Cartas Pastorales

Introducción general

Introducción

Desde hace tiempo se viene llamando a estas tres cartas «cartas pastorales», tomando la metáfora del cuidado pastoril de los rebaños y aplicándola al pastoreo de la comunidad cristiana. Es un nombre que recoge una de las imágenes más conocidas de Jesús en el Evangelio, la del «buen pastor». Las tres cartas forman un bloque homogéneo y se presentan como instrucciones escritas de Pablo a dos íntimos colaboradores suyos, Timoteo y Tito, que se encuentran al frente de las Iglesias de Éfeso y Creta, respectivamente.  

Timoteo estuvo estrechamente ligado al Apóstol, fue su compañero de viaje y misión (Hch 17,14s; 18,5; 19,22; 20,4) y hombre de confianza para realizar encargos especiales en Tesalónica (1 Tes 3,2.6), Macedonia (Hch 19,22) y Corinto (1 Cor 4,17; 16,10; 2 Cor 1,19). Pablo lo llama con mucho afecto paternal: «Hijo mío querido y fiel al Señor» (1 Cor 4,17).

Tito, al igual que Timoteo, fue amigo y compañero de viaje de Pablo. Estuvo presente en el Concilio de Jerusalén (Gál 2,1-3) y fue el embajador del Apóstol para solucionar la crisis que tenía éste con la comunidad de Corinto (2 Cor 2,13; 7,6; 8,6.16.23; 12,18). Pablo lo llama fraternalmente: «mi hermano» (2 Cor 2,13), «compañero y colaborador» (2 Cor 8,23).

No es inverosímil que estos dos ilustres personajes tuvieran el honor de recibir cartas personales de su maestro; lógicamente las conservarían y trasmitirían a la posteridad.

Autor, destinatarios y fecha de composición de las cartas. A partir del s. XIX se empezó a cuestionar la autenticidad paulina de estas cartas. Desde entonces se ha ido acrecentado la duda, de tal modo que en la actualidad son muy escasos los biblistas que atribuyen su autoría a Pablo. Se piensa, más bien, que son obra de un discípulo suyo de la siguiente generación, que las escribe alrededor del año 100. 

Recurriendo al procedimiento de pseudonimia, muy en boga en aquella época, este discípulo anónimo personifica a Pablo, dando forma de carta a sus instrucciones y escogiendo como destinatarios dos personajes insignes del círculo paulino. Probablemente se sentía heredero legítimo de Pablo; o quizás los rivales citaban a Pablo deformando su enseñanza. 

Nada de lo dicho pone en duda el valor canónico de estas cartas. Son parte integrante del Nuevo Testamento y así son reconocidas por todas las confesiones cristianas.

Contenido de las cartas. Las cartas pastorales nos sitúan en la segunda o tercera generación cristiana. El ímpetu por evangelizar de las primeras décadas da paso a la necesidad por consolidar y mantener las Iglesias locales en la tradición y enseñanzas recibidas de los apóstoles o el depósito de la fe. Para ello hay que nombrar líderes responsables, competentes y de confianza, que sepan mantener el orden y la concordia, y regular el culto. Son Iglesias que en su incipiente institucionalización se sienten amenazadas por desviaciones doctrinales que ponen en peligro la «memoria de Jesús» y, por consiguiente, la praxis cristiana. 

Las cartas reiteran el adjetivo «sano/a» para referirse a la ortodoxia; hablan de la «verdad»; repiten que «algunos se han apartado de…». Es difícil identificar esas herejías o doctrinas peligrosas. Entre ellas se encontraban, probablemente, las de los «judaizantes», una fuerza menor, todavía activa, con sus prohibiciones alimenticias (1 Tim 4,3), su insistencia en la circuncisión (Tit 1,10), sus «fábulas judías» (Tit 1,14) o sus «controversias sobre la ley» (Tit 3,9). Más peligroso era el impacto del «gnosticismo» que se había infiltrado en las comunidades, cuyas doctrinas esotéricas provenientes de la cultura griega estaban falseando el mensaje cristiano con ideas tales como: la maldad del mundo material y por tanto la condenación en bloque de toda actividad sexual; la negación de la humanidad de Cristo; la afirmación de dos dioses, uno creador y otro salvador, y cosas por el estilo, que podemos adivinar leyendo las refutaciones del autor, aunque no las menciona por su nombre. 

Mensaje de las cartas. Desde el punto de vista histórico, las cartas pastorales nos suministran datos preciosos para conocer la vida y los problemas de las Iglesias post-apostólicas formadas por la tercera generación cristiana. Son comunidades que viven la presencia de Jesús en los sacramentos y en la liturgia; muy exigentes con sus líderes y responsables, a los que comienzan, ya, a llamar «obispos y diáconos», y que reciben la autoridad apostólica por la imposición de las manos. 

La lista de cualidades y requisitos para acceder al cargo de «pastores» debería ser hoy, como lo fue entonces, el criterio fundamental de su elección: vida intachable, modestos, corteses, hospitalarios, amables, desinteresados (1 Tim 3,2-13), es decir, cercanos al pueblo, como conviene a una «familia» –imagen de la Iglesia, preferida en las cartas–, de la que ellos son, sobre todo, padres y no príncipes o jerarcas. 

Pero la gran preocupación y empeño de las pastorales es mantener vivo e intacto el «depósito de la fe» o lo que es lo mismo, la enseñanza que nos trasmite la tradición recibida de los apóstoles. Y esto no es un elenco muerto de dogmas y doctrinas, sino la «memoria viva de Jesús», en la que sobresale su opción por los pobres, los marginados, los pecadores, los últimos y más débiles. Y esto debe ser también el gran empeño de la Iglesia de hoy y de todos los tiempos.