Autor, fecha de composición y destinatarios de la carta. El remitente de esta carta o escrito se identifica como Santiago. El nombre puede corresponder a tres personajes conocidos del Nuevo Testamento: los dos apóstoles, el mayor y el menor, y el «hermano del Señor». De los dos primeros, es del todo improbable que alguno sea el autor. Al último, se le podría atribuir muy bien la autoría de la carta; sin embargo, una serie de razones, como el lenguaje y el estilo marcadamente helenístico y el uso normal de la versión griega de la Biblia (la version de los LXX) descartan la posibilidad de que lo sea. En la actualidad, muchos biblistas piensan que se trata de una obra pseudónima, escrita hacia finales del s. I.
En cuanto a los destinatarios, el título «las doce tribus dispersas» remite a primera vista a la diáspora judía del Antiguo Testamento; pero la referencia natural al Señor Jesucristo obliga a identificarlas con las Iglesias difundidas por Asia y Europa. El número «doce» indica totalidad; la palabra «tribus», la sucesión del nuevo Israel; y «dispersas», la expansión creciente del cristianismo. El título pasa, pues, a designar ahora a la comunidad cristiana plural y extendida por el mundo.
Género de la carta. Solemos llamarla carta, aunque de carta tiene muy poco, apenas un escueto saludo convencional. Tampoco es una homilía o un tratado. A lo que más se parece es a un escrito sapiencial del Antiguo Testamento, con mayor semejanza a las breves instrucciones temáticas del Eclesiástico que a la cadena de refranes y aforismos del libro de los Proverbios.
Contenido de la carta. Por su carácter sapiencial, su contenido es más una lista de temas o serie de instrucciones para la vida cristiana que el desarrollo minucioso de algún tema doctrinal.
Se ha objetado su talante cristiano, y hasta existe una hipótesis que la señala como una composición judía superficialmente adaptada. Sin embargo, a pesar que sólo se menciona a Jesucristo tres veces (1,1; 2,1 y 5,7), contiene asuntos específicamente cristianos, como la debatida cuestión de fe y obras (2,14-26; cfr. Gál 3 y Rom 4), la regeneración por la palabra/mensaje (1,18) y la ley de la libertad (1,25; 2,12). Además, su relación con la primera carta de Pedro es patente: la dispersión (1,1 y 1 Pe 1,1); las pruebas de la fe (1,2s y 1 Pe 1,6); la guerra de las pasiones (4,1 y 1 Pe 2,11); la invitación a resistir (4,7 y 1 Pe 5,9).
Es probable que el autor se inspirara ampliamente en el substrato tradicional de la ética judía, pero dándole contenido cristiano y aplicándolo a situaciones y necesidades concretas de las comunidades a las que se dirige. Una de estas necesidades, y por la que se ha hecho famosa como punto de referencia neo-testamentario, es el tema de la obras sin las cuales la fe carece de sentido, «está muerta del todo» (2,17). El autor conoce probablemente la enseñanza de Pablo sobre la fe y las obras, y parece reaccionar contra las consecuencias abusivas de dicha doctrina. Santiago, por supuesto, piensa en las obras que debe realizar un cristiano que vive ya en el contexto de la fe que salva, recibida gratuitamente y no por mérito de las obras –de la Ley– como afirma Pablo.
De todas formas, si la carta aborda una variedad de temas, una sola es la intención del autor: exhortar a los cristianos a ser consecuentes con la fe que profesan y a testimoniarla con una vida ejemplar.
Carta católica. El escrito de Santiago pertenece al grupo de las llamadas «cartas católicas». Las otras son las dos de Pedro, las tres de Juan y la de Judas. El significado de «católico» –universal– expresa la principal característica de estos escritos, es decir, que están dirigidos no a una Iglesia particular como las cartas de Pablo, sino a los cristianos en general. Con el correr del tiempo, y frente a corrientes protestantes que negaban el carácter canónico a estas cartas, el Concilio de Trento (s. XVI) definió su canonicidad, afirmando ser Palabra de Dios como los otros libros del Nuevo Testamento.
1,1 Saludo. Encabezado típico del género epistolar greco-helenístico, que coloca en una sola frase el remitente con sus títulos: «Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo»; el saludo y los destinatarios: «a las doce tribus dispersas entre las naciones».
¿Qué Santiago? En el Nuevo Testamento aparecen varios personajes con este nombre: los apóstoles Santiago hijo de Zebedeo y Santiago hijo de Alfeo (Mt 10,2s; Mc 3,17s; Lc 6,14s), Santiago el hermano del Señor, líder en la Iglesia de Jerusalén (Hch 12,17; 15,13; 21,18; 1 Cor 15,7; Gál 1,19; 2,9.12; Jds 1), Santiago el menor (Mc 15,40; 16,1) y Santiago el padre del apóstol Judas (Lc 6,16; Hch 1,13). Ninguno de estos personajes es el autor real de la carta; se trata de un escrito pseudónimo, amparado en la autoridad del apóstol Santiago, el hermano del Señor.
Siervo de Dios es un título común de personajes claves en el Antiguo Testamento: Abrahán, Isaac y Jacob (Gn 26,24; Ez 28,25; 2 Mac 1,2), Moisés (Dt 34,5; 1 Cr 6,34; 2 Cr 24,9; Neh 10,30; Dn 9,11), David (1 Sm 23,10; 2 Sm 7,26), Salomón (1 Re 3,7), etc. «Del Señor Jesucristo» es una antigua fórmula de profesión de fe del Nuevo Testamento (Hch 2,36; Flp 2,11; 1 Cor 8,6).
Los destinatarios son las «doce tribus», una expresión que en la Biblia se refiere a los hijos de Jacob y simbólicamente designa el pueblo de Dios. El autor la adopta para referirse al nuevo pueblo de Dios constituido por las comunidades cristianas «dispersas entre las naciones».
El término dispersión o diáspora designa desde el Antiguo Testamento a las comunidades que viven fuera de Palestina (Jn 7,35; 1 Pe 1,1) e implica una condición social (sometimiento-exclusión) y espiritual (expuesto a tentaciones). Es una carta dirigida entonces a todos los cristianos excluidos y tentados por el imperio de turno para que resistan y se mantengan fieles y esperanzados en el triunfo definitivo del proyecto de Jesús.
1,2-8 Paciencia y sensatez. El primer capítulo es una breve presentación o síntesis de los temas que el autor quiere tratar en su carta. Al mejor estilo sapiencial, el autor comienza un tema, lo abandona y lo retoma posteriormente. Por ejemplo, comienza con el tema de la prueba (2), pasa a temas como la fe, la paciencia, la sensatez y la sabiduría (3-11), y en los versículos 12-15 retoma el tema de la prueba.
Al decir «hermanos míos», el autor da a su carta un tinte familiar y se coloca al mismo nivel de sus interlocutores.
La alegría en medio del las pruebas muestra la difícil situación social y espiritual que padecían las comunidades. El tema de la prueba, que aparece tres veces en los doce primeros versículos (2.3.12), es un llamado para tomar conciencia y optar por el proyecto de Dios que libera.
Las pruebas tienen dos aspectos positivos: son motivo de alegría cuando son consecuencia de la opción por Jesús y son una gran oportunidad de madurar en la fe. Prueba y fe son la escuela donde crece la paciencia o perseverancia activa. La fe perseverante tiene como meta la perfección, que se alcanza cuando se une la opción por los pobres y el seguimiento de Jesús (Mt 19, 16-22).
Para vencer la prueba es necesario pedir a Dios sabiduría (5-8; el tema se retoma en 1,16-18. Cfr. Sab 9,6). Esta sabiduría no consiste en saber muchas cosas, sino en ponerse los lentes del Evangelio para tomar conciencia y salir airosos en el «desierto» de las tentaciones sociales y espirituales, dispuestos a crear vida, alimentarla y protegerla.
1,9-11 Pobres y ricos. La riqueza, sobre la que el autor volverá en 2,1-9 y 5,1-6, es otra de las tentaciones que amenaza a las comunidades. Tanto el de condición humilde, el pobre excluido económicamente, como el rico son llamados «hermanos», aunque la exhortación es opuesta: al pobre lo invita a sentirse orgulloso de su pobreza, en el sentido de no dejarse llevar por la codicia, y así será exaltado (1 Sm 2,7; Lc 1,52; Is 40,6-8). En cambio, al rico, a quien dedica los versículos 10s, lo invita a humillarse, esto es, a volver al Dios de la vida y de los pobres, para que pueda encontrar la alegría de Dios (cfr. 4,10). Llamar a ambos hermanos significa que Santiago no excluye a nadie, pero presenta unas exigencias que, de no asumirse, harán que los mismos ricos se autoexcluyan (cfr. Mt 19,16-30). La metáfora de la flor reafirma que Dios siembra por igual, pero si la flor «rica» no se humilla, si no abandona la codicia y la injusticia, se marchitará en lo que más le duele: sus negocios. Todos los que pongan su vida al servicio de la riqueza empobrecen y desvirtúan el proyecto de Jesús en las comunidades.
1,12-18 La prueba. El versículo 12 es una bienaventuranza que une el amor y la vida. El amor a Dios se demuestra soportando las pruebas y Dios lo premia con «la corona de la vida» (cfr. Ap 2,10). Jesús soportó las pruebas por fidelidad al Padre y por amor a la humanidad; por eso, Dios cambió su corona de espinas por una corona de resurrección. Cuando un creyente resiste las pruebas por amor a la vida, pasa de una resistencia pasiva a una resistencia activa.
Los versículos 13-18 son una reflexión teológica revolucionaria para la época y para nuestros días: Dios no tienta a nadie ni hace mal las cosas. Santiago recupera un bello legado bíblico consignado en los dos primeros capítulos del Génesis. En Gn 2,7 se cuenta que el ser humano fue hecho de barro, signo de su fragilidad, pero al mismo tiempo recibe de Dios el soplo de vida. Dios nunca «sopla» tentaciones, sino vida; sin embargo, cuando el ser humano se deja llevar sólo por el barro, despreciando el soplo del Espíritu de Dios, cae en la trampa de sus propios deseos –ambición, codicia– que lo precipitan al pecado y a la muerte. El ser humano es libre de optar por el bien o por el mal, por la vida o por la muerte. Que Dios todo lo hizo bueno y perfecto (16s) es la misma tesis del primer relato de la creación: «Y vio Dios que era bueno» (Gn 1,4.12.18.21.25.31).
A partir del versículo 18 entra en escena la fuerza de la Palabra de Dios, que es Palabra de verdad y de creación. El uso del pronombre de la primera persona del plural: «nos», es una clara referencia a las comunidades cristianas, por lo que esa Palabra de verdad, generadora de vida, se refiere al Evangelio de Jesús, que convierte a los cristianos en primicias de la creación (Rom 8,23). Si los cristianos somos fruto de una Palabra de vida y de verdad, el mundo debería estar sembrado de semillas de vida y de verdad, no de codicia y ambición.
1,19-27 Oír, hablar y cumplir. No basta conocer la Palabra, es necesario ponerla en práctica (Mt 7,24-27; Lc 8,21). Santiago continúa dando claves que ayuden a tomar conciencia del verdadero proyecto de Dios y para ello acude a un triple dicho de origen sapiencial que resalta el escuchar, el cuidado para hablar y la lentitud para enojarse (Eclo 5,9-15; Prov 10,19). La justicia de Dios se concreta en el amor, la libertad y la vida en abundancia; la ira, que suele ir acompañada de palabras y acciones agresivas, debe ser superada porque rompe la armonía de la comunidad.
A partir del versículo 21 se vuelve al tema de la Palabra generadora de vida bajo la metáfora de la siembra. La Palabra necesita un terreno limpio de impurezas y maldades, que permita escucharla con generosidad, sin afanes ni resistencias, y que produzca frutos reconocibles en la práctica de la vida (cfr. Mt 13,1-9; Tit 3,14). La coherencia entre la Palabra y la vida es una gran preocupación de Santiago que también debería seguir preocupando a los cristianos de hoy. Oír la Palabra y no practicarla es como el que necesita siempre el espejo para saber quién es; sin él pierde su identidad.
El tema central de los versículos 26s es la religiosidad. Santiago distingue entre la religiosidad falsa y la verdadera. Uno de los aspectos que falsean la religión es el desenfreno de la lengua: calumnia, murmuración, chisme, etc. En cambio, la religión verdadera está íntimamente ligada a la práctica de la justicia social, simbolizada en el cuidado de los huérfanos y las viudas (cfr. Is 1,10-20; Jr 7). El mundo que contamina representaría en este caso la injusticia social. El hecho de que Santiago no mencione para nada las prácticas rituales sugiere su inclinación por una religiosidad que prioriza la dimensión ética y social.
2,1-13 Parcialidad. Las tres secciones siguientes se ocupan de la tentación del poder, no como servicio, sino como la búsqueda de intereses personales y la pretensión de estar por encima de los demás. Las comunidades están en problemas porque algunos quieren ejercer su poder haciendo alarde de su riqueza (1-13), de su fe (2,14-26) y de su sabiduría (3,1-12).
La incoherencia entre creer en Jesús y discriminar a las personas es insoportable para Santiago, actitud que seguramente se había intensificado con la llegada de personas ricas a las comunidades (6s). El mismo animador de la comunidad ha caído en la trampa de la discriminación al hacer diferencia entre el rico, a quien le ofrece un buen puesto, y el pobre, a quien invita a quedarse de pie o en el suelo.
Probablemente, el uso del anillo de oro y del traje elegante remite a los magistrados locales que compraban el cargo para administrar la justicia de acuerdo a sus intereses. El tener poder económico y judicial le daba un estatus que todos respetaban o temían. También era normal en la época que estas personas fuesen benefactores de grupos religiosos o sociales para ganarse el afecto de los pobres.
¿Será que los animadores de las comunidades están tratando de ganar benefactores aun a costa de discriminar a los pobres? La enseñanza es clara: la discriminación del pobre no es compatible con la fe en Jesús por las siguientes razones, entre otras: 1. Los ricos oprimen, manipulan los tribunales y son idólatras al utilizar el nombre de Jesús para defender lo suyo. 2. El mismo Jesús hizo opción por los pobres (5-7; cfr. Lc 4,18s), siendo fiel a la opción hecha por Dios desde el Antiguo Testamento (Éx 3,7-10). 3. La discriminación viola la ley de Dios (Prov 14,21), en cuanto contradice el precepto del amor (8; cfr. Lv 19,18; Mt 22,39). En las comunidades, el juez supremo no es el magistrado rico y corrupto que discrimina al pobre, sino el Dios que juzga según la ley de libertad (cfr. 1,25) y de acuerdo a la misericordia que hayamos tenido con el prójimo (12s).
2,14-26 Fe y obras. El recuerdo de las palabras que Jesús dirige a escribas y fariseos (Mt 23,3-5) y a sus discípulos (Mt 5,16) le sirve a Santiago para resolver el problema de quienes se creen campeones de la fe, pero no dan testimonio de ella con las obras.
Utilizando el recurso literario de la diatriba, que consiste en la presencia de un interlocutor imaginario, el texto comienza con una pregunta retórica que introduce el tema de la fe y las obras. La misericordia (2,13) se concreta a través de las obras; pero en este caso no se trata de las «obras de la Ley», en línea con la teología paulina (Rom 3,20.27.28; Gál 2,16; 3,2.5.10), sino de obras de misericordia con los más pobres y necesitados.
Si bien a Santiago parece preocuparle cierto abuso sobre la interpretación paulina de la justificación por la fe (Rom 3,28; Gál 2,16), su preocupación mayor sigue siendo la realidad de muchos cristianos que se jactan de ser hombres y mujeres de fe, pero de una fe vacía, estéril y pasiva que no genera compromisos de misericordia. Acudiendo nuevamente al género literario de la diatriba (18), Santiago quiere dejar claro que la fe y las obras deben caminar juntas, y que ninguna está por encima de la otra. El hecho de que se resalte más las obras no se debe a que sean más importantes que la fe, sino a la coyuntura del momento, caracterizada por unas comunidades dormidas en sus laureles. Esto lo ilustra con Abrahán y Rajab, dos personajes del Antiguo Testamento que demostraron su fe con obras concretas. Para Santiago la fe simboliza el cuerpo, y las obras, el Espíritu que da vida. Una fe sin obras es un cuerpo sin vida.
3,1-12 La lengua. Ser maestro se convirtió en una nueva tentación de prestigio y discriminación. Si para los magistrados era su riqueza (2,1-13) y para los exhibidores de la fe su falta de obras (2,14-26), para los maestros será su lengua. Son muchos los maestros que manipulan la Palabra de Dios al servicio de intereses mezquinos. Una lengua egoísta y codiciosa pone en crisis cualquier comunidad.
Santiago compara a la lengua con el freno que guía al caballo, con el pequeño timón que guía un barco y con la pequeña chispa que incendia un bosque (3-5). En estas comparaciones expone cinco características negativas de la lengua mal usada: contamina a toda la persona (6), se alimenta del infierno (6), es imposible de domesticarla (7s), es un mal infatigable y está llena de veneno mortífero (8). Santiago denuncia la incoherencia de los maestros de su comunidad, que con la misma lengua bendicen a Dios y maldicen al hermano (Sal 62,5). Con las tres preguntas retóricas finales (11s) la conclusión para el lector es evidente: con la lengua no se puede servir a dos señores (Mt 6,24). La lengua, usada para manipular la Palabra de Dios, hablar mal del hermano y buscar intereses egoístas se convierte en un arma mortal en el interior de las comunidades.
3,13-18 Sabiduría auténtica. Con una nueva pregunta retórica, el autor retoma el tema de la sabiduría ya planteado en 1,5. Quien ha seguido detenidamente el texto de Santiago sabrá que la respuesta debe ir ligada a la práctica de la vida. La fe, la religión y la sabiduría se reconocen en la vida cotidiana. La falsa sabiduría tiene tres características: es terrena, salvaje y demoníaca, mientras que las cualidades de la sabiduría que viene del cielo son numerosas: es pura, pacífica, dócil, comprensiva, piadosa, produce buenos resultados, no discrimina ni es mentirosa. El proverbio sapiencial del versículo 18 tiene una doble intención: cerrar la reflexión sobre la sabiduría indicando que el verdadero sabio es quien trabaja por la justicia y la paz, e introducir el tema de la sección siguiente.
4,1-12 Discordias. Muchos de los problemas que afectan a las comunidades vienen de afuera, pero en este caso, a Santiago le preocupan los que nacen de adentro: hay hermanos que están dejando crecer malos deseos en sus corazones: ambición, codicia y violencia. La herencia cainita parece estar echando raíces en las comunidades cristianas (Gn 4,1-15). Y la oración, que es una buena posibilidad para vencer los malos deseos, también está manipulada por intereses egoístas, por ello Dios no escucha.
La expresión «adúlteros», (4) que simboliza en el Antiguo Testamento la idolatría (Os 1–3) e infidelidad del pueblo con Dios, está unida a la reflexión sobre la necesidad de optar entre Dios o el mundo. El mundo simboliza los proyectos humanos o sociales basados en la injusticia. El proyecto de Dios, en cambio, está simbolizado en el sueño de la tierra prometida y en su reinado. Los textos con los cuales Santiago prueba sus argumentos (5s) no se han podido encontrar en los textos canónicos ni apócrifos, pero hace de todas maneras memoria de algunas características del Dios del Antiguo Testamento: celoso (Éx 20,5), dador del espíritu al ser humano (Gn 2,7), generoso en extremo y que opta por los humildes (Prov 3,34; 1 Sm 2,4s).
En los versículos 7-10 aparece una serie de imperativos que invitan a la conversión y a optar por el proyecto de Dios, no de palabra sino con actitudes concretas: acercarse a Dios, purificarse las manos, santificar la conciencia, reconocer las limitaciones y ser humildes. En los versículos 11s es evidente la referencia al mensaje de Jesús de no juzgar para no ser juzgados (Mt 7,1-5).
4,13–5,6 Ricos y satisfechos. Tomamos este pasaje como una sección de tono profético veterotestamentario, aunque dividida en dos partes: 4,13-17, un oráculo contra los comerciantes ambiciosos, y 5,1-6, un oráculo contra los ricos terratenientes que oprimen al pueblo.
Primera parte (4,13-17). Santiago denuncia sin ambigüedades la actitud soberbia de los negociantes de sus comunidades que centran su vida sólo en enriquecerse, excluyendo a Dios y a los hermanos. Cuando se habla en el nombre de Dios son comunes los verbos vivir y hacer (15), que coinciden con la coherencia de vida que tanto exige el autor. En cambio, cuando se habla orgullosamente (16) se prescinde de Dios, aflora la maldad, el egoísmo y la codicia, y se diluye como la neblina la verdadera identidad cristiana (13s; cfr. Os 13,3; Sab 2,4). Es necesario recuperar la fe en la providencia y la confianza absoluta en la gratuidad divina, sin que esto signifique pasividad o providencialismo. Dios nos mostró el camino, y a nosotros nos toca recorrerlo.
Segunda parte (5,1-6). Estamos ante un lamento profético (Is 13,6; 15,3) y apocalíptico (Ap 18,11-19) ante la perspectiva del juicio divino, un juicio contra los ricos que adquieren sus riquezas injustamente a través de la extorsión y explotación de los trabajadores (Dt 24,14s; Lv 19,13). Curiosamente, en el juicio serán las mismas riquezas las que actuarán como testigos e instrumento de castigo de sus dueños (2s). El versículo 4 recuerda el grito que elevan al cielo los esclavos hebreos en Egipto (Éx 2,23-25) y de la sangre de Abel que clamó al cielo (Gn 4,10). El versículo 5 recuerda la parábola de Lázaro y el rico (Lc 16,19-31). Los ricos condenan y matan al inocente cuando lo privan de un salario digno para vivir, cuando le quitan sus posesiones manipulando los tribunales, cuando ejercen la violencia a través de mercenarios, etc.
5,7-12 Paciencia y oración. Este pasaje se relaciona con el inicio de la carta (1,2-4), en torno al tema de la paciencia o perseverancia en medio de la pruebas. El tiempo entre la lluvia temprana y la tardía corresponde al tiempo de la siembra y la cosecha (Dt 11,14; Os 6,3). Ahora no es tiempo de cosecha, pero sí de espera paciente y vigilante para garantizar buenos y abundantes frutos de vida. Con este ejemplo campesino queda claro que la paciencia no es pasiva ni inactiva, al contrario: el cristiano debe mantenerse activo, haciendo lo suyo y dejando obrar también a Dios (7). En los versículos 10s se toma como ejemplo de lo anterior a los profetas y Job, y se termina con dos atributos litúrgicos de Dios tomados del Antiguo Testamento: compasivo y piadoso (Éx 34,6; Sal 86,15; Jl 2,13).
En el versículo 12 se hace una reflexión sobre la ética de la palabra, muy presente en la tradición de nuestros antepasados (cfr. la expresión «ser hombre de palabra»). La ética de la palabra no jura (Mt 5,34-37), porque expone al mismo Dios al juicio humano, y dice sí o no (2 Cor 1,18) como signo de coherencia y transparencia.
5,13-20 El enfermo. El autor destaca la importancia de la oración tanto personal como comunitaria. La oración es fortaleza en el sufrimiento, es canto de alabanza en momentos de alegría, es capaz de sanar y levantar –resucitar– a los enfermos y tiene el poder de perdonar los pecados. La oración por la salud de los enfermos es un acto comunitario bajo la animación de los ancianos de la Iglesia, quienes oran por el enfermo, lo ungen con óleo (Mc 6,13) e invocan el nombre sanador de Jesús (Lc 10,17; Hch 3,6.16). La confesión de los pecados (16) es una tradición tomada del Antiguo Testamento (Sal 32,5; 2 Sm 12; Sal 51; Lv 16; Neh 9; Bar 1–3). Para Santiago la confesión está en un contexto de sanación, por tanto debe ser comunitaria. El autor acude al Antiguo Testamento para respaldar su enseñanza y presenta a Elías como modelo de oración (17s).
Los versículos 19s comienzan con la expresión «hermanos míos», que ha recorrido de principio a fin toda la carta, dándole un tinte de intimidad y fraternidad. Indica también que las duras críticas de Santiago son constructivas y están enmarcadas dentro de la corrección fraterna. La enseñanza final es eminentemente solidaria: hay que preocuparse de los hermanos que se desvían de la verdad para que retornen al proyecto de Dios. Quien lo haga obtendrá la vida y el perdón de sus pecados. El final, más que el de una carta al estilo paulino –falta el saludo y las bendiciones– parece el de un sermón.