio. En los capítulos precedentes ya han asomado varias alusiones a la Ley de Moisés (3,20.21.28; 5,20; 6,14). Es éste un tema que aparece en todas las grandes cartas de Pablo (cfr. Gál 3,10-13), porque era justamente la «ley» el gran obstáculo que impedía al judaísmo de su tiempo la aceptación del Evangelio.

Dirigiéndose, pues, a los judeo-cristianos e, implícitamente, a los judíos, les dice sin ambages que también de la Ley de Moisés nos ha liberado Cristo. No pasa a probar la afirmación pues ya lo ha hecho anteriormente, sino que la ilustra con una comparación del derecho matrimonial romano que Pablo aplica, de manera muy curiosa, a la condición cristiana. 

Se mire por donde se mire, viene a decir el Apóstol, el matrimonio que unía a los judeo-cristianos a la ley ha quedado disuelto por doble defunción. 

Si se mira al esposo –la ley– éste ha muerto por la acción de Cristo y por consiguiente, la esposa –el judío– queda libre para casarse con otro. 

Si se mira a la «esposa» –el judío, ahora cristiano–, pues bien, ésta también ha muerto por el bautismo, y en su nueva vida ya no está ligada a su antiguo esposo –la ley–. 

A lo que apunta Pablo es a la nueva realidad en que vive el cristiano y que compara con un matrimonio en el que Cristo resucitado es «el esposo», el cristiano es «la esposa», y cuya unión es fecunda en frutos para Dios (cfr. Jn 15,8). Justo lo contrario de la fecundidad fatal de las pasiones «estimuladas por la ley» (5) que dan frutos destinados a morir (cfr. Sant 1,15).

7,7-13 La condición pecadora. Estamos en la parte más dramática de la carta. Pablo interioriza esta lucha contra el pecado y la ve como un desdoblamiento y desgarramiento de su conciencia que acaba en un grito de auxilio. Por lo que tiene de introspección lúcida y apasionada, esta página es magistral. Es como si el pecado fuese una «fiera» que está al acecho en la puerta de la conciencia (cfr. 1 Pe 5,8) y a la que el hombre tiene que someter (véase la historia de Caín, Gn 4,1-8). 

¿Está hablando Pablo en primera persona? Seguramente que sí; pero viviendo en su propia carne este drama común, se hace al mismo tiempo el portavoz de todos nosotros: «¿Alguien enferma sin que yo enferme? ¿Alguien cae sin que a mí me dé fiebre?» (2 Cor 11,29). Es, pues, a la humanidad entera en su lucha contra el pecado a la que el Apóstol quiere abarcar en este grito de angustia. En cuanto a la ley que menciona, ¿de qué ley habla? ¿Sólo de la judía? Éste es el contexto inmediato; sin embargo, por todo lo que dirá a continuación, la visión del Apóstol abarca a toda ley –la judía, la cristiana, la de cualquier religión–, vista desde la condición pecadora del ser humano. 

¿Es la Ley pecado? (7), se pregunta el Apóstol retóricamente, para responder que pensar así sería un absurdo. La ley no manda pecar pues «el precepto es santo… justo y bueno» (12). La fuerza, pues, de su argumento no está en la bondad o maldad intrínseca de la ley sino en la astucia, en la insidia de nuestra condición pecadora personificada en este protagonista siniestro, el pecado, capaz de convertir hasta el mismísimo «Decálogo» en instrumento de prevaricación, pues «aprovechándose del precepto provocó en mí toda clase de codicias» (8)… «me sedujo y por medio del precepto me dio muerte» (11). 

Es fascinante la descripción psicológica que hace Pablo de esta faceta de la ley como tentadora cuando el pecado trata de manipularla. La ley prohíbe, da nombre, llama la atención sobre el objeto prohibido, lo valora, lo exhibe como un desafío y un trofeo. El precepto, viene a decir el Apóstol, ceba y engorda al pecado, delata su naturaleza… lo convierte en superpecado (13). 

7,14-25 Dominados por el pecado. Pablo contempla la situación del «yo» bajo el pecado con una frase casi desesperada: «estoy vendido al pecado» (14). Una encrucijada de fuerzas contradictorias parecen anidarse en el ser humano, las cuales van anulando una a una, toda su capacidad ética y afectiva de hacer el bien: «no hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero» (19) y así en aumento, hasta señalar al enemigo que lleva dentro: «el pecado que habita en mí» (20), «y me hace prisionero de la ley del pecado que habita en mis miembros» (23). 

Sin embargo, a la desesperación de la derrota: «¡Desgraciado de mí!» (24), responde el grito agradecido de la victoria: la liberación ya está aquí «gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro» (25). Es como si al borde del abismo le salieran alas. 

Así termina Pablo su dramático recorrido por el «Evangelio de la ira» (1,18) que nos ha llevado desde la visión de la corrupción del mundo pagano y judío de su tiempo hasta el origen del pecado en Adán, para adentrarse después en las leyes humanas manipuladas por el pecado y hasta en la misma estructura de la persona donde también se anida el pecado. 

El Apóstol ha llegado hasta la misma raíz que une a todos los hombres y mujeres del mundo en una solidaridad en la culpa, anterior y por encima de las religiones, razas y culturas: la condición pecadora de la familia humana. 

Sin embargo, este «Evangelio de la ira» de Dios, no es sino la otra cara del misterio: el «Evangelio de la salvación universal» ofrecido en y por Jesucristo. 

8,1-17 Vida por el Espíritu. «¿Quién me librará de esta condición mortal?» (7,24), se preguntaba Pablo. Y ahora responde: Cristo, regalándome su Espíritu. 

Este nuevo poder lo describe en oposición a la ley del pecado y de la muerte. El ser humano, abandonado a sus propias fuerzas, no puede medirse con un enemigo tan poderoso como la «ley del pecado». La derrota significa la muerte total, la ausencia de Dios. Pero ahora contamos con un aliado formidable: el Espíritu Santo que nos está poniendo la victoria al alcance de la mano. La batalla continúa, las fuerzas del pecado siguen amenazando con su capacidad destructiva, pero la situación ha cambiado.

Todos los temas fundamentales de la predicación de Pablo se dan cita en este capítulo para presentarnos una grandiosa visión de la fe cristiana como camino de vida y esperanza, contemplada bajo la revelación del misterio de amor de Dios en sus tres protagonistas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El ser humano ya no está solo en la lucha. Dios Padre se ha comprometido a fondo en ella, enviando a su Hijo al mundo «en condición semejante a la del hombre pecador» (3), afirma Pablo con el más atrevido realismo que le permite la lengua griega en un intento de expresar lo inefable, es decir, que es Cristo, «verdadero hombre», el que se enfrenta con el pecado en el propio terreno de éste, la pecadora condición humana, para derrotarlo sin contaminarse.

La muerte y resurrección de Jesús abren las puertas del mundo al Espíritu. Así entra en la escena de nuestra lucha contra el «instinto» que nos arrastra al pecado y a la muerte, el tercer protagonista del «misterio de salvación», el Espíritu Santo, a quien Pablo nombrará 29 veces en este capítulo, y lo presenta con un dinamismo de arrolladora actividad: inspira (5), tiende a la vida y a la paz (6), habita en los cristianos (9), dará vida a nuestros cuerpos mortales (11), ayuda a mortificar las acciones del cuerpo (13), hasta culminar en la gran revelación del supremo don que resume e incluye a todos los demás: nos hace hijos de Dios, nos permite clamar Abba, Padre (15), atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios (16), herederos de Dios, coherederos con Cristo (17). Termina el Apóstol diciendo que, ahora, esta «filiación y herencia» (cfr. Mc 14,36; Gál 4,6), es compartir su pasión, a través de la cual compartiremos también su gloria (cfr. Flp 3,10s).

8,18-27 Esperanza de gloria. Pablo comienza hablando de la gloria de los que sufren con Cristo y que se manifestará en nosotros (18). A continuación, coloca en este «horizonte de la esperanza» a toda «la humanidad», a toda «la creación», pues ambas traducciones del término griego usado son posibles e incluso complementarias. Esta grandiosa visión del Apóstol encontrará, seguramente, en nuestra generación más empatía que en generaciones anteriores. 

Para el hombre y la mujer de hoy, el destino de la humanidad y el de la creación se han hecho inseparables. Justicia, paz e integridad de la creación se ha convertido en el «credo» no sólo de ecologistas, sino de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, creyentes o no creyentes.

Pablo, por supuesto, no habla como ecologista ni solamente como hombre de buena voluntad. Su visión es más profunda. Su cultura bíblica no le permite separar al «Dios creador» del «Dios salvador», ni a la «creación del hombre y de la mujer» de la «creación de la tierra y del cosmos». 

Si la caída de la humanidad ha arrastrado en ella a toda la creación, «maldito el suelo por tu culpa: con fatiga sacarás de él tu alimento mientras vivas» (Gn 3,17; cfr. Sal 102,27), la salvación del hombre y de la mujer afectará también a toda la creación, «voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva» (Is 65,17; cfr. 2 Pe 3,13).

El Apóstol contempla a la humanidad y a la creación en el camino de la salvación –ya realizada en Cristo, pero aún no concluida– con la mirada expectante y tendida hacia ese futuro de liberación que se hace ya presente en la esperanza: «la humanidad entera está gimiendo con dolores de parto» (22).

Dentro de esta humanidad expectante, Pablo se dirige a los cristianos, «también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos por dentro esperando la condición de hijos adoptivos, el rescate de nuestro cuerpo» (23), en clara alusión a la función fundamental de la comunidad creyente: anunciar el Evangelio de salvación universal, en solidaridad de sufrimientos y de expectación con la comunidad humana, dando testimonio de nuestra esperanza (cfr. 1 Pe 3,15). 

El Espíritu Santo, que es dinamismo de acción como también dinamismo de oración, es el mediador eficaz de este anuncio y testimonio cristiano, convirtiendo los dolores de parto de la creación entera, en gemidos inefables de plegaria: Aunque no sabemos pedir como es debido, el Espíritu mismo intercede por nosotros (26s). 

8,28-39 El amor de Dios. Pablo cierra el capítulo con esta especie de canto triunfal al amor que Dios y Cristo nos tienen. Gracias a él saldremos triunfadores de todas las tribulaciones que la vida nos depare. Aunque el párrafo comienza con el amor del hombre a Dios, no es de aquel la iniciativa, pues fue Dios quien comenzó escogiendo, destinando, llamando, haciendo justos, glorificando (29s). 

El Apóstol no habla de «predestinados» como si se refiriera a «nosotros» frente a «los demás», sino todo lo contrario. El acento está en la iniciativa divina de salvación que es universal, por eso Jesucristo es el «primogénito de muchos» (29) sin excepción. Este proceso de salvación consiste en reproducir en cada uno de nosotros la imagen de su Hijo. La imagen de Dios (cfr. Gn 1,27) deformada por el pecado, se renueva así como imagen y semejanza de nuestro hermano mayor. 

Si la comunidad cristiana, a la que se dirige el Apóstol con el repetido «nosotros», vive ya en la fe y en la esperanza esta realidad de salvación, lo debe hacer «en referencia» a toda la humanidad, como símbolo y anuncio de lo que el Espíritu está realizando misteriosamente en todos los hombres y mujeres de todas las religiones. Esto es lo que queremos decir cuando llamamos a la Iglesia «sacramento de salvación». A esto se refiere Pablo cuando exclama en un grito de victoria: «Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra?» (31). 

No es éste un «grito de cruzada» contra nadie, como tantas veces ha sido deformado a lo largo de la historia cristiana. Dios ha tomado partido por el hombre y la mujer de toda nación, raza o religión, en un acto de amor del que nada ni nadie podrán ya separarnos, y que va más allá de la muerte, pues es prenda de resurrección.

9,1-5 La situación de Israel. El hilo del discurso parece interrumpirse, y Pablo dedica tres capítulos al destino de Israel. ¿Sería universal una salvación por Jesucristo que excluyera a los judíos?, parece ser la pregunta obsesiva del Apóstol. Para él es un enigma que su pueblo, tras siglos esperando al Mesías, no lo haya acogido mayoritariamente a su venida. 

Seguramente los cristianos de Roma, procedentes del judaísmo, participaban de la misma ansiedad que Pablo, o quizás algunos sentían la autosuficiencia y el orgullo de sentirse «ellos» los convertidos, los escogidos frente a «los otros». A ellos dirige Pablo estos capítulos. También se dirige a la comunidad cristiana de nuestros días, enfrentada con el mismo enigma evangélico del Apóstol, en lo que hoy llamamos la última frontera de la misión de la Iglesia: el diálogo con las otras religiones.

La fórmula solemne de juramento con que comienza el Apóstol su «diálogo» con la historia religiosa judía, podría servir de modelo cristiano para todo inicio de diálogo interreligioso. Jura hablar sinceramente, «como cristiano, sin mentir» (1), pero también en total sintonía con su pueblo y su raza. Si es apóstol de los paganos, es también hermano de los judíos, y en sus palabras vibra un intenso afecto de familia y el arrebato de una solidaridad que le lleva a exclamar atrevidamente que estaría dispuesto, como Cristo, a convertirse en «maldición» (cfr. 1 Cor 12,3; Gál 3,13; Éx 32,32) para poder salvar a su pueblo (3). ¡Cuántos cristianos de Asia y de África se sentirán identificados con Pablo al leer estos capítulos de su carta!

9,6-33 La elección de Israel. Pablo se enfrenta con el enigma del rechazo del Evangelio por parte de la mayoría de su pueblo. El Apóstol ha jurado que va a ser sincero y lo es, aunque lo que va a decir duela y aparezca escandaloso a los ojos de la razón y de la justicia humana. 

Él no habla como filósofo racionalista, sino como cristiano. Comienza afirmando que Dios no ha abandonado a su pueblo. Los israelitas, adoptados como hijos de Dios, gozan de su presencia, de su fidelidad a las promesas hechas, y debieran sentirse orgullosos ya que de su descendencia ha nacido el Mesías. 

Ahora bien, ¿quiénes constituyen y han constituido desde siempre el verdadero pueblo de Dios? ¿Quiénes son los verdaderos «israelitas»? 

El uso del término «israelitas», tiene su intención. No hace ya referencia a la raza ni a la etnia como el término «judío» empleado en otros pasajes de la carta (cfr. Rom 1,16; 9,24), sino al pueblo nacido de la soberana y misteriosa libertad de elección del Dios de la historia, «pues yo me apiado de quien quiero, me compadezco de quien quiero» (15), como dijo a Moisés, Éx 33,19.

Pablo se lanza a demostrarlo a través de un detallado recorrido por los personajes principales, hombres y mujeres que han jalonado la historia de Israel como sus verdaderos protagonistas. 

El hilo conductor es el mismo: todos fueron libremente elegidos, gratuitamente llamados por Dios, en contra, a veces, de las leyes tribales de sucesión; sin méritos de su parte; algunos de ellos milagrosamente nacidos de madres estériles como Sara y Rebeca; otros, escogidos «antes de que nacieran, antes de que hicieran nada bueno o malo» (11), como en el caso dramático de Jacob, elegido ya desde el vientre de su madre: «amé a Jacob, rechacé a Esaú» (13). 

En resumidas cuentas, el «pueblo elegido», es decir, «el verdadero Israel», es mucho más reducido que el «pueblo judío»; no son términos equivalentes. Es solamente un «resto», en término bíblico.

A continuación, Pablo recoge la reacción del filósofo racionalista de turno: «¿Por qué, entonces se queja Dios, si nadie puede oponerse a su decisión?» (19). El Apóstol no responde directamente a la pregunta, sino que a través de la imagen bíblica de la arcilla y del alfarero (cfr. Is 29,16; Jr 18,6), quiere dejar en evidencia que el ser humano y Dios no están en el mismo plano de igualdad, y que es absurdo que la arcilla pida cuentas y trate de comprender los planes y designios del alfarero creador.

Si hasta aquí ha dejado claro que el pueblo elegido, «Israel», es mucho más reducido que el «pueblo judío», ahora afirma audazmente que también puede ser y, de hecho es, «más numeroso» que la «etnia y raza judía»: pues esos somos nosotros, «a quienes llamó no sólo de entre los judíos sino también entre los paganos» (24). Ilustra la afirmación con las palabras del profeta Oseas en que se narra el final feliz del gran poema de la reconciliación de Israel, temporalmente rechazado y de nuevo acogido: «Al que no era mi pueblo, lo llamaré Pueblo-mío… y donde antes les decía: no son mi pueblo, allí mismo serán llamados hijos del Dios vivo» (25s). Pablo hace extensiva la aplicación a un pueblo que antes no era pueblo de Dios y que ahora, por su gracia, lo es: el pueblo pagano.

El Apóstol termina este difícil capítulo de su carta, señalando de nuevo que el único criterio de pertenencia al verdadero pueblo de Dios es la fe (30-33). 

La mayoría de los judíos quisieron conseguir la salvación con su esfuerzo, y fallaron; no quisieron recibirla como regalo, y se quedaron sin él, «tropezaron en la piedra de tropiezo» (32): Jesús, el Mesías. Los paganos ofrecieron nada más que su fe para aceptar el don, y no fracasaron, «porque quien se apoye en ella no fracasará» (33). 

¿Qué decir de estas reflexiones de Pablo? ¿Resuelve el enigma del rechazo al Evangelio de la mayoría de su pueblo o lo complica todavía más? En resumidas cuentas, ¿ha rechazado Dios a su pueblo? No, dice el Apóstol, pues ha quedado un «resto», la comunidad cristiana, que incluye también a los cristianos procedentes del paganismo. 

¿Cuál será, entonces, la suerte de los demás judíos, de las piezas de arcilla aparentemente rechazadas por el Alfarero? El Apóstol parece responder con unas palabras de esperanza que después desarrollará en el capítulo siguiente: «si Dios quería dar un ejemplo de castigo mostrar y manifestar su poder aguantando con mucha paciencia a aquellos que merecían el castigo… ¿Qué podemos reprocharle?» (22). 

Un comentador bíblico de nuestros días haya, quizás, interpretado certeramente el pensamiento de Pablo: Dios quiere mostrar su cólera y su poder, pero lo que al final resulta es su paciencia y su misericordia. 

Todos los enigmas, todas las tensiones entre la libertad de Dios y la libertad del hombre, entre el don gratuito y la negación del mismo por el pecado, entre un Dios airado y un Dios salvador, los contempla el Apóstol en el horizonte de la salvación, el horizonte que da sentido y unidad a toda la carta. La misericordia de Dios es el gran arco que abarca la historia humana.

10,1-21 Salvación universal. Pablo aclara que el rechazo al Evangelio de la mayoría de su pueblo es sólo temporal. Por eso comienza una nueva serie de argumentos deseando y orando por su conversión. La argumentación se desarrolla en el mismo tono de polémica y debate, a golpe de citas bíblicas aplicadas según el estilo de los rabinos de su tiempo, pero interpretadas ya con los ojos de la fe. El celo religioso de los judíos por Dios y por la observancia de la ley era loable, solo que desmedido y desorientado. La observancia de la ley tenía algo de esfuerzo sobrehumano con el fin de atraer al Mesías. Pablo mismo conocía bien este «celo» cuando todavía se llamaba Saulo (Gál 1,13). Esta especie de fanatismo dio más tarde nombre a un movimiento y partido político-religioso de integristas y fundamentalistas, los «zelotas». Pero ése no era el camino.

El camino lo señala el Apóstol con una expresión que ha quedado ya como la del anuncio fundamental de la predicación y de la profesión de fe cristianas: «si confiesas con la boca que Jesús es Señor, si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás» (9), en alusión y contraposición a lo que decía el profeta: «este pueblo se me acerca con la boca y me glorifica con los labios, mientras su corazón está lejos de mí, y su culto a mí es precepto humano y rutina» (Is 29,13). 

Esta invitación la extiende Pablo a todos los pueblos sin diferencia entre judíos y paganos, citando de nuevo la Escritura y haciendo universal el llamamiento que el profeta Joel refería al «resto» de Israel: «todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Jl 3,5). Para esto se necesitan misioneros y anunciadores de la Palabra de Dios que pongan en marcha el dinamismo del Evangelio que Pablo presenta en un bello resumen (14s): invocar el nombre de Jesús por el conocimiento y escucha de su Palabra, anunciada por sus enviados. «¡Qué hermosos son los pasos de los mensajeros de buenas noticias!» (15), concluye el Apóstol recordando al profeta Isaías (cfr. Is 52,7).

Con otro racimo apretado de citas bíblicas Pablo vuelve sobre el drama del rechazo del Evangelio por parte de la mayoría de su pueblo, a pesar de que el anuncio resuena ya por todo el mundo (18) y de que Dios los sigue interpelando y haciéndose el encontradizo por medio de sus enviados (20). Y termina su alegato con la imagen irresistible de un Dios todo ternura y amor por su pueblo, tomada de Isaías 65,2: «Todo el día tenía mis manos extendidas hacia un pueblo rebelde y desafiante» (21). 

11,1-12 El resto de Israel. Es probable que entre los cristianos procedentes del paganismo circulara la opinión de que Dios había rechazado a los judíos. Pablo recoge el rumor en forma de pregunta, y responde con un rotundo «¡De ningún modo!» (1). Pasa a probarlo como siempre, indagando la Palabra de Dios en las Escrituras. 

El dominio que tenía el Apóstol de la Biblia es impresionante. Pero lo es aún más, el que comprenda todos los acontecimientos, grandes o pequeños, individuales o colectivos, personales o ajenos, bajo el prisma de la Palabra de Dios que, desde su conversión en el camino de Damasco, proyectaba ya «un solo color»: el color luminoso de la salvación extendida a judíos y paganos por igual.

La prueba de que Dios no ha rechazado a los judíos –parece decir Pablo– es él mismo, judío como el que más, «descendiente de Abrahán, de la tribu de Benjamín» (1). Al decir esto, su pensamiento se dirige a Moisés cuando habla dramáticamente con Dios a favor de Israel: «Desiste del incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo» (Éx 32,12). De Moisés pasa a Elías (1 Re 19), llorando ante Dios: «quedo yo solo, y me buscan para matarme» (3). En la respuesta que Dios le da: «me he reservado siete mil hombres» (4), ve de nuevo su tema favorito: la iniciativa de salvación de Dios, que es un don gratuito, pero prodigado abundantemente. El número siete en la Biblia es símbolo de multitud, de universalidad.

En cuanto a los demás, los que se endurecieron… «hasta el día de hoy» (8), se pregunta: «¿Tropezaron hasta sucumbir?» (11). La respuesta es sorprendente y atrevida. Sólo a Pablo se le podría ocurrir, dejando a un lado toda lógica humana, «que su tropiezo ha provocado la salvación de los paganos» (11). 

Más atrevida aún es la conclusión que saca: «si su tropiezo representa la riqueza de los paganos, cuanto más lo será su conversión en masa» (12). Al final, el Apóstol parece estar contemplando cómo todas las piezas del Alfarero Creador encuentran su lugar y se ajustan unas a otras para formar su gran designio de salvación universal.

11,13-24 Salvación de los paganos. Pablo se dirige ahora a los cristianos procedentes del paganismo que pueden estar poniendo en peligro sus relaciones con el judaísmo a causa de un posible «complejo cristiano» de superioridad exclusivista. Repitiendo, de nuevo, lo que supondrá para el reinado de Dios la aceptación masiva del Evangelio por parte de su pueblo, viene a decir que los frutos serán espectaculares, como «una especie de resurrección» (15). Les recuerda que la elección de Israel sigue en pie y que su pueblo sigue desempeñando una parte fundamental en los planes de salvación de Dios para el mundo. 

Para probarlo usa dos comparaciones. Una, tomada de la liturgia del rito de consagración de las primicias de la cosecha (cfr. Dt 26; Neh 10,36). Consagrar las primicias significaba consagrar la totalidad, reconocer la fecundidad de la tierra como don de Dios. Si Dios escogió a Abrahán –las primicias del pueblo judío– su entera descendencia está incluida en la bendición.

La otra comparación es más elaborada y se refiere a la estrecha relación que existe entre cristianismo y judaísmo. Está tomada de la jardinería, y quizás sea en su «aparente incoherencia» donde haya que buscar la moraleja de Pablo. ¿A qué jardinero horticultor se le ocurriría injertar una rama «silvestre» en un tronco «fértil», y no al revés? ¡Pues, a Dios!, parece responder el Apóstol. Así ve él la acción libre y paradójica de Dios. La rama silvestre –los cristianos que proceden del paganismo– es injertada en el árbol fecundo del judaísmo. El Antiguo o Primer Testamento sostiene al Nuevo. No es raro en la Biblia comparar al pueblo escogido con un árbol: un álamo (Os 14,6), una higuera (Jr 8,13), un roble (Is 61,3). Siempre, sin embargo, es Dios quien planta y suministra la savia (cfr. Is 60,21; Sal 80.9).

Dicho de otra manera: ¿puede vivir el cristianismo sin identidad y sin memoria histórica, sin un pasado donde enraizar el don gratuito de la fe? ¿No necesitará injertarlo en el tronco fecundado ya por la savia de la presencia misteriosa de Dios, que produjo una historia de salvación donde resonaron sus promesas y donde nació el Mesías? Para el Apóstol, el pueblo judío y el pueblo cristiano no pueden existir el uno sin el otro. Su destino común es caminar juntos hasta el «día del Señor». 

Ensanchando el horizonte de la visión de Pablo más allá del pueblo judío, hacia los «otros pueblos y las otras religiones», ¿no podríamos seguir afirmado que el «Divino jardinero horticultor» ha plantado también otros árboles fecundos –las otras religiones del mundo– donde ha corrido y corre la savia de su presencia produciendo «historias de salvación», y donde va injertando la rama «silvestre» del cristianismo? ¿Podría la Iglesia universal, repartida por el mundo en Iglesias locales, prescindir y hacer «tabula rasa» de esos «árboles milenarios» plantados por Dios, sin perder sus raíces y su memoria histórica? 

Un pensador cristiano contemporáneo lo ha planteado de la siguiente manera: «Ya no podemos responder a la pregunta: ¿quién es mi Dios?, sin al mismo tiempo preguntar al otro: ¿quién es tu Dios?». ¿No daría hoy Pablo la bienvenida a las «otras religiones» y las invitaría a caminar junto al cristianismo y judaísmo, en mutuo diálogo y respeto a la pluralidad, hacia el «día del Señor» que es cuando se manifestará definitivamente y en su totalidad el único designio de salvación desvelado ya en Jesucristo?

11,25-36 La conversión de Israel. El Apóstol parece rendirse ante el «enigma» del rechazo mayoritario de su pueblo al Evangelio. Simplemente no lo puede descifrar. Se trata de un misterio, de un secreto que sólo Dios puede revelar, y del que él, Pablo, se siente ahora el depositario aunque sólo alcance a barruntarlo. Todas las elucubraciones y argumentos ya no tienen sentido. El secreto, que invita a la humildad y a la esperanza, es la futura conversión de los judíos, vinculada a la incorporación de los paganos (25). Cuándo y cómo no lo dice, pero Pablo la espera en un futuro inminente, ya que para él la segunda venida del Señor era cuestión de pocos años, incluso no descartaba la posibilidad de salir él mismo, aún con vida, al encuentro del Señor (cfr. 1 Cor 15,51).

Pablo descubre este secreto –no podía ser de otra manera– en las Escrituras, y así cita Is 59,20, añadiendo una variante de Jr 31,30: «¿Quién conoce la mente de Dios?… ¿Quién le dio primero para recibir en cambio?» (34s). Este secreto, a su vez, lo contempla en otro aun mas desconcertante: «Dios ha encerrado a todos en la desobediencia para apiadarse de todos» (32). Ante este misterio de salvación, la única respuesta humana es la admiración, el reconocimiento y la alabanza: «De él, por él, para él existe todo. A él la gloria por los siglos. Amén» (36). Así termina el Apóstol la parte doctrinal de su carta.

12,1-21 Normas de vida cristiana. Comienza una larga exhortación sobre lo que debe ser la conducta del cristiano, no considerado como persona aislada, sino como miembro vivo de una comunidad de fe. 

El tema de la unidad y armonía era la obsesión de Pablo. Era también el desafío constante de aquellas jóvenes Iglesias formadas por cristianos de tan diferentes procedencias y costumbres tan opuestas. 

No olvidemos que el Apóstol escribe desde Corinto, donde las divisiones internas estuvieron a punto de fragmentar irremediablemente a una comunidad que él mismo había fundado y cuidado con tanto cariño. 

¿Le habrían llegado rumores de que, al igual que en Corinto, algo no funcionaba bien en Roma? Lo cierto es que trata el tema con la seriedad y solemnidad de quien está «anunciando el Evangelio», y no como consejos y amonestaciones comunes propias de cualquier final de carta.

Si comenzó afirmando que el Evangelio es fuerza de salvación para todo el que cree, ahora quiere ver ese Evangelio encarnado en las relaciones personales de los unos para con los otros, como si entre todos estuvieran ofreciendo un sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios, pues éste es el verdadero «culto espiritual» (1), que Dios quiere. El Espíritu que habita en nosotros es el que nos posibilita a entregarnos a Dios y a los hermanos en un mismo ofrecimiento de amor. 

En el clamor ¡Abba!, Padre (8,15), resuena el clamor ¡Hermano, hermana! Con su imagen favorita del «Cuerpo de Cristo», ya desarrollada ampliamente en 1 Cor 1,12s, el Apóstol sitúa la unidad y armonía de la comunidad en su nivel más profundo. De aquí parte la larga lista de recomendaciones, amonestaciones y consejos que tejen la conducta ideal del cristiano como miembro de la comunidad de fe. Se trata de un programa tan actual para la comunidad de Roma como para nuestra Iglesia de hoy.

13,1-10 Obediencia a las autoridades. En el año en que se escribe la carta (57 ó 58) ya reinaba el emperador Nerón (54-68), pero todavía no había estallado la persecución violenta contra los cristianos en la que, con toda probabilidad, los apóstoles Pedro y Pablo fueron martirizados. El autor supone que las autoridades son legítimas y honestas y que, por tanto, un cristiano debe ser ante todo un buen ciudadano. 

La amonestación no es tan inocente como parece. El Apóstol está advirtiéndoles, entre líneas, a no mezclar indiscriminadamente política y religión. Un cristiano puede vivir como tal bajo cualquier autoridad, sea cristiana o no cristiana, a condición de que sea legítima y justa. Y al revés, una autoridad cristiana no puede discriminar a sus ciudadanos no cristianos. 

Pablo ve en los deberes concretos de ciudadano –pago de impuestos, contribuciones, honor, respeto a todos– una manera de amar a los hermanos y hermanas. No quiere que los cristianos tengan deuda alguna con nadie, excepto una, el amor mutuo (10) que nunca terminaremos de pagar. El que ama al prójimo será siempre un óptimo ciudadano.

13,11-14 La venida de Cristo. Pablo termina su exhortación sobre la conducta del cristiano revistiéndola de toda la urgencia de quien está viviendo los últimos días de la historia. No es el tiempo como medida de los días y de los años a lo que se refiere, sino al «ahora» de la salvación que es oportunidad y urgencia. 

La conducta del cristiano es un dinamismo que empuja hacia la victoria futura y definitiva que vendrá con la «parusía» o «día del Señor». Pues bien, dice Pablo «que la noche está avanzada, el día se acerca» (12); por tanto, es hora de despertar, de despojarse de corrupciones nocturnas, de vestirse para el día y para la luz, y de prepararse para la batalla. Aquí la imagen se quiebra apuntando a lo inexpresable: el atuendo de combate y la armadura del cristiano será el mismo que venció a la muerte: «revístanse del Señor Jesucristo» (14).

14,1-6 Libertad y caridad. Pablo se detiene ahora a comentar con detalle un problema concreto que causaba tensiones en las comunidades compuestas por cristianos procedentes del judaísmo y del paganismo, como la comunidad de Roma. Se trataba de la observancia de las leyes judías, como ayunos y prohibiciones culinarias, o de creencias paganas referentes a días de buen o mal augurio. Algunos cristianos, los «débiles», no acababan de desprenderse de tales prácticas, ya fuese por escrúpulos, miedos supersticiosos o por falta de formación. Otros, en cambio, «los fuertes», se sentían liberados de todo eso y miraban con desprecio a los «débiles». Pablo ya había tratado el tema en 1 Cor 8 y 10,14-33 y dado una solución de principio, a saber: la fe en Cristo libera al creyente de semejantes miedos y observancias. 

¿Cuál era entonces el problema? El problema era los prejuicios, descalificaciones y condenas mutuas, sobre todo por parte de los «fuertes», que ponían en peligro la unidad y convivencia de la comunidad. 

Pablo trata el asunto con la máxima seriedad y sale en defensa decidida de los «débiles». No es que todas las opiniones tengan para él el mismo valor o que la actitud de los «débiles» sea correcta. Son las personas y sus conciencias delante de Dios las que tienen el mismo valor. Por eso pide mutuo respeto y tolerancia, que no es lo mismo que indiferencia. 

En definitiva está pidiendo a la comunidad de Roma que practique el «diálogo presidido por la caridad», para que «los fuertes» sepan que la libertad del cristiano tiene que estar siempre al servicio del amor, y para que los que flaquean descubran que deben cambiar sus conductas.

14,7-12 Somos del Señor. La exhortación de Pablo se convierte ahora en oración. Es como si invitara a todos a recitar el himno litúrgico de confesión de fe en uso de las comunidades de entonces (7-9), para expresar que lo único importante en la vida del cristiano es el Señor: «si vivimos es para Él, si morimos es para Él… en la vida y en la muerte somos del Señor» (8). El tema del señorío de Cristo es constante en el pensamiento y en la enseñanza del Apóstol. Si Él es el Señor, a Él corresponde el último juicio. Parafraseando a Is 45,23: «ante mí se doblará toda rodilla, toda boca confesará a Dios» (11), el Apóstol contempla a la comunidad cristiana en la única actitud donde todas las diferencias y todos los prejuicios quedan superados: de rodillas ante el Señor confesando su nombre. ¿Quién se atreverá, de rodillas, en constituirse en juez de sus hermanos y hermanas?

14,13-23 No escandalizar. Pablo vuelve de nuevo en defensa del «débil». Lo ha defendido en Corinto, desde donde escribe, en la persona del «pobre» discriminado en las celebraciones de la eucaristía (1 Cor 11,21) y del «explotado» en los pleitos entre hermanos (1 Cor 6,8). Ahora defiende al débil «escandalizado» por la provocación del fuerte. Si el reinado de Dios no consiste en comidas ni bebidas, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (17), esto se lleva a cabo compartiendo la fe y el amor entre hermanos y hermanas. Y compartir la fe es respetar la conciencia del otro que le lleva a actuar de la manera que lo hace. 

Viene a decirle al fuerte: si tu fe –tus convicciones, tu conciencia– te permite comer vino y carne, en buena hora. Pero si está en juego el amor al hermano a causa del escándalo que le das, deja el vino y la carne para otra ocasión. Si no lo haces, ya no estás compartiendo la fe de tu hermano, porque tu hermano actúa también por fe al comer sólo aquello que su conciencia le permite comer.

15,1-6 Contentar a los demás. Pablo da un paso hacia adelante al afirmar que compartir la fe es, en definitiva, «cargar con las flaquezas de los débiles» (1). Es la única manera de edificar una comunidad cristiana y la única ley de su crecimiento. 

Aunque el Apóstol pone el acento sobre la obligación de los «fuertes», a lo que en realidad está apuntando es a la regla de oro de toda comunidad cristiana: la «activa aceptación» como cosa propia, de «todo» lo que hace al «otro» diferente «de uno mismo». Si son sus pecados, esta aceptación significará ayudar a compartir la carga como si fuera nuestra propia carga; si son sus dones, como dones propios; si son sus diferentes opiniones, como riqueza complementaria a nuestras opiniones; si son sus sufrimientos, como sufrimientos propios. Y así, hasta destruir la última barrera que nos separa y que se anida en lo más profundo del corazón humano: el miedo, la sospecha y el rechazo a todo lo que percibimos en «el otro» como diferente, como desafío y amenaza a nuestra propia seguridad.

Jesucristo es para el Apóstol el ejemplo y modelo para la convivencia en comunidad. Aceptó nuestra condición humana como propia, en todo, en la alegría y en el dolor (3). Así, en un intercambio de dones, nos abrió a todos la posibilidad de ser como Él: hijos e hijas de Dios. 

¿Qué fuerza hará posible una convivencia fraterna como tarea diaria de cargar con las flaquezas de nuestros hermanos y hermanas (cfr. Gál 6,2)? ¡La Palabra de Dios!, dice Pablo, pues es el único «poder» que convoca, une en mutuo acuerdo, consuela a la comunidad cristiana y la inspira a glorificar a Dios con un solo corazón y una sola lengua. 

15,7-13 La Buena Noticia para judíos y paganos. La última exhortación de la carta va dirigida a toda la comunidad cristiana de Roma, tanto a los que provienen del judaísmo como a los que provienen del paganismo: «acójanse unos a otros, como Cristo los acogió para gloria de Dios» (7). No se trata simplemente de un consejo moral de convivencia. El Apóstol va mas allá, está viendo el «Evangelio de la salvación universal», revelado por Cristo, hecho ya «realidad y anuncio» en esa acogida mutua de amor fraterno de la comunidad de Roma. Y así, sus cristianos procedentes del judaísmo anuncian que Jesús, el Mesías, es la manifestación de la fidelidad de Dios, «cumpliendo las promesas de los patriarcas» (8); y a su vez, sus cristianos procedentes del paganismo anuncian al mismo Mesías como la manifestación de la «misericordia de Dios» que se extiende a todos los pueblos: «aparecerá el brote de Jesé, se levantará a gobernar las naciones: y todos los pueblos pondrán en él su esperanza» (12). 

Fidelidad y misericordia. ¿Estará recordando el Apóstol la presentación que hace Dios de sí mismo a toda la humanidad cuando Moisés invocó su nombre en el monte Sinaí y Dios pasó delante de su siervo clamando: «El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, misericordioso, paciente, rico en bondad y lealtad» (Éx 34,6)?

La fe en Jesucristo, muerto y resucitado, es la llave que abre a Pablo todos los secretos de las Escrituras, o el único secreto: la iniciativa de salvación universal de Dios, encaminada a reunir a todos los pueblos en un único y definitivo pueblo de Dios. 

La historia de la humanidad es para el Apóstol «una historia de salvación» que se bifurca en diversos caminos históricos concretos –el judaísmo, las otras religiones de la tierra– para volver a reunirse todos, un día, en la realidad de la Iglesia, «sacramento de salvación». 

Ésta es la visión de Pablo al final de su carta. La conclusión es una plegaria donde el Apóstol pide la abundancia de los frutos de salvación ya presentes en la comunidad de Roma: «El Dios de la paz los llene de gozo y paz en la fe, para que, por la fuerza del Espíritu Santo, desborden de esperanza» (13). 

15,14-33 Misión de Pablo para los paganos. Estas líneas suenan como si Pablo quisiera excusar su intromisión en una Iglesia que él no fundó, y justificar así su proyectada visita. El lenguaje es cortés y comedido.

La presente carta, parece decir el Apóstol, no pretende evangelizar a los buenos cristianos de Roma, sino sólo refrescar cosas sabidas. La proyectada visita es solo una etapa más de un viaje más largo hacia una región todavía no evangelizada, España. Su paso por Roma será como una especie de vacaciones espirituales: «gozar un poco de su compañía» (24)… «tomarme un descanso junto a ustedes» (32). Notemos que ninguno de estos proyectos de Pablo se realizó tal y como él pensaba. El viaje a España probablemente no se llevó a cabo; el viaje a Roma tendrá otro carácter e itinerario; el gozo de la compañía estará limitado por la prisión. Sólo la carta llegará a Roma, a España y a todos los países del mundo.

De todas formas, dejando formalidades y escrúpulos aparte, Pablo no se excusa ni de la carta que les escribe ni de la visita que les anuncia. Es probable que los cristianos y cristianas de Roma vieran ambas iniciativas del Apóstol como la cosa más natural. ¿Lo sería hoy si un obispo escribiera una carta como ésta a los cristianos de otra diócesis? La corresponsabilidad y colegialidad entre las Iglesias de los primeros siglos era el ambiente natural donde se movían los responsables de las diferentes comunidades cristianas. Pablo evoca esa colegialidad cuando menciona el itinerario de su ministerio apostólico: «partiendo de Jerusalén y su región hasta Iliria» (19). «Jerusalén» no solo como «lugar geográfico», sino sobre todo como lugar de «colegialidad y corresponsabilidad» con la Iglesia Madre, representada por Pedro y los demás apóstoles. Este ministerio itinerante de Pablo se ha centrado en «el anuncio de la Buena Noticia de Cristo» (19), frase que ha sido de las más utilizadas por el Concilio Vaticano II para devolver al «ministerio ordenado» –obispos, presbíteros y diáconos– su principal función: ser ministros y servidores de la Palabra de Dios.

16,1-27 Saludos finales. La lista de hombres y mujeres es larga y detallada. Cada nombre va seguido de unas palabras de reconocimiento y gratitud a la labor que realiza a favor de la comunidad, y a los lazos de amistad que le unen al Apóstol. Pablo se nos muestra como una persona agradecida, un auténtico caballero, amigo de sus amigos. 

Este elenco es, por otra parte, una fuente de noticias sobre las comunidades cristianas de entonces. Sorprende, por ejemplo, el elevado número de mujeres con cargos de responsabilidad en la Iglesia. Justamente comienza saludando a Febe, «diaconisa». ¿Era una mujer que ha recibido las «órdenes sagradas» o que simplemente desempeña funciones asistenciales? No lo sabemos, pero ciertamente gozaría de gran autoridad en la comunidad. Otro nombre mencionado, «Junia» (7), ha intrigado siempre a los estudiosos. ¿Se trata de «Junia» (nombre masculino) como los presentan los manuscritos más recientes o de «Julia» (nombre femenino) como lo transcriben los manuscritos más antiguos? Es probable que efectivamente se trate de «Julia», esposa de Andrónico. Pablo dice que ambos «descuellan entre los apóstoles» (7). 

¿Una mujer con categoría de apóstol? ¡Imposible!, debió pensar, años después, el amanuense que «masculinizó» el nombre de Julia cambiando solo una letra. Para entonces, la mujer había sido reducida al silencio en muchas comunidades cristianas.

Otros nombres entrañables son Prisca y Áquila, el matrimonio amigo de Pablo. El nombre de Prisca es mencionado primero, como hace Lucas en los Hechos de los Apóstoles 18,2s, y no por cortesía, sino porque Prisca debía ser la verdadera responsable de la comunidad cristiana que se reunía en su casa. Así va Pablo desgranando nombres de colaboradores, amigos y líderes cristianos que mantenían la vitalidad y el entusiasmo de la Iglesia, no solo de la de Roma.

Las palabras finales de la carta no podían ser otras que un himno de alabanza a «Dios, el único sabio» por haber revelado en Jesucristo su secreto callado durante siglos y ahora «manifestado a todos los paganos… para que abracen la fe» (26).