El más puro y radical de los evangelios. El originalísimo libro de Juan es también un evangelio y si «evangelio» es proclamar la fe en Jesús para provocar la fe del oyente, éste es el más puro y radical. En el Antiguo Testamento la existencia del pueblo de Israel se decidía frente a la ley de Dios (cfr. Dt 29); en el evangelio de Juan, es toda la existencia humana la que se decide frente a Jesús: por Él o contra Él, fe o incredulidad.
Jesús, camino que conduce al Padre. La persona de Jesús ocupa el centro del mensaje de Juan. Su estilo descriptivo es intencionalmente realista, quizás como reacción contra los que negaban la realidad humana del Hijo de Dios –docetismo–. Una constante búsqueda contemplativa marca la índole interna de su estructura desde el principio hasta al final. Al comienzo, Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Qué buscan?» (1,38). Con las mismas palabras se dirigirá a María Magdalena después de su resurrección: «¿A quién buscas?» (20,15). Esta cuestión se plantea a todo lector del evangelio, quien es invitado a dar una respuesta lúcida y llena de fe.
Si en Marcos Jesús se revela como Hijo de Dios a partir de su bautismo, y en Mateo y Lucas a partir de su concepción, Juan se remonta a su preexistencia en el seno de la Trinidad. Desde allí, desciende y entra en la historia humana con la misión primaria de revelar al Padre. No resulta sorprendente constatar que este evangelio ejerza una atracción e influencia decisivas entre aquellas personas que se deciden a leerlo con sinceridad y perseverancia. Así lo ha registrado la voz unánime de la tradición. El gran Orígenes manifiesta con ardor su plena estima y veneración: «No es atrevido decir que, de todas las Escrituras, los evangelios son las primicias, y que, de entre los evangelios, las primicias son el evangelio de Juan, cuyo sentido nadie puede captar si no se ha reclinado en el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como madre» (Comentario a san Juan 1,23).
El camino histórico de Jesús. Para captar el alcance de la misión histórica de Jesús que nos presenta Juan, hay que sumergirse en el mundo simbólico de las Escrituras: luz, tinieblas, agua, vino, bodas, camino… Pero, por encima de todo, resuena en su evangelio el «Yo soy» del Dios del Antiguo Testamento que Jesús se apropia reiteradamente. Sobre este trasfondo de símbolos, Juan hace emerger con dramatismo la progresiva revelación del misterio de la persona de Jesús, hasta su «hora» suprema en que se manifiesta con toda su grandeza. Simultáneamente, junto a la adhesión de fe, titubeante a veces, de algunos pocos seguidores, surge y crece en intensidad la incredulidad que provoca esta revelación. La luz y las tinieblas se ven así confrontadas hasta esa «hora», la muerte, en la que la aparente victoria de las tinieblas se desvanece ante la luz gloriosa de la resurrección. Entonces, el Padre y el Hijo, por medio del Espíritu, abren su intimidad a la contemplación del creyente.
Aspectos literarios. El evangelio posee un estilo único, pleno de vigor y vitalidad. Si nos fijamos en la manera concreta en que está redactado, habría que calificar a su estilo como de «oleadas». Habla con la profundidad y la paciencia del mar: refiere una afirmación, la reitera, la vuelve a repetir, y así va progresando el discurso, como olas repetidas que poco a poco van cubriendo la orilla. La obra es imponente en su unidad de concepción y en el vigor de su síntesis teológica. Pero la belleza del evangelio no se limita a la forma, contribuye también a presentar la novedad absoluta del mensaje que transmite: la gloria de Jesucristo, desplegada en nuestra historia, que Juan, el testigo, ha contemplado y que ahora la narra.
Es generalmente aceptada la propuesta según la cual su redacción y composición se ha desarrollado a través de cinco estratos:
1. La predicación oral de Juan, hijo de Zebedeo. Este material de tradición oral abarca las obras y palabras de Jesús.
2. Los discípulos de Juan, en una gran labor de escuela teológica, meditan, seleccionan, elaboran y presentan la predicación y los recuerdos de su maestro, el apóstol Juan, durante un largo tiempo que cubre varios decenios.
3. Primera redacción del evangelio. Alguien que llamamos evangelista, un discípulo de la escuela de Juan, reúne todo el material evangélico precedente, y le da una impronta unitaria, coherente y autónoma, a saber, un evangelio.
4. Segunda redacción del evangelio. Se trata de una edición posterior que pretende responder a las nuevas situaciones y conflictos originados en la Iglesia, como la situación de los cristianos, oriundos del judaísmo, que eran expulsados de las sinagogas por confesar a Jesús (véase el relato del ciego de nacimiento).
5. Redacción última y definitiva, hecha por una persona distinta a la de la primera y segunda redacción. Este redactor era amigo íntimo o discípulo cercano al evangelista, y ciertamente pertenecía a la escuela de Juan. Ha insertado en la obra ya existente algunos materiales de Juan que él conocía. El añadido de 6,51-58 a 6,35-50. Se le atribuyen algunas inserciones sin contextos: 3,31-36 y 12,44-50 (son pasajes que interrumpen el hilo narrativo). Algunos capítulos los ha cambiado de orden: la resurrección de Lázaro aparece como determinante de la muerte de Jesús. Para ello ha debido adelantar la expulsión de los vendedores del templo (que en los sinópticos aparece como causa de la muerte de Jesús) al comienzo de la vida pública (2,13-22) y ha reagrupado los grandes discursos de Jesús en el discurso de despedida (15–17). También se le atribuyen algunos textos de contenido sacramental (Jn 3,5a; 6,51c-58), la conclusión del capítulo 21 y la denominación de «discípulo amado» a quien había sido su maestro.
Esta última redacción se situaría en Éfeso, a finales de los años 90, teniendo como destinatarios los cristianos provenientes, en su mayoría, del judaísmo y separados de éste no por razones de observancia sino por la fe en Jesús.
La comunidad Joánica. Tras la gran guerra judía con los romanos, un grupo de piadosos judíos se retira a Yamnia bajo la dirección de Yohanan ben Zakkay. Allí reconstruyen la herencia del pueblo. Puesto que ya no existe templo, se hace de la Ley el objetivo exclusivo de toda la existencia de Israel. Pero este judaísmo que renace de sus cenizas (nunca mejor dicho, pues aún estaban humeantes las ruinas del templo de Jerusalén) debe afirmar su identidad. Su firmeza disciplinaria está a la medida de su fragilidad. Tiene que consolidarse y hacerse fuerte, incluso intolerante, a fin de poder sobrevivir. Ortodoxia pura y dura es el principio rector que les anima.
En estas circunstancias, a partir de los años 80, aparece la «Bendición de los excluidos» (eufemismo para indicar una verdadera maldición). Corresponde a la duodécima de la célebre oración «Dieciocho Bendiciones», también llamada «Tefilá». En ella se condenaba a los herejes, incluyendo sobre todo a los cristianos. Éste es el texto de la famosa «duodécima bendición»:
No haya esperanza para los apóstatas,
destruye pronto el reino de la tiranía;
y perezcan en un instante los ha-minim (los herejes).
Sean borrados del libro de la vida
y no queden inscritos con los justos.
Con la inclusión de esta «bendición» se conseguía descubrir a los «herejes», ya que se les exigía recitarla en voz alta en la sinagoga. Tenían, pues, que maldecirse a sí mismos, excluirse y marginarse. Tal era la sutil artimaña de esta práctica. Sobrevino, entonces, una ruptura que escindió a las dos comunidades pertenecientes originalmente a un mismo pueblo. El evangelio de Juan registra la expulsión de los cristianos de la sinagoga. El relato del ciego de nacimiento (capítulo 9) refleja este dramático conflicto.
Los fariseos que están en el poder expulsan a los cristianos de la Sinagoga. Estos cristianos se encuentran literalmente «echados fuera, a la calle» (cfr. Jn 9,34); se hallan de improviso al margen de su comunidad de origen, familiar, social y religiosa. El trauma resulta de una dureza difícilmente imaginable para nosotros. El evangelio de Juan está escrito desde este drama, y sangra por esta herida abierta entre hermanos drásticamente separados. Las relaciones de las comunidades joánicas con la sinagoga farisaica nos muestran sin rodeos que las Iglesias de Juan han nacido no en un espacio paradisíaco, sino en los conflictos, en las polémicas, en las lágrimas y las rupturas.
Pero la comunidad no sólo padece la persecución externa, también sufre en su seno las separaciones y divisiones. Las cartas de san Juan se hacen eco de este drama (cfr. 1 Jn 2,18s).
La comunidad, sacudida en sus cimientos por el desgaste externo y la controversia dentro de su mismo seno, tuvo que aferrarse a su fe en «Cristo Jesús» para descubrir una razón con la que poder sobrevivir. Los recuerdos de Jesús, transmitidos por el discípulo amado, serán al mismo tiempo su consuelo y su fortaleza: la única verdad o revelación de Dios, la plenitud de vida y de sentido, y el camino seguro para retornar hasta el Padre. En medio de su orfandad, la comunidad encontraba protección en Jesús quien les aseguraba su presencia salvadora: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
Plan del evangelio: la «hora de Jesús». Es esta «hora» la que aglutina y estructura todo el evangelio, marcando el ritmo de la vida de Jesús en un movimiento de descenso y de retorno. El evangelista comienza con un prólogo (1,1-18) en que presenta a su protagonista con la misión de revelar al mundo el misterio salvador de Dios. Esta misión es su «hora». Al prólogo sigue la primera parte de la obra, el «libro de los signos» (2–12), que describe la misión de Jesús, principalmente a través de siete milagros con los que presenta la novedad radical de la presencia del Señor en la humanidad: el «vino de la Nueva Alianza» (2,1-11); el «Nuevo Templo» de su cuerpo (2,13-22); el nuevo «renacer» (3,1-21); el «agua viva» (4,1-42); el «pan de vida» (6,35); la «luz del mundo» (8,12); la «resurrección y la vida» (11, 25). A continuación, la segunda parte de la obra, el «libro de la pasión o de la gloria» (13–21). Ante la inminencia de su «hora», provocada por la hostilidad creciente de sus enemigos, Jesús prepara el acontecimiento lavando los pies a sus discípulos (13,1-11), gesto preñado de significado: purificación bautismal, eucaristía, anuncio simbólico de la pasión. Luego realiza una gran despedida a los suyos en la última cena (13,12–17,26) en que retoma los principales temas de su predicación. Por fin, el cumplimiento de su «hora» y el retorno al Padre a través de su pasión, muerte y resurrección (18–21).
1,1-18 Prólogo. El evangelio de san Juan se abre con un solemne prólogo que nos otorga la clave teológica de toda la obra: Jesucristo, misterio de la encarnación reveladora de la gloria de Dios. Asimismo, ofrece el testimonio de fe de la comunidad joánica en su Señor.
Preexistencia y actividad creadora del Logos (1-3). En estos tres primeros versículos se afirma la preexistencia, trascendencia y eternidad del Logos (Verbo, Palabra): Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre, encarnado para revelarlo al mundo. También se afirma su divinidad (1), que junto con la confesión de Tomás –«Señor mío y Dios mío» (20,28)– forman una inclusión. Así, el evangelio se abre y se cierra con la confesión en la divinidad de Jesús.
Revelación y rechazo (4-11). El Logos es fuente de vida, y esta vida no se ha quedado escondida, sino que brilla y se manifiesta: es luz. Pero a la revelación de la luz se oponen las tinieblas, es decir, los que rechazan deliberadamente la obra salvadora de Jesucristo. Existe en la historia de la salvación un tremendo dramatismo: la Palabra de la salvación vino al mundo, pero los suyos no la recibieron (11). El rechazo para Juan constituye la gran tragedia de la humanidad.
Los versículos 6-8 rompen la armonía del prólogo. Se trata de un comentario clarificador: Por muy grande que sea Juan el Bautista para sus seguidores (Mc 2,18-22), el evangelio precisa que no es la luz, sino un testigo de ella, una antorcha que brilla al servicio de la verdad: Jesucristo (cfr. 5,35).
Revelación y acogida (12-18). No todos se oponen a la revelación de la luz, hay quienes la acogen y aceptan; por su fe en Jesús reciben la potestad de ser hijos de Dios. La filiación divina es un don de Dios.
El versículo 14 es la parte central del prólogo: «La Palabra se hizo carne»: en el hombre Jesús resplandece corporalmente la divinidad. Dios habita en medio de nosotros. El cuerpo de Jesús se ha convertido en tabernáculo de Dios para la humanidad. La presencia divina, ligada antes a la tienda del desierto, después al templo de Jerusalén, habita ahora en la persona de Jesucristo. La comunidad creyente, el «nosotros» del prólogo, contempla en Jesús la gloria de Dios, su potencia y majestad divinas. En Él reside toda la bondad y misericordia de Dios, y éstas son estables, firmes, duran para siempre.
1,19-34 Testimonio de Juan el Bautista. El evangelista concede gran importancia al relato del testimonio de Juan el Bautista; en él nos presenta de manera condensada la personalidad de Jesús.
Testimonio indirecto (19-28). Ante la autoridad judía, el Bautista confiesa que él no es el Mesías, ni Elías, ni el profeta, sino la voz que clama en el desierto; su testimonio es profético: prepara el camino del Señor.
Testimonio directo (29-31). Ante Israel, es decir, ante el pueblo elegido, llama a Jesús «Cordero de Dios». Este título delimita la unidad teológica del evangelio e incluye los siguientes rasgos: «Cordero vencedor»: imagen apocalíptica para designar al líder soberano y mesiánico (Ap 5,11); «Cordero expiatorio»: imagen del Siervo del Señor que redime con su muerte (Is 53,7-12); «Cordero pascual liberador»: Jesús se entrega por el pecado del mundo, como el cordero de la pascua judía (Éx 12,46). A Jesús en la cruz, igual que al Cordero pascual, no le quebrarán ningún hueso (19,36). ¿Cómo quita Jesús el pecado de la humanidad? Asumiendo la condición humana y ofreciéndose desde la cruz, en ofrenda voluntaria y servicio de amor. Desde la cruz nos da el Espíritu Santo (19,30), que purifica y perdona todos nuestros pecados (20,22s).
Bautismo de Jesús (32-34). El evangelista no narra el bautismo de Jesús, sino que lo alude a través del testimonio de Juan el Bautista. Éste ha tenido la revelación de la mesianidad de Jesús, ha visto en profundidad y testimonia válidamente que Jesús es el Hijo de Dios. El objeto central de la visión es el Espíritu. Se atribuye a Jesús una función precisa: bautizar en el Espíritu (33), acción propia de Dios, quien derramaría su Espíritu sobre la comunidad (Is 32,15; 44,3; Ez 36,25-29; Jl 3,1s). Merced a la permanencia perfecta del Espíritu en Él, Jesucristo es el gran artífice de la donación universal del Espíritu y gestor de un pueblo santo.
1,35-51 Llama a sus primeros discípulos. Tras la resurrección, seguir a Jesús significa adherirse a Él en la fe, prolongar su obra y su misión. Éstos son los rasgos más destacados de este relato:
1. La iniciativa de toda llamada en la Iglesia es de Jesús (38s; 42s.47-51).
2. La fecundidad del testimonio: los discípulos, recién llamados, llaman a su vez a otros mediante su testimonio de fe mesiánica. La fe en Jesús contagia, no puede confinarse ni encerrarse.
3. Gozo ante el descubrimiento de Jesús como Mesías. Este clima de alegría que llena el corazón de los apóstoles se manifiesta en la reiterada mención del típico verbo griego «eurekamen»: «¡lo hemos encontrado!».
2,1-12 La boda de Caná. No se trata de la crónica de unas simples bodas. Existen demasiadas anomalías en el relato para que lo sea: no se habla de los esposos; Jesús se rehúsa a obrar el milagro, pero luego lo realiza; la abundante agua convertida en vino para tan poca gente; existe una acumulación de términos teológicos: hora, signo, gloria, creer. Se trata más bien de un auténtico «signo» joánico. Intervienen dos personajes principales: María y Jesús.
María no es una figura de relleno o comparsa, ocupa un puesto importante, aunque el protagonismo sea de Jesús. María es modelo de fe y obediencia a la Palabra de Dios. Ella, ante el aparente rechazo de su Hijo, afirma: «Hagan lo que él les diga». Invita a los discípulos a adoptar una actitud de disponibilidad total a Jesucristo, reflejo de la postura del verdadero pueblo de Dios ante la alianza. Sus palabras son eco del pueblo fiel: «Haremos cuanto dice Señor» (Éx 19,8).
Jesús ocupa el centro del relato. La nueva revelación, el «vino» que Jesús trae es superior al agua de las tinajas de «piedra» (alusión a la ley, escrita en tablas de «piedra») del judaísmo. Pero Jesús no trae un sistema doctrinal, sino la manifestación de su misterio. Por eso elige unas bodas. La alianza mesiánica fue anunciada por los profetas bajo el simbolismo de unas bodas (Os 2,16-25; Jr 2,1s; 3,1-6; Ez 16; Is 54,4-8) y del mismo modo el Cantar de los Cantares.
El cuarto evangelio da inicio a la actividad de Jesús (11) con la alegría de las bodas mesiánicas. El esposo es Jesús y la esposa, la pequeña comunidad que se le une por la fe. La gloria que los discípulos contemplan en Jesús es su manifestación como el nuevo esposo mesiánico.
2,13-22 Purifica el templo. El tema de este relato es Jesús mismo, presentado por el evangelista como el nuevo y definitivo templo.
Signo mesiánico (13-17). La acción de Jesús no parece que sea un acto revolucionario, de hecho, los discípulos no intervienen. Sin embargo, se cumple la profecía de Malaquías (3,1s), Jesús aparece con poderes divinos para purificar la casa de Dios. En san Juan el sacrilegio se expresa de una manera más viva y dramática que en los sinópticos. El templo no es para Jesús, sin más, una casa de oración (sinópticos), sino la casa de mi Padre (Juan). Este celo ardiente por la gloria del Padre le va a devorar, le va a conducir finalmente a la muerte.
Dichos de Jesús (18-22). Los judíos no entienden las misteriosas palabras de Jesús (20), están en otro nivel. Suponen que habla de un templo de piedra, pero se refiere al templo de su cuerpo. Jesús entrega voluntariamente su cuerpo a la destrucción y a la muerte, pero a los tres días volverá a recuperarlo glorioso. El cuerpo de Jesús, muerto y resucitado, se convierte en el lugar donde Dios se manifiesta, el único centro de oración, el verdadero templo para ponernos en contacto con Dios. Más adelante los discípulos se acuerdan y entienden estas misteriosas palabras de Jesús. Se trata de una alusión al Espíritu, memoria viva de la Iglesia, quien nos hace recordar las palabras de Jesús, interiorizarlas y comprenderlas cabalmente (14,26).
2,23-25 Reacciones ante Jesús. San Juan generaliza un dato frecuente en la vida de Jesús (4,45; 20,31): sus signos tenían que despertar la fe en su persona, pero resultan ambiguos. Unos creen (como los discípulos en Caná); otros no, porque se quedan en el taumaturgo y no en el Hijo de Dios, único objeto de fe según el evangelio.
3,1-21 Jesús y Nicodemo. Se presenta un fariseo ante Jesús: Nicodemo, quien confía en el Maestro sólo por los signos que ha visto; no tiene fe, tan sólo opiniones (2). Nicodemo representa a los cristianos vergonzantes: creyentes más o menos maduros, que silencian su fe porque la manifestación de la misma perjudicaría sus intereses, su situación social, e incluso haría peligrar su vida.
El misterio del nuevo nacimiento (3-9). Jesús declara con solemnidad: es necesario nacer de nuevo para ver el reino de Dios. No se trata de un simple cambio o conversión, sino de hacer algo nuevo, nacer de nuevo. Nicodemo no puede entender porque lo interpreta de manera biológica. Jesús le aclara: nacer de nuevo significa creer en Él. Es el Espíritu el agente de este nuevo nacimiento o génesis de la fe mediante su acción vivificadora. El Espíritu interioriza el testimonio acogido mediante las palabras-signos; produce una vida nueva dotando unos ojos nuevos; y hace ver la gloria de Jesús como Unigénito del Padre y del reino de Dios.
Revelación del misterio redentor (10-21). Jesús puede hablar de estos misterios porque los conoce. Nadie ha subido al cielo. Sólo Jesús, que estaba en el regazo del Padre, conoce aquellas realidades y «ha descendido» para revelarlas.
Hay una alusión al hecho narrado en Nm 21,6s, a la serpiente izada en un estandarte como salvación para el pueblo. La cruz de Jesucristo es la cumbre de la revelación, en donde se encuentra la salvación. Es el lugar del conocimiento verdadero de Jesús, como Hijo de Dios y lugar de atracción, que Él ejerce sobre toda la humanidad (8,28; 12,32).
El versículo 16 constituye el momento cenit de todo el diálogo, una expresión suprema. El amor del Padre ha puesto en marcha toda la historia de la salvación.
Los restantes versículos hablan insistentemente del juicio. Éste no consiste en una sentencia pronunciada al final de los tiempos, sino que se va realizando en la misma confrontación de los seres humanos con Jesucristo. Dios envió a su Hijo al mundo para que la humanidad pudiera salvarse. Hizo una oferta de vida, que sigue abierta. Debe ser aceptada en la fe. Lo contrario equivale a la autoexclusión de la vida. Ante la luz de Jesucristo la humanidad se divide: unos prefieren las tinieblas y esta opción existencial les lleva al juicio; otros aceptan la verdad de Jesucristo y así llegan a la comunión con Él, y reciben la salvación.
3,22-30 Testimonio final del Bautista. Las últimas palabras del Bautista acaban como las primeras: confesando la superioridad de Jesús. Juan el Bautista se ajusta a la verdad, es testigo humilde de la verdadera luz que es Jesucristo. Es impresionante su testimonio en el ocaso de su vida. No se resigna amargado, sino alegre; su alegría está colmada, porque ve crecer a Jesús, el definitivo esposo de la Iglesia.
3,31-36 Preeminencia de Jesús. San Juan, para fortalecer la fe de su comunidad amenazada por las polémicas, profundiza sobre la superioridad de Jesús que está muy por encima de cualquier otro personaje o patriarca o profeta. Una formulación lapidaria concluye esta reflexión. El Hijo posee la vida; quien cree en Él, participa de esta misma vida eterna. Quien no cree, está incapacitado para la vida. El clima de confrontación persiste en todo el capítulo.
4,1-45 Jesús y la samaritana. Teniendo en cuenta que en la Biblia una mujer es símbolo y encarnación de su pueblo, esta narración debe enfocarse más en la conversión del pueblo samaritano que en la misma samaritana. Según datos del Antiguo Testamento, el pueblo samaritano se había formado con cinco tribus que repoblaron Samaría después de ser conquistada por Asiria. Cada tribu trajo sus propios dioses, aunque después dieron culto a Yahvé, el Dios de Israel (2 Re 17,24-34).
Al comienzo del relato, la mujer se pone al mismo nivel que Jesús: Tú judío; yo samaritana (9). Jesús le recuerda su ignorancia (10), sugiriéndole el don del agua viva. Dos veces la mujer llama a Jesús «Señor» (11.15), conforme aumenta su respeto hacia Él; al final los papeles se invierten cuando ella le pide de esa agua viva.
La petición de la mujer buscaba que Jesús le hiciera la vida más fácil. Cuando Jesús le habla de sus cinco maridos –los cinco dioses originales de los samaritanos–, la mujer se reconoce pecadora y le reconoce como profeta (19); sin embargo, en el plano religioso, la mujer insiste en que Yahvé es el marido de su pueblo, ya que sus antepasados, los Patriarcas, le habían adorado en tierras de Samaría. Jesús anuncia a la mujer que en el futuro la adoración no estará ligada a lugares sino a una persona, a Él mismo, el nuevo Templo de Dios, y será un culto en espíritu y de verdad, algo que proviene del corazón movido por Dios y que se revelará en acciones concretas de vida.
La samaritana reconoce a Jesús como Mesías, pues Él se lo revela. Éste es el único caso en que Jesús revela abiertamente su identidad; lo hace a una mujer de raza despreciada; escoge a una pecadora y no a una santa, porque Dios suele escoger a los últimos. De este modo, la mujer se convierte en apóstol y mensajera de la Buena Noticia para su gente.
Cuando los samaritanos conviven con Jesús, también llegan a reconocerlo como Mesías, pero no sólo de los judíos, sino también de todo el mundo (42).
Después, Jesús vuelve a Galilea, y de esta manera el evangelista cierra el viaje emprendido en 4,3. El dicho del rechazo a un profeta en su propia tierra anticipa al rechazo que va a experimentar Jesús por sus paisanos, en contraste con la acogida de los samaritanos.
4,46-54 Sana al hijo de un funcionario real. Para nosotros, este relato es actual y modélico pues presenta a Jesús salvando a pesar de la distancia. Nuestro Señor se encuentra ausente, pero presente en su Palabra. Si creemos en su Palabra, Él nos da la vida. Leyendo con cuidado el texto griego, constatamos que todo el relato está construido en dos trípticos. Asumen la forma de dos contendientes enfrentados. Uno está dominado por la presencia de la «muerte» (46.47.49), el otro por la presencia de la «vida» (50.51.53). ¿Cuál de los dos prevalecerá? La fe es la clave, ella hace pasar de la muerte a la vida. Quien cree en la Palabra de Jesús pasa de la muerte a la vida, no en el futuro, sino en el mismo momento de creer. El Señor no promete su vida para después; no dice sanará o vivirá, sino «tu hijo sigue vivo». Tal es la honda y consoladora experiencia del creyente.
5,1-15 Sana a un enfermo en la piscina de Betesda. Muchos comentaristas ven en los versículos 3s sólo una glosa que ilustra el sentido del versículo 7. El evangelista contempla, a manera de panorámica, una multitud de ciegos, cojos y lisiados. Ellos no pueden celebrar la fiesta. El movimiento de las aguas evoca la visión de los huesos secos de Ez 37.
El evangelista se fija en un tullido, de 38 años, lo que significa toda una generación. Jesús devuelve la salud a este muerto-viviente; pero no por el agua, sino por su Palabra. Este milagro acontece en sábado y Jesús ordena al tullido que se lleve su camilla, con lo cual conculca un precepto de la Misná. Para el evangelista se trata del verdadero sábado: la culminación de la obra creadora de Dios, que se realza con la presencia sanadora de Jesús. En cambio, para las autoridades judías se trata de una trasgresión de la ley.
5,16-30 Autoridad de Jesús. Los judíos se fijan má en la trasgresión del sábado que en la sanación del pobre tullido y empiezan a perseguir a Jesús. Esta persecución también llegará a sus discípulos (15,20).
Jesús se defiende, en lugar de situarse en la casuística de la ley rabínica, se ubica en su puesto junto a Dios, que trabaja siempre, en un presente eterno: «Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo» (17).
Jesús no es sólo señor del sábado, como afirman los sinópticos (Mc 2,28), se sitúa en relación de comunión plena con el Padre, en continuidad de trabajo permanente, quien nunca descansa de crear y cuidar del mundo. Declara que su actividad no procede de sí mismo, sino del Padre, quien es soberanamente activo y generoso, pues por amor actúa.
Según la fe judía, Dios ejercitaba dos obras supremas: resucitar a los muertos y juzgar. Pero Dios las comunica a su Hijo, le otorga su potencia vivificadora y su poder de juzgar (23).
El versículo 24 es el punto culminante de esta escena: quien cree en el Hijo tiene vida eterna (3,16.36).
5,31-47 El testimonio de Dios legitima a Jesús. Jesús ha impartido una enseñanza con una pretensión inaudita; ahora trata de legitimarla. Con ello intenta, al mismo tiempo, robustecer la fe de los que creen en Él y desenmascarar los pretextos de la incredulidad de los judíos.
La idea dominante es la del testimonio. Se presentan diversos testimonios que acrediten su autoridad: el Bautista, sus obras, las Sagradas Escrituras, Moisés. En medio (37), en posición central, está el gran testigo que hace posible los restantes testimonios: el Padre (8,13-19).
6,1-15 Da de comer a cinco mil. La muchedumbre no viene con enfermos para que Jesús los sane como señala el primer evangelio (Mt 15,30), sino movida por un cierto entusiasmo mesiánico, pues ha visto los signos que ha hecho. El que Jesús suba a la montaña y se siente concede a la escena un carácter solemne, puede aludir a la subida de Moisés al Sinaí (Éx 19,20; 24,1s), como también al festín escatológico: sobre la montaña prepara Dios para todos los pueblos un gran banquete (Is 25,6-10).
Jesús mismo crea el suspense. Su pregunta se parece a la de Moisés, angustiado: «¿De dónde sacaré carne para repartirla a todo el pueblo? Vienen a mí llorando: Danos de comer carne» (Nm 11,13). Pero Jesús no se dirige, como Moisés, a Dios, sino a Felipe; esto sirve para indicar la imposibilidad humana de realizar el milagro. Jesús, a diferencia de Moisés, sabía muy bien lo que iba a hacer (6). Los cinco panes y los dos pescados resaltan el origen humilde del grandioso prodigio.
La orden dada por Jesús es la de recostarse para comer, «ponerse a la mesa». Jesús no sólo distribuye la comida, sino que preside una comunidad de mesa. Es descrito como el Señor del banquete y los beneficiarios como convidados. Juan emplea un vocabulario rigurosamente paralelo al de la institución de la Eucaristía (11). El milagro anticipa indudablemente el banquete eucarístico; más aún, significa la sobreabundancia y la permanencia del alimento eucarístico.
Únicamente Juan señala un esbozo de manifestación mesiánica. Jesús, sabiendo que venía la gente para hacerle rey, se retira al monte solo. Esta breve escena sugiere así lo que anunciará el discurso: sólamente a través de su muerte Jesús llegará a ser rey; sólo a través de su muerte será el verdadero pan de vida.
6,16-21 Camina sobre el agua. Este episodio está presentado por el cuarto evangelio no como un milagro de la tempestad calmada, sino como una epifanía que resalta la trascendencia de Jesús. A pesar de estar contado desde el punto de vista de los discípulos, se halla centrado por entero en la persona del Maestro, quien pronuncia la expresión tan significativa: «Yo soy», y los pone enseguida a salvo. Jesús se revela con la fuerza misma de Dios, es el que camina por las aguas (Sal 77,20; Is 51,10).
6,22-71 Discurso eucarístico. La gente busca a Jesús, pero lo hace con una fe inmadura; se queda sólo en la manifestación superficial de las obras que el Maestro realiza. Jesús reacciona y da comienzo al extenso y profundo discurso eucarístico.
Jesús, alimento que no perece (22-27). El evangelista afirma que nadie por sí mismo puede conseguir un alimento que no perece; sin embargo, todos deben hacer lo posible para acoger la comida que el Señor nos ofrece. El contraste entre alimento que perece y alimento que perdura para la vida eterna, es típico de Juan. El Hijo del Hombre dará el alimento que no perece.
Jesús, pan bajado del cielo (28-40). Creer en Jesucristo es el único trabajo que es preciso hacer.
La «obra de Dios» es una expresión densa; significa al mismo tiempo que la obra querida por Dios es la fe, y que la fe es un don y obra de Dios. Jesús se identifica con el pan de vida, que da activamente la vida y produce consecuencias eternas, que transciende las posibilidades humanas. Pero toda esta transformación requiere por parte del ser humano una condición previa, la fe. Para tener la vida divina es preciso creer en Jesús.
Jesús, pan de vida (41-51). Los «judíos murmuraban». Esto recuerda la actitud del pueblo en el tiempo del Éxodo (Éx 16,2; Nm 14,27). Los judíos murmuran porque Jesús se presenta como el pan bajado del cielo, siendo así que es hijo de José, su padre y su madre son conocidos. Jesús exhorta a no continuar murmurando (imperativo de presente), exige una fe incondicional que supere los cálculos cerrados, y afirma con una formulación exclusiva: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me envió» (44). La fe no depende de la iniciativa humana ni de sus méritos; es ante todo una atracción interior que el Padre suscita. No se trata de un determinismo o predestinación arbitraria, sino más bien de la constatación de la iniciativa divina.
La carne y la sangre de Jesús, alimento y bebida de salvación (52-59). El versículo 55 es central, acentúa el realismo de la eucaristía. La carne y la sangre del Hijo del Hombre son verdadera comida y verdadera bebida. Pueden perfectamente cumplir la función de saciar el hambre y la sed de las que Jesús hablaba en 6,35b.
Gracias a la eucaristía el creyente se encuentra unido a Jesucristo (56); se trata de una compenetración recíproca, de una permanencia mutua. La misma vida divina que va del Padre al Hijo pasa al creyente que comulga (57).
Se ha visto en esto una síntesis de todo el cuarto evangelio y del discurso eucarístico. Jesús es Hijo, el discípulo llega a ser hijo de Dios por su unión con el Hijo. Comiendo la carne gloriosa de Jesús, pan de vida, el creyente recibe con sobreabundancia la vida divina. Esta comunicación de vida participada acontece en un contexto de misión. No se trata de una vida que se confina, sino que debe comunicarse a los demás, siguiendo el mismo impulso dinámico del Hijo, el enviado del Padre, que vino al mundo para dar vida.
Consecuencias del discurso (60-66). La enseñanza de Jesús resulta dura, y muchos de sus discípulos lo abandonan. El misterio eucarístico remite a otro más amplio: el misterio del Hijo del Hombre; pero este misterio da, al mismo tiempo, la clave de interpretación de todo el relato, y pretende disipar el malentendido de los judíos y de los discípulos respecto al comer la carne del Hijo del Hombre. ¡No se trata, en modo alguno, de canibalismo! Jesús responde remitiéndose a su subida al cielo, a su condición de resucitado de la muerte, es decir, a su carne que ya no es ni frágil ni corruptible, sino gloriosa y llena de Espíritu. La carne de Jesucristo puede comunicar vida, porque ha sido investida del Espíritu vivificante (1 Cor 15,45-49), de la misma vida de Dios.
Sin la ayuda del Espíritu, sin el don de la fe, toda la vida de Jesús se convierte en un permanente escándalo. Sus palabras de revelación en un continuo e impenetrable velo de incomprensión.
Confesión de Pedro (67-71). Ante al abandono de muchos de sus discípulos (66), Jesús toma la iniciativa; interpela a los Doce, no para estar seguro de su fe –que ya la conocía–, sino para provocar una confesión decidida; Jesús quiere una fe en libertad. La escena recuerda la confesión de Cesarea. Jesús pregunta: «¿Ustedes, también quieren marcharse?».
Las expresiones en plural que utiliza Pedro indican que éste habla en nombre de los Doce y en representación de la Iglesia apostólica, cuya fe cristológica y eucarística tanto inculca Juan en su evangelio (17,3; 20,31).
Jesús, en lugar de felicitar a Pedro –como acontece en Mateo–, recuerda la traición de Judas.Y así el relato acaba de forma dramática, se cierne sobre Jesús la sombra de la traición, que será narrada durante la última cena (13,2).
7,1–8,59 Jesús, luz y vida del mundo. Los capítulos 7s deben leerse juntos debido a tres unidades que los engarzan: unidad de tiempo (la fiesta de las Chozas), de lugar (el templo) y de acción (Jesús enseña).
Resulta evidente que existe una progresión temática. La pregunta fundamental versa sobre la identidad de Jesús, formulada por sus hermanos: «Date a conocer al mundo» (7,4) y por los judíos: «¿Tú quién eres?» (8,25). La enseñanza de Jesús va revelando paulatinamente su identidad hasta culminar en el absoluto: «Yo soy» de 8,58. Pero el personaje principal sigue siendo Dios, a quien Jesús designa en el capítulo 7 como «aquel que me envió» (7,16.18. 28.29.33; 8,16.18.26.42), y luego en el capítulo 8, con frecuencia: «el Padre» (8,16.18.19. 27.28.38.42.49.54).
Incredulidad y rechazo hacia Jesús (7,1-24). Jesús ha subido ya dos veces a Jerusalén (2,13; 5,1), pero estas dos visitas acabaron con sendas amenazas contra Él (4,1-3; 5,16-18). De ahí la indicación explícita del evangelista de que Jesús no quería recorrer Judea (1).
La actividad de Jesús genera todo tipo de reacciones: sus parientes no creen en Él (5); para algunos era un hombre bueno, para otros un mentiroso (12). Pero Jesús fundamenta su actividad en la misión que ha recibido del Padre (16).
Jesús y el Mesías (7,25-31). Esta escena con los habitantes de Jerusalén es un diálogo entre dos interlocutores que no se entienden. Los jerosolimitanos se hacen toda clase de cábalas. Andan inquietos, envueltos en la duda respecto a Jesús. Jesús, por su parte, les echa en cara su ignorancia respecto al Padre y a Él mismo.
El problema aquí suscitado sobre la expectación mesiánica y la legitimidad de Jesús, históricos en su tiempo, sólo se explica plenamente teniendo en cuenta las discusiones posteriores entre judíos y cristianos.
La verdadera libertad (7,32-36). La verdad en el cuarto evangelio posee una absoluta concentración en Jesús, Hijo de Dios; no se trata de principios, ni de doctrinas. Jesús mismo es la verdad (14,6).
«La verdad los hará libres», es una de las magníficas formulaciones del evangelista que todavía no han perdido nada de su esplendor; pero comparte también el destino de otras grandes sentencias que han sido falseadas y mal interpretadas. La libertad es la fuerza de la vida, que redime al ser humano, existencialmente, de la opresión del pecado, de la condena y de la muerte.
Jesús, fuente de vida (7,37-39). Para valorar debidamente esta escena debemos recordar sus circunstancias más significativas. Se realiza durante la fiesta de las Chozas. El pueblo oraba con insistencia invocando la lluvia mientras los sacerdotes recogían agua de la fuente de Siloé y la transportaban al Templo. Se oficiaba el ritual de la libación del agua sobre el altar de los sacrificios en recuerdo del milagro del agua salvadora que brotó de la roca, en tiempos del desierto (Éx 17,1-7). Se proclamaba la lectura de los profetas que anunciaban con el símbolo del agua la renovación espiritual del pueblo.
En el último día, el más solemne, Jesús se pone de pie y grita ante la muchedumbre. Se presenta como la roca de la salvación a la que todo ser humano sediento debe acudir y beber. Es el Templo viviente de la Jerusalén escatológica (Ez 47,1s; Zac 14,18). Es la personificación de la Sabiduría que invita a sus oyentes a acercarse (Prov 9,5s). Pero el evangelista refiere este momento del Espíritu a la hora de su glorificación, al acontecimiento culminante de la cruz (19,34). Muriendo por amor, Jesús se convierte en fuente permanente del don del Espíritu.
Cisma dentro del pueblo (7,40-44). Esta escena presenta la reacción al grito de revelación de Jesús. De nuevo la gente se divide. Se distinguen varios grupos. Un grupo afirma que Jesús es el profeta. Otro que es el Mesías. Esta afirmación sobre la mesianidad origina una apasionada discusión. Al evangelista no le interesa la ascendencia humana ni la patria terrena del Mesías, sino su origen divino. No quiere probar la legitimidad de Jesús como Mesías con los criterios meramente humano que la gente tiene. A Jesús no se le puede juzgar por las apariencias.
Actitud de los dirigentes (7,45-53). Antes del gran debate que enfrentará a Jesús y a los fariseos en el templo (8,13-59), el evangelista muestra de forma plástica cuál es la disposición interior de éstos.
Los guardias, enviados con anterioridad (cfr. 32b), regresan sin nada, excusándose: «jamás hombre alguno habló como este hombre». Los fariseos recurren a su autoridad para acallar la admiración de esta gente. Quieren silenciar con su enorme prestigio la fe incipiente de los más pobres. Y llaman a Jesús de nuevo «engañador». Los fariseos no creen en Jesús y ahora pronuncian un juicio, que indica cuál era su auténtica consideración respecto al pueblo: son «ignorantes y malditos». Hay que ver en estas palabras el juicio patente de los fariseos respecto a los cristianos joánicos de origen judío.
Jesús y la mujer adúltera (8,1-11). Este relato no se encuentra recogido en los manuscritos más antiguos. Su análisis filológico muestra una sintonía con el evangelio de Lucas, tan favorecedor de la mujer oprimida. Se colocaría idealmente después de Lucas 21,37. Pero el pasaje es Palabra inspirada de Dios y como tal hemos de leerlo.
Los adversarios ponen a Jesús en una dura prueba: la misericordia o la justicia. Su objetivo último es acusar a Jesús como enemigo de la ley de Moisés y, por tanto, enemigo de Dios. Tampoco les importa la situación de aquella pobre mujer que iba a ser lapidada. Jesús invita a sus interlocutores –a los lectores de todos los tiempos–, a pasar de la ley que debe ser ejecutada, a la ley que debe ser interiorizada desde la propia responsabilidad. ¿De qué sirve tirar piedras si todos tenemos un techo de cristal?
Jesús, luz del mundo (8,12-20). Para Juan, Jesús –la Palabra hecha carne– era desde el principio la luz de los hombres (1,4), con su venida histórica lo es de manera única (1,9). Jesús ha venido para traer luz al mundo (3,19; 12,46), es más, Él es la luz del mundo, quien le sigue no camina en tinieblas sino que tiene la luz de la vida.
Jesús exige un compromiso personal, aquí indicado por el verbo «seguirme» (12), es decir; dejarse impregnar por la luz de Jesús, el Hijo de Dios. Como el pueblo de Dios iba tras la nube luminosa que les guiaba (Sab 18,3), así debe caminar el creyente tras la luz, dejándose transformar e iluminar por la presencia de Jesús.
Origen y meta de Jesús (8,21-30). Esta escena está bajo el doble signo del «yo me voy» y «yo soy». El primero se refiere a la pasión y glorificación, y está orientado hacia lo segundo: la presentación de la identidad divina de Jesús; el momento urge, ante Jesús se debe tomar partido: quien lo acepta tiene vida, y quien lo rechaza se autoexcluye de ella, ya está juzgado.
La verdad libera (8,31-38). Jesús invita a los que creen en Él a mantenerse fieles a su palabra. La persona libre por excelencia es el Hijo de Dios, y su libertad consiste en ser Hijo. Sólo el Hijo puede comunicar una libertad que consiste esencialmente en la filiación divina. Sólo por medio del Hijo es posible el acceso al Padre como Padre, es decir, en la libertad: ser y saberse hijos en el Hijo, hijos del Padre. Poder estar en la casa del Padre para siempre. El escavo no pertenece a la casa y puede ser expulsado (como Ismael); el hijo pertenece y se queda en casa (como Isaac).
Con su revelación, que es la verdad, Jesús viene a liberar de la esclavitud; pero tropieza con resistencia e intenciones criminales de sus paisanos que no corresponden a la descendencia de Abrahán.
Los verdaderos hijos de Dios (8,39-47). Esta escena refleja la polémica suscitada entre la Sinagoga judía y la Iglesia cristiana a finales del s. I. El tema de la descendencia de Abrahán era un tema crítico; para la comunidad cristiana ésta no se fundamentaba en el vínculo de la sangre, sino en el vínculo de la fe, es decir, en el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Juan da un paso más en la polémica al contraponer los predicados «hijos de Dios» e «hijos del Diablo». Ésta es quizás la crítica más dura de todo el evangelio hacia la Sinagoga judía.
Unidad de Jesús con Dios (8,48-59). Jesús echa en cara a los judíos que no conocen verdaderamente a Dios y les llama mentirosos. Jesús «conoce» a Dios; en cambio los judíos no le «conocen». Jesús es el Hijo de Dios, y, por tanto, conoce a Dios con familiaridad y comunión íntima. Y guarda su palabra.
Los judíos intentan ridiculizar la proclamación de Jesús, incluso la reducen al plano terreno de una simple cronología. Con palabras muy claras, introducidas por la fórmula de aseveración, Jesús anuncia su superioridad sobre Abrahán. Resuena el eco de Éx 3,14: «Yo soy el que soy», o «Yo soy el que estaré con ustedes». El Señor Dios quería revelar no su ser metafísico, sino su lealtad, su constante protección al pueblo (Éx 3,6.13.15s).
Jesús es la presencia de Dios; la alusión indirecta a Éx 3,14 es inadmisible para los judíos, que interpretan la frase de Jesús como una blasfemia. Toman piedras para lapidar al blasfemo (cfr. Lv 24,16). Pero Jesús se oculta y sale del templo. Ya no les va a conceder ningún otro discurso de revelación, les niega su presencia (12,36b).
9,1-41 Sana a un ciego de nacimiento. Este capítulo es una joya narrativa, engarzada de profunda teología. Se destaca, por una parte, la actitud sincera de una persona del pueblo, privada de instrucción pero dotada de buen sentido; y, por otra, la cerrazón de los maestros del pueblo. El ciego no sólo llega a sanarse de su desgracia física, sino que conquista también la luz de la fe. Los fariseos, en cambio, rehúsan abrir los ojos a la luz, no quieren rendirse a la evidencia de los hechos.
Todo el capítulo está enmarcado en una gran inclusión fraguada por el nexo íntimo entre pecado y ceguera. En el primer versículo (1s) esta ceguera es puesta en relación con el pecado. En el versículo final (41) Jesús habla de la ceguera espiritual de los fariseos, fruto de su incredulidad. Hay dos tipos de ceguera, la primera no es consecuencia del pecado, es sanada y obtiene la visión, a saber, la fe; la segunda es consecuencia del pecado, no es sanada, permanece para siempre.
El signo (1-12). Al salir del templo, la mirada de Jesús se posa sobre un ciego de nacimiento. Los discípulos, que desaparecieron del relato evangélico desde el capítulo 6, surgen ahora para permitir a Jesús precisar el motivo de su intervención. Su pregunta es un reflejo de la cultura religiosa de entonces. Piensan que no hay sufrimiento sin culpabilidad.
El Maestro declara que el ciego está allí y Él va a devolverle la vista; quiere que el hombre salga de su miseria y le ayuda. La vida de Jesús es como un día de trabajo y de luz, y Él no puede perder un minuto; su misión es iluminar. La metáfora de la luz indica su revelación salvadora. El plural «nosotros» se refiere a Jesús, pero también nos incluye: los cristianos de todos los tiempos tenemos que seguir el ejemplo del Maestro: realizar las obras que realizó y compartir su destino.
El ciego de nacimiento con la acción y la Palabra de Jesús va a nacer a una nueva existencia. Sorprende la operación milagrosa con barro. El gesto es mencionado cuatro veces en el relato (6.11.14.15).
El evangelista interpreta el nombre de la piscina en sentido cristológico, como un participio pasivo (del verbo hebreo «shalah»). El «enviado» por excelencia es Jesús (6,29; 10,36). Así, para Juan la piscina simboliza el Verbo encarnado, en el cual los ciegos, lavándose, adquieren la vista.
Cuando el ciego vuelve ya sanado, Jesús ha desaparecido. Surgen diversas reacciones frente al ciego y al Maestro. Se asiste a un proceso contra Jesús.
Primer interrogatorio del ciego sanado (13-17). El Deuteronomio (13,1-6) dice que si alguien realiza un milagro, deberá ser condenado si incita al pueblo a despreciar la ley de Dios, ley que los fariseos defienden estrictamente. La acción de Jesús presenta dos infracciones: hacer un prodigio en sábado y amasar barro.
Los fariseos son presentados como incapaces de entender un mensaje que no cuadra en el sistema teológico en el que fundamentan su verdad y seguridad. Intentan negar el hecho y aparecen divididos, había «cisma, división» entre ellos (16).
Entonces, preguntan al ciego para que exprese su opinión. El ciego responde que es un profeta y así da testimonio valiente de su fe.
Interrogatorio a los padres (18-23). El interrogatorio lo hacen ahora los judíos, no los fariseos. El evangelista expresa con este cambio el carácter oficial de la declaración.
Los padres se muestran evasivos. Sólo saben que aquel hombre es su hijo y que nació ciego; pero no saben cómo es que ahora ve ni tampoco quién le ha sanado. Además su hijo ya tiene edad suficiente para dar un testimonio válido. El comentario del evangelista esclarece la escena (22). La mención del verbo «temer» indica la tensión en que se vivía entonces. ¡Tener miedo a los de su propia raza! La referencia a esto es un claro anacronismo, que refleja un hecho posterior a la historia narrada: el grave conflicto dentro del pueblo de Dios entre la Sinagoga judía y la Iglesia cristiana.
Segundo interrogatorio del ciego sanado (24-34). Como no pueden negar la veracidad del hecho, intentan socavar la convicción del ciego sanado. Se le conmina a que dé gloria a Dios, a confesar la verdad propalando una mentira. Quieren que anatematice a quien lo ha sanado. Pero el ciego responde con enorme entereza desde su misma experiencia personal: De una cosa estoy seguro, «que yo era ciego y ahora veo» (25).
Los judíos, incapaces de abrirse a la verdad, desconcertados por la respuesta del ciego sanado, insisten otra vez en el prodigio. Pretenden enredar al hombre. El ciego responde con valentía y hasta con un poco de «ironía joánica», pues ha conocido sus intenciones (27).
Los judíos contestan con injurias, distanciándose de él con desprecio (28). Otra vez irrumpe la ironía joánica; los judíos pretenden injuriar al ciego sanado, considerándolo discípulo de Jesús; pero están declarando una verdad salvífica: él no sólo ha adquirido la vista, sino que posee la luz de la fe, es un auténtico discípulo del Señor. Lo que para los judíos es una infamia constituye para los cristianos un motivo de gratitud al Padre (6,45).
El ciego responde con otro «sabemos» (reflejo del enfrentamiento entre cristianos y judíos). Se queda con lo esencial de la Ley: ésta consiste en el cumplimiento de la voluntad de Dios (9,31).
Los judíos llaman al ciego pecador y lo expulsan. Aunque el evangelista presente este relato como si el Jesús histórico lo hubiera vivido, muchos biblistas están de acuerdo en que se trata de una relectura, que refleja el grave conflicto entre la Sinagoga y la Iglesia.
Epílogo (35-41). El relato no puede acabar con un fracaso. En contraste con los fariseos que expulsaron al ciego sanado, Jesús va en su busca. Le plantea una pregunta, que además resulta sorprendente: «¿Crees en el Hijo del Hombre?» (35). Este título aparece diez veces en el evangelio, aquí es la única vez en que se utiliza de modo absoluto.
La respuesta del ciego muestra que no conocía del todo la identidad de Jesús, pero presiente que éste, tras haberle abierto los ojos, le propone una adhesión a su persona, como fuente absoluta de vida.
En concordancia con todo el relato, entretejido con la cadencia de la visión, Jesús no responde: «Yo soy», sino «lo has visto».
El hombre sanado muestra su fe con un signo: se postra ante Jesús en señal de adoración. ¿Acaso, no es Jesús el nuevo templo de la Presencia? Expulsado del Templo, el ciego sanado encuentra ahora en Jesús un nuevo lugar para adorar a Dios.
Jesús dice su última palabra sobre los fariseos incrédulos, estos personajes tan llenos de su «saber» que excluyen toda posibilidad de que Jesús pueda ser un hombre enviado por Dios. El versículo 39 enlaza con el 5: «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Ahora se manifiestan los efectos de esa revelación de la luz; cuando es acogida y cuando es rechazada.
10,1-21 Jesús, el buen Pastor. He aquí una «paronimia», un discurso enigmático interpretado por medio de otro de significado perfectamente claro. En los versículos 1-5 Jesús propone la «paronimia». Juan añade que los fariseos no entendieron su significado (6). Jesús, entonces, expone con claridad la enseñanza.
Jesús se presenta como el verdadero Pastor de su pueblo. Saca a sus ovejas fuera del recinto del judaísmo para constituir un nuevo rebaño o comunidad mesiánica. Él es la puerta que da acceso a la salvación; el buen Pastor que comunica vida en abundancia.
Todas las ovejas son posesión de Jesús (3c.4a.14b), que le han sido dadas por el Padre; para que puedan entrar en el nuevo rebaño, deben ser llamadas por el Pastor (3c); el nuevo rebaño se constituye perfectamente sólo en el tiempo futuro, tras la muerte y resurrección de Jesús (11b.15b.17-18); la realidad esencial del nuevo rebaño consiste en las nuevas relaciones que se instauran entre el Pastor y las ovejas: Jesús va delante de ellas (4), las conduce (16); las ovejas se muestran dóciles a su voz (16c.27a) y le siguen (4c.27b). Surgen entre Jesús y las ovejas relaciones de mutuo conocimiento y comunión.
El buen Pastor da la vida por sus ovejas (cinco veces aparece esta expresión). La muerte de Jesucristo es el cumplimiento de la voluntad y del mandato del Padre, manifestación de su caridad, pero su muerte se ordena a la resurrección. Estos dos acontecimientos constituyen la obra de la salvación.
10,22-42 En la fiesta de la Dedicación. La fiesta de la Dedicación o fiesta de las Luces los judíos la celebran el 25 de diciembre (en esa misma fecha los cristianos celebramos Navidad: nacimiento de Jesús, Luz que vino al mundo). En dicho contexto festivo el evangelista nos presenta la última confrontación de Jesús con sus paisanos. Quienes lo rechazan no pertenecen a su rebaño (26), en cambio, quienes lo acogen, son sus ovejas.
El evangelista enuncia tres frases encadenadas que insisten en el gozo escatológico que experimenta todo discípulo por su unión con el buen Pastor: Jesús les da la vida eterna, no perecerán para siempre, y nadie les arrebatará de su mano. Esta certidumbre de la salvación escatológica culmina en el versículo 29: «Nadie puede arrancar nada de las manos de mi Padre».
En 5,17s, los adversarios de Jesús, tras escuchar que llamaba a Dios Padre, intentaron matarle; ahora pretenden hacer lo mismo, pero Jesús los frena, y les invita a la reflexión mostrándoles sus muchas «obras buenas». Para sus adversarios todo esto resulta una blasfemia; en cambio, para el evangelista, estas palabras representan la cumbre de la revelación de Jesús.
Rotos todos los lazos de comunicación, los adversarios de Jesús recurren a la violencia. Quieren agarrarlo, pero sus «manos» (triste parodia de las poderosas manos de Jesús y del Padre) resultan incapaces de prenderlo: Jesús se les escapa de las manos y se aleja de ellos; va al otro lado del Jordán, donde había estado al comienzo y donde Juan bautizaba (3,22); allí es muy bien acogido y muchos creen en Él.
11,1-57 Resucita a Lázaro. Este capítulo constituye un episodio completo, su contenido es la resurrección y la vida hechas realidad por Jesús. Dentro de la estructura narrativa del evangelio adquiere un valor capital porque va a significar el desencadenante de la muerte de Jesús. Posee también un tenso suspense debido a la labor teológica de Juan: es el séptimo y último signo de Jesús. Por eso lo ha dotado de excepcional belleza y atracción. El evangelista no sólo ha querido contar un milagro, sino también confirmar la palabra reveladora de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».
En la intención del evangelista, la resurrección de Lázaro se relaciona directamente con Jesucristo, dador de vida. El don de la vida se presenta aquí como victoria sobre la muerte. Jesús venció a la muerte muriendo. Éste es el sentido del diálogo entre el Maestro y sus discípulos (7-16).
Al llegar a Betania, Jesús encuentra a Lázaro ya muerto de cuatro días en el sepulcro (17), es decir, públicamente muerto del todo.
La honda humanidad de Jesús el evangelista lo refleja en su llanto por Lázaro (35); sus lágrimas expresan el dolor ante la muerte de una persona amiga, son lágrimas de Dios ante la muerte que separa a los seres queridos.
Jesús se dirige al sepulcro para enfrentarse con la muerte y vencerla. El milagro se narra brevemente (43s). El grito de Jesús que brota de la acción de gracias al Padre no es sino el anticipo del grito con que llama a todos los que creen en Él: «Les aseguro que se acerca la hora, ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que oigan vivirán» (5,25). La vida corporal que Jesús da a Lázaro es señal de la verdadera vida que concede a quien cree en Él.
Ante el prodigio surge una doble reacción: la fe y la incredulidad. La fe abre las puertas a la vida, la incredulidad la cierra.
Las autoridades religiosas deciden entonces actuar, temen que la actividad de Jesús, sus signos prodigiosos, propicie un movimiento de masas de carácter mesiánico que haga peligrar el orden establecido (47s). Temen la represalia de los romanos. Para los sumos sacerdotes y fariseos Jesús es un hombre peligroso.
Caifás con su sugerente idea (49s) no es sino un instrumento en las manos de Dios para proclamar solemnemente que Jesús muere por el pueblo, para reunir a los hijos de Dios dispersos (52). Ya no son las tribus las que se congregan (Ez 37,21-26), sino todos los «hijos de Dios», a saber, todos los que creen en Jesús.
12,1-11 Unción en Betania. Asistimos a una comida y una unción. La comida significa la alegría de la resurrección; la unción está dirigida a la sepultura de Jesús.
La comida reúne a Jesús con Lázaro. El hecho de que Lázaro esté a la mesa comiendo, quiere decir que está vivo. Mientra que la principal intención de la unción no es de gratitud por el perdón de los pecados, como en Lucas 7,38, tampoco por agradecimiento –aunque no se excluye del todo– por el hermano resucitado (12,1). El gesto es totalmente sorprendente. Jesús es ungido como se unge un noble cadáver. Si en 11,53 se dice que se ha decidido ya su muerte, aquí se anuncia su sepultura.
El olor del perfume que llena toda la casa se opone al olor de muerte que impregnaba el relato anterior (la resurrección de Lázaro), es el olor de la vida que triunfa sobre la muerte.
El evangelista hace un fiel retrato de la familia de Lázaro y acentúa, en fuerte contraste, dos figuras: la espléndida generosidad de María y la rastrera actitud de Judas.
Lázaro, el discípulo, el que comparte la mesa con Jesús, va a ser perseguido a muerte por los judíos (12,10s), igual que el Maestro. La persecución se dirige no sólo al enviado de Dios, sino también a quien es testimonio vivo de su victoria.
12,12-19 Entrada triunfal en Jerusalén. Esta escena está descrita de manera parecida a la narración sinóptica, aunque con más brevedad y con algunas notas peculiares.
Jesús va a Jerusalén sin que se indique ningún preparativo para su recibimiento. Es el pueblo quien viene «hacia él», expresión que designa la acogida solemne hecha a un personaje importante. La multitud no porta ramos arrancados a los árboles sobre la marcha, sino palmas. En el mundo antiguo, y especialmente atestiguado en los documentos judíos, las palmas son señal de victoria (1 Mac 13,51; Ap 7,9). La multitud entona el Sal 118,25 (13). Jesucristo, muerto y resucitado, es el que simbólicamente avanza montado en un burrito y aclamado como rey por la multitud, que preludia figurativamente a toda la humanidad unida bajo su soberanía.
12,20-36 Los griegos y Jesús. Sin que sepamos cómo ni dónde, dejando pendiente la narración de la entrada de Jesús en Jerusalén, Juan nos refiere la aparición de unos griegos, que quieren «ver» a Jesús (21). Representan las primicias de la gentilidad; son la vanguardia de la humanidad que viene a Jesús. Su venida plena a la fe acontecerá después de Pascua; pertenecen a los que creen sin haber visto (20,29). A continuación, Jesús en una serie de breves pinceladas declara con un lenguaje altamente conmovedor la significación de su muerte.
La «necesidad» de su muerte es ilustrada en la parábola del grano de trigo que cae en tierra para dar fruto (24). Está construida en perfecta antítesis: no muere/muere; queda solo/da mucho fruto. Se trata del efecto universal de la salvación que va a conseguir la muerte de Jesús (10,15-18; 11,51s).
Los versículos 27s corresponden a la oración de Getsemaní (Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-45). Jesús acepta su misión y se abraza a la voluntad del Padre en una oración tan breve como generosa: «Padre, da gloria a tu Nombre». Esta invocación corresponde a la petición del Padre nuestro: «Santificado sea tu nombre» (Mt 6,9), mediante la cual se desea no que la humanidad glorifique a Dios, sino que Dios mismo se haga conocer en el mundo. Para Jesús la gloria del Padre se convierte en su propia gloria. Una voz del cielo confirma y sella la decisión de Jesús: «Lo he glorificado (en el ministerio de Jesús) y de nuevo lo glorificaré» (en su muerte y resurrección). Puesto que Jesús va de manera resuelta e imparable a realizar su hora, urge aprovechar el tiempo, el poco tiempo que queda.
El versículo 35 es la última sentencia de Jesús en el mundo. Se convierte en imperiosa llamada a aprovecharse de la luz antes de que sea demasiado tarde. Hay que decidirse: «Crean en la luz, para que sean hijos de la luz». La escena acaba con la proclamación: «se apartó de ellos y se escondió» (36b). Es el final del ministerio público de Jesús ante el mundo (que se ha extendido a lo largo de los doce primeros capítulos). La luz se retira; los incrédulos permanecen en tinieblas.
12,37-50 Fin del ministerio público de Jesús. Jesús ya no va a hablar más en público. El evangelista antes de continuar con su relato, hace una retrospectiva sobre el rechazo con que la humanidad ha respondido al Salvador, cuando éste ha salido a su encuentro.
Actitud de asombro y sorpresa del evangelista (37-41). Jesús ha realizado tan maravillosos signos que deberían haber conducido a la gente de su pueblo a la fe. Sin embargo, la respuesta ha sido negativa: una repulsa generalizada. Tanto conmociona esto al evangelista que piensa que es algo sobrehumano, por ello y para evitar nuestro escándalo, quiere hacernos ver que ya estaba previsto en los planes de Dios: «Así estaba escrito». Hay, no obstante, algunos que han creído, pero no fueron valientes; el miedo les impidió confesar abiertamente a Jesús.
Apertura a la salvación (44-50). El evangelista no pretende acabar con una sensación de incredulidad. Reúne un buen número de palabras de Jesús, intentando abrir al lector al mensaje de la salvación. Representan la conclusión última del ministerio público. Constituye una llamada vehemente a escuchar y guardar la Palabra. Jesús es el enviado del Padre, está unido al Padre por un vínculo inefable y esencial; quien le ve a Él, ve al Padre (44s). Su venida al mundo constituye la llegada de la luz que quiere despertar la fe de los hombres y mujeres, para que no sigan en las tinieblas (46). Su palabra da vida a los que la acogen (47); juzga a quienes la rechazan (48). Jesús no habla de sí mismo; es el revelador del Padre y ha sido enviado para cumplir su mandamiento, que es dar la vida eterna (49s).
13,1-20 Lava los pies a los discípulos. El cuarto evangelio ha elaborado el material tradicional previo a la pasión-resurrección con tanta novedad que se puede hablar de una «revolución narrativa de Juan». El preludio a la pasión es completamente original respecto a los sinópticos. Omite la eucaristía–quizás porque de alguna manera ésta ya fue tratada en el capítulo 6– y en su lugar presenta el gesto de Jesús de lavar los pies a los discípulos. Con esto Juan quiere hacer ver que la pasión de Jesús no es sino un servicio de amor hasta el extremo: hasta dar la vida por los suyos (1).
La importancia de entender bien este gesto nos anima a profundizar en él, destacando lo siguiente:
1. Singularidad del gesto. El lavatorio de los pies sólo aparece en este evangelio, y era una tarea propia de esclavos y no de personas libres. Este tipo de gesto algunas veces lo hacían los discípulos a sus maestros en señal de reverencia, pero nunca a la inversa.
2. Narración. El evangelista describe el lavatorio de los pies de manera solemne, a cámara lenta: Jesús se levanta de la mesa, se quita el manto, toma la toalla, echa agua en un recipiente, se pone a lavar los pies… El lavatorio es una acción simbólica o gesto profético; es algo que Jesús hace con consistencia y profundidad –como un signo– porque es el preludio de su pasión y la clave para su interpretación: «un servicio de amor hasta el extremo».
3. Diálogo con Pedro. Sirve para aclarar el sentido revelador del signo. Pedro con su reacción no comprende el gesto de Jesús; no ve más que la obra indigna de un esclavo. Jesús justifica la incomprensión de Pedro y remite a un entendimiento posterior (7). Lavar los pies no significa sólo un acto de humildad, sino el acto salvífico que Jesús realiza para dar vida al mundo.
4. La comunidad cristiana. Ella es la destinataria del mensaje. Si el lavatorio remite a la cruz, lo que pide el Señor es que el discípulo mire también a la cruz, e imite su gesto de amor entregándose en un servicio de amor hasta el extremo, hasta dar la vida por los demás.
El lavatorio de los pies es una revelación, una revolución y un reto.
Revelación: no se trata de una extraña ocurrencia, sino la suprema enseñanza: es el amor que se hace servidor y esclavo, se arrodilla ante la humanidad, dispuesto a morir en la cruz de cada día, desviviéndose, dando la vida.
Revolución: no puede permitir que ninguna persona se ponga por encima, violente, oprima a otra con la injusticia. Si Dios se pone de rodillas ante el ser humano y le lava los pies, ningún ser humano –por muy señor que sea– tiene derecho a dominar a otro y despojarlo de su dignidad humana.
Reto: este ejemplo debe ser seguido por la Iglesia que por amor a Jesús debe buscar solícitamente a los más pobres y hacerse pobre con ellos.
13,21-30 Anuncio de la traición. Podemos resaltar cuatro aspectos de esta escena.
1. El amor aprehensivo de los verdaderos discípulos ante la denuncia de Jesús, sobre todo del «discípulo amado».
2. La acción de Satanás que actúa en el corazón del ser humano.
3. El carácter sagrado del acontecimiento. Jesús no subyace impotente bajo el golpe de la traición, ni le coge de sorpresa el plan de Satanás. Él mismo da la orden de empezar.
4. La consumación de la traición y la salida de Judas coinciden con la noche. «Era de noche» señala el evangelio, porque ya ha empezado la muerte de Jesús. Fuera del cenáculo es de noche; pero dentro, una vez constituida la verdadera comunidad de los discípulos va a brillar la luz con más fuerza que nunca.
13,31-38 El amor fraterno. El amor es, ante todo, un don y revelación de Jesucristo a sus discípulos, antes que una tarea y mandato («les doy un mandamiento»). A Él le pertenece (éste es «mi» mandamiento). Es nuevo no por el tiempo –ya existía el precepto del amor fraterno en el Antiguo Testamento (Lv 19,17s)–, sino porque Jesús lo llena de novedad, por su calidad y sus características: es un amor sin medida, porque Él nos ha amado hasta el extremo de entregar su vida por nosotros.
14,1-31 Jesús, camino hacia el Padre. En este capítulo se habla de una misteriosa ida y vuelta de Jesús, un irse al Padre para volver inmediatamente con los discípulos y poder estar con ellos para siempre. El texto del cuarto evangelio resulta revelador; no se dice nunca que Jesús se vaya y desaparezca: su ida al Padre significa una vuelta más completa hacia sus discípulos.
El versículo 23 constituye el centro del capítulo. El habitar de Dios en medio de su pueblo, que el Antiguo Testamento lo expresaba de un modo cultual (Éx 25,8; 29,45; Lv 26,11), las promesas lo anunciaban para el tiempo final (Ez 37,26s; Zac 2,14; Ap 21,3.22s), ahora se realiza en el presente de la comunidad. ¡Se trata de la inmanencia de la Santísima Trinidad en el corazón del cristiano, que queda convertido en templo vivo de Dios! En medio del desierto y del éxodo de nuestra historia, Dios habita verdaderamente en la tienda y en el templo del creyente.
15,1-17 La vid verdadera. El relato de la vid no es, en rigor, una parábola ni una alegoría, sino una fórmula de presentación, de identificación y reconocimiento. Jesús realiza cumplidamente lo que esta imagen significa. Él es la vid verdadera sin atenuaciones de ninguna clase.
Esta imagen de la vid no evoca una estampa bucólica del campo, sino que posee connotaciones de rivalidad y enfrentamiento. Jesucristo, vid verdadera, se halla en relación de oposición y superación del Antiguo Testamento. Se opone frontalmente al judaísmo, caracterizado en sus símbolos más conocidos (el emblema del templo era una inmensa vid de oro; lo mismo de la sinagoga de Yamnia).
Jesús es la vid verdadera (1), es el nuevo Israel en oposición al Antiguo, que no ha dado los frutos esperados. También se contrapone a otras vides que, comparadas con Él, no han resultado ni fructíferas ni eficaces. El dueño de la vid es el Padre (1).
La poda tiene una finalidad: que la vid dé fruto abundante (2). El sarmiento que no dé fruto tiene su suerte echada: será arrancado. El Padre realiza la poda cuidando solícitamente de la vid.
Al don del Padre corresponde la colaboración del discípulo, puesto que el discípulo se caracteriza por permanecer en Jesús (4), ser lo que ya se es injertado en Él. Jesucristo mismo responde a su vez a esta colaboración permaneciendo en el discípulo. Acontece una inmanencia recíproca, una comunión personal, íntima. Sin embargo, esta inmanencia no es exclusivamente individual, entre Jesús individuo, y un cristiano individualmente. Encontramos en Jesucristo a todos los seres humanos. Pablo en 1 Cor 12,12-27 habla del cuerpo de Jesucristo en cuanto contiene a los miembros vivos de Jesucristo.
¿Qué quiere decir «dar fruto abundante» (8)? El permanecer en Jesucristo implica necesariamente dar fruto. Inmanencia y productividad se condicionan mutuamente. El dar fruto no puede entenderse como un activismo ni la permanencia como una pasividad. La permanencia se muestra esencialmente dinámica, fructificando.
El hecho de dar fruto aparece con un doble sentido. Por una parte, los discípulos deben hacerlo hacia dentro: permanecer en Jesús mediante el amor fraterno y, en consecuencia, ser «una sola cosa». Y por otra, deben hacerlo hacia fuera: los discípulos deben comprometerse en la misión, tal como el mismo Jesús declara: «para que el mundo crea que tú me enviaste» (17,21b).
15,18-25. El odio del mundo. Los discípulos al haber sido elegidos por Jesús (15,16) ya no pertenecen al mundo, entiéndase por mundo toda realidad que rechaza el proyecto de Jesús. Por eso el mundo odia –está enfrentado– a los discípulos. La suerte del discípulo no puede ser distinta a la suerte del Maestro comenta el evangelista, si el Maestro fue rechazado, perseguido y odiado, también lo serán los discípulos.
15,26–16,5 El testimonio del Espíritu y de los discípulos. Los discípulos no están solos ni abandonados, el Espíritu les consolidará en su opción, ya que dará testimonio de Jesús y les moverá a ellos a dar testimonio también del Maestro: «para que no fallen» (16,1).
El evangelista es más explícito en su descripción de la persecución: habla de una expulsión de la sinagoga (16,2), situación propia de la comunidad joánica, y de una perversión del culto a Dios: «llegará un tiempo en que el que los mate pensará que está dando culto a Dios» (16,2), como fue el caso de Pablo (Hch 26,9-11).
16,6-15 La obra del Espíritu. Una profunda tristeza embarga el corazón de los discípulos porque se dan cuenta de que Jesús se marcha. Ante la magnitud de esta desolación, Jesús conforta a los discípulos con la promesa del Espíritu. El Espíritu confirma y fortalece la fe de los discípulos a pesar de las circunstancias de crisis y persecución. El Espíritu dará veredicto de sentencia contra el mundo en una triple dimensión:
1. A causa de un pecado: la falta de fe o infidelidad. No creer en Jesús, como el Hijo de Dios, es el gran pecado para el cuarto evangelio.
2. A causa de una justicia: porque la exaltación de Jesús en la cruz es un triunfo. La vuelta de Jesús al Padre es una recompensa y una victoria. Se manifiesta también como una justicia legal ya que pronuncia y fija la última palabra, la sentencia contra el mundo culpable.
3. A causa de un juicio: juicio que se convierte en condena, pues está en proporción negativa al triunfo definitivo de Jesucristo.
16,16-33 Alegría tras la pena. Jesús habla de un misterioso «dentro de poco». Ese poco tiempo se refiere a la pasión. Tiempo de no visión y aflicción. Para explicar tan enigmático dicho el Señor emplea la imagen del parto, después de los dolores viene el gozo del nacimiento, así será el gozo despúes de la resurrección: de nuevo el Señor los verá y se alegrará su corazón con una alegría que nada ni nadie les va a quitar.
En el versículo 25, Jesús declara que no hablará ya en enigmas sino a plena luz. En esta segunda modalidad de revelación hay una indicación implícita a la acción del Espíritu. Las palabras de Jesús eran misteriosas y oscuras; el Espíritu quitará el velo de la incomprensión, las hará definitivamente inteligibles. De ahí la continuidad y complementariedad de la obra del Espíritu Santo respecto a la de Jesús, porque es Jesús mismo quien continúa hablando hoy a la Iglesia, pero de una manera nueva e interior, a través de su propio Espíritu.
El amor del Padre se vuelca también sobre todos los discípulos (26-33), porque ellos creen en Jesús, el Hijo enviado. Jesús presenta su vida contemplada siempre desde el Padre; de Él viene, está un tiempo breve en este mundo, y ahora sube de nuevo al Padre.
Jesús va a sufrir la pasión pero no se siente solo. Aunque sus discípulos le abandonen, el Padre siempre está con Él. Concluye estas recomendaciones con un grito de ánimo. A pesar de la crueldad de las tribulaciones padecidas, afirma: «Yo he vencido al mundo» (33).
17,1-26 Oración sacerdotal de Jesús. Este capítulo narra la más extensa oración de Jesús; fue calificada por D. Citreo (s. XVI) como «oración sacerdotal» y con este título se lo conoce en toda la tradición de la Iglesia. Trata de la profunda interacción entre un Padre, todo amor, y un Hijo, del todo obediente.
Jesús ora por su glorificación que es la gloria del Padre (1-11a). «Ha llegado la hora»: Toda la vida de Jesús se orienta hacia esta hora final. La gloria que Jesús pide coincide con la resurrección, que incluye también a los discípulos y a todos los que acogen la revelación con fe y dan fruto de amor como lo dio el Hijo.
La expresión «vida eterna» más que aludir a su duración indefinida, se refiere a la comunión con el Señor Resucitado ya sobre esta tierra. La vida eterna será una realidad completa en los últimos tiempos, pero es también una realidad «penúltima», escatología que se anticipa ya en el momento presente. Todo gesto de amor legítimo, hecho a imagen del amor de Jesús, es expresión de eternidad, que derrota el tiempo.
En los versículos 4-10 la vida de Jesús es contemplada en su conjunto como «glorificación del Padre», realizada para llevar a término la obra que el Padre le ha encomendado hacer. Pero, ¿cómo, dónde y cuándo se da el cumplimiento de esta obra del Padre? La respuesta la ofrece el evangelio (cfr. 19,28-30); en la hora suprema de la cruz, Jesús cumple perfectamente la obra del Padre.
Jesús ora por sus discípulos (11b-19). El Dios de la lejanía y del terror (cfr. Éx 3,1-6) se hace definitivamente Padre gracias a la presencia de Jesús, el Hijo. Jesús pide al Padre que conserve a los discípulos «en tu nombre». Significa conservarlos en una fidelidad dinámica, orientada a la plenitud y unidad con Dios: «para que sean uno». Los discípulos no pueden ser uno si no es a través de la comunión con el Hijo, por un nuevo nacimiento de Dios (1,13; 3,3-5). El fundamento y modelo es la unidad de amor del Padre y del Hijo.
El versículo 14 habla del don de la revelación y del odio del mundo. Entiéndase por mundo todo aquello que se opone a Jesucristo; desde esta perspectiva mundo y comunidad de Jesús son dos realidades contrapuestas e irreconciliables (cfr. 15,18s).
El centro de la oración es la súplica por la santificación de los discípulos en orden a la misión (17-19). Esto justifica lo que precede y sigue. La glorificación de Jesús pasa a través de la santificación y misión de los discípulos.
Jesús ora por los futuros creyentes (20-26). Jesús extiende la plegaria que va desde el grupo apostólico que ha enviado al mundo (17,18) hasta aquellos que creerán mediante su misión y su palabra. Se puede descubrir la unidad profunda de toda la oración mediante el tema de la misión. Ésta tiene su origen en el Padre que envía a Jesús; y Jesús envía a sus discípulos para comunicar su acción salvadora al mundo, el mundo tiene aquí sentido antropológico, indica la humanidad entera.
La misión histórica de Jesús está por llegar a su fin; la misión de la Iglesia, en cambio, está apenas iniciada y se abre a la historia y al futuro. Sin embargo, la Iglesia no se encuentra sola: el Padre la santifica y guarda; el Hijo la reúne con su palabra y su presencia vivificante; el Espíritu la hace fuerte con el poder de su testimonio y profecía.
«Para que sean uno como nosotros». El perfeccionamiento en la unidad implica dos aspectos. El primero es eclesial (ad intra): que la comunidad profundice en la fe, el amor y en la santidad y tienda a una unión siempre mayor en Jesucristo y desde Jesucristo con el Padre. El segundo es misionero (ad extra), tal como viene explicitado con rotundidad un poco más adelante: «y el mundo conozca que tú me enviaste». En la comunidad, congregada en unidad de amor, el mundo podrá reconocer la presencia del Hijo, el Señor glorioso, enviado por el Padre.
El final de la oración (26) se relaciona con el comienzo del discurso de despedida, iniciado en el capítulo 13, a manera de conclusión. Efectivamente, en 13,1 el evangelista había introducido la cena con estas palabras: «después de amar a los suyos, los amó hasta el extremo». Ahora, en el versículo 26: «les haré conocer tu nombre para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo en ellos». Esta acción: «les haré conocer» se refiere a un futuro inmediato; se orienta decididamente hacia la pasión, en donde Jesús manifestará de forma patente, sin claroscuros ni reservas, su amor al Padre hasta el final, que es la muerte.
18,1-14 Arresto de Jesús. Juan no menciona la agonía ni el beso de Judas ni la huida de los discípulos. Le interesa mostrar la sublime majestad de Jesús. La declaración de Jesús: «Yo soy», sin paralelo en los sinópticos y por tres veces repetida (5.6.8), revela la divinidad de Jesús y asume el valor de una teofanía, que deja a quienes lo buscan prosternados ante Dios.
La reacción de los adversarios de Jesús es exactamente la que los salmos atribuyen a los enemigos del justo perseguido (6,10; 27,2; etc.). Jesús los enfrenta con autoridad: «Si me buscan a mí, dejen ir a éstos» (8). Es el buen Pastor que da la vida por las ovejas (10,15.18).
El versículo 11 nos ofrece el equivalente de la escena de Getsemaní (cfr. Mt 26,39): «¿Acaso no beberé la copa que me ha ofrecido mi Padre?». Jesús no pide que Dios lo aleje de esa copa amarga; Él acepta la pasión como un don concedido por el Padre. El evangelio nos invita a entrar con Jesús en la pasión voluntaria del Hijo de Dios.
18,15-27 Jesús ante Anás – Negaciones de Pedro. Este episodio no constituye un verdadero proceso de sentencia, puesto que el sumo sacerdote con el gran Consejo ya habían decretado la muerte de Jesús. Si Juan lo narra se debe a la importancia de las declaraciones de Jesús. El interrogatorio está deliberadamente encuadrado dentro de las negaciones de Pedro (17s y 25-27) –cosa que no hacen los sinópticos– . No se trata de un descuido del evangelista, su finalidad es presentar el profundo contraste entre la traición y el testimonio.
El discípulo Pedro, uno de los que estaba con Jesús, niega cobardemente a su Maestro; Jesús, en cambio, verdadero mártir de la fe, confiesa delante del sumo sacerdote su identidad.
El evangelista omite el llanto del arrepentido y la mirada de Jesús (Lc 22,61s). Se ha cumplido su predicción y Jesús se ha quedado solo.
El sumo sacerdote interroga a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina. Jesús contesta de tal manera que su respuesta evoca toda su revelación: la de traer al mundo la palabra de revelación (12,48-50).
No se dan detalles históricos sobre el juicio del Sanedrín como acontece en los sinópticos, porque para el evangelista el proceso judío ha perdido todo valor.
18,28–19,16a Jesús ante Pilato – Condena a muerte. Jesús manifiesta su gloria como Rey y como Verdad, juzga al mundo al ser juzgado. Para el evangelista lo que aquí sucede no es tanto el proceso político delante del magistrado romano, cuanto el gran proceso entre Jesús y los judíos. Jesús es el punto firme ante el que se están enjuiciando a sí mismos los judíos y es verdaderamente el que juzga a todos, al no ser reconocido como «el testigo de la verdad».
Entrada en el pretorio (18,28). De mañana, Jesús es llevado de casa de Caifás (24) al pretorio, inmediatamente después de la segunda sesión del Sanedrín, donde fue sentenciado a muerte por los judíos. Los judíos no entran en el pretorio romano para no contaminarse. Ironía joánica: ¡no quieren mancharse en casa de un gentil, y sin embargo están entregando a muerte a un inocente!
Los judíos lo entregan a Pilato (18,29-32). El magistrado romano no quiere saber nada de este asunto religioso judío: que lo juzguen según la ley de Moisés. Los judíos reconocen no tener autoridad legal sobre Jesús. Buscan ratificar una sentencia que sólo Pilato puede autorizar: la crucifixión.
Diálogo entre Jesús y Pilato: sobre la acusación (18,33-38a). Este diálogo permite a Jesús explicar el verdadero sentido de su realeza (37). Jesús es efectivamente rey, pero no como los reyes de este mundo. Su reino no posee el alcance de una proclamación política, consiste en dar testimonio de la verdad (revelación) que es Él. Esta revelación es el fundamento de su realeza.
Pilato intenta liberar a Jesús (18,38b-40). Pilato, que no ha captado el sentido de la realeza de Jesús, pero convencido de su inocencia, busca liberar a Jesús por un procedimiento legal: la amnistía pascual; esto facilitaría a los judíos renunciar a su demanda judicial de manera honorable. Pero los judíos se decantan por Barrabás. El contraste es patente, los judíos prefieren a un asaltante antes que acoger a la Verdad.
La coronación de espinas (19,1-3). Es ésta una escena central del pasaje. Ninguna señal de los salivazos, de los golpes en la cabeza que narran los sinópticos. Juan menciona únicamente lo que tiene sentido para la realeza de Jesús: la corona de espinas, el manto de púrpura y las palabras: «¡Salud, rey de los judíos!».
¡He aquí al hombre! (19,4-8). Pilato saca a Jesús escarnecido, con las insignias reales, para que se convenzan los judíos de que en Jesús no existe ninguna amenaza política. No es más que un pobre hombre el así llamado rey de los judíos; es cosa de risa su pretendida realeza. Roma no tiembla por esta clase de reyes. Pero el evangelista ha visto en esto un sentido profundo. Este hombre que es Jesús, en su debilidad e impotencia, en su más honda y desnuda humanidad, es quien posee el poder de soberano juez, «porque es el Hijo del Hombre».
Diálogo entre Jesús y Pilato: sobre el origen de Jesús (19,9-12). Jesús declara a su juez que toda la autoridad que tiene sobre Él le viene de lo alto. No hay potestad si no viene de Dios (Rom 13,1). De Dios ha recibido Pilato la autoridad, aunque él no lo sepa. Si Pilato crucifica a Jesús lo hará injustamente. El mayor pecado lo tienen las autoridades religiosas judías que, viendo, no creen, odian a Jesús y le han entregado por propia iniciativa.
Pilato lo entrega a los judíos como rey (19,13-16a). Pilato, ante la protesta generalizada, intenta de modo desesperado liberar a Jesús. Lo saca afuera y lo sienta en el estrado del tribunal. En el plano simbólico que contempla el evangelista, este episodio evoca la función ejercitada por Jesús: coronado y vestido como rey y sentado en el tribunal como juez.
19,16b-37 Crucifixión y muerte de Jesús. Jesús manifiesta su gloria consumando su obra de amor, de amor extremo, por sus discípulos. Distinguimos las siguientes escenas:
Introducción (16b-18). Jesús lleva la cruz «por sí mismo». Según los sinópticos es Simón de Cirene quien la lleva. Juan resalta este hecho: Jesús porta la cruz como señal de su gloria.
La crucifixión se describe de manera rápida. Los acontecimientos en torno a la cruz se manifiestan como signos de la gloria de Jesús. El relato no despierta principalmente compasión ni dolor, sino honda admiración ante el significado de los hechos.
Proclamación de la realeza de Jesús (19-22). Jesús es declarado rey. El rótulo de su realeza sobre la cruz está además escrito en los tres idiomas más conocidos, a fin de que «todo el mundo» lo sepa.
«Lo escrito, escrito está», expresa la realidad profunda de Jesús ya reinando y juzgando al mundo desde ahora y para siempre. La teología de la cruz aparece como teología de la gloria.
Reparto y sorteo de las vestiduras (23s). Juan concede gran importancia a la «túnica sin costuras, tejida de arriba a abajo, de una pieza». Existe una interpretación sacerdotal acerca de la túnica; este tipo de túnica era la que portaba en exclusiva el sumo sacerdote. Con ello se evoca la muerte de Jesús no sólo como rey, sino también como sumo sacerdote. Pero Juan refiere la mención de la túnica para que se cumplan las Escrituras. Más bien, es preciso ver en esta túnica, que no se rompe, una alusión a la unidad de la Iglesia. Asociación de la muerte de Jesús con la fundación de su comunidad unida (cfr. 10,16; 11,52; 17,11.20-22; 21,11).
La hora de la comunidad eclesial (25-27). Este episodio no describe sólo un acto de piedad filial de Jesús hacia su madre, sino una verdadera revelación de su maternidad espiritual. María se convierte en la madre no sólo del discípulo amado, sino también de todos aquellos a quienes él representa, el conjunto de los creyentes.
La Iglesia que se funda por la fe en la Palabra de Dios es la Iglesia que nace al pie de la cruz.
María es madre de la vida de Jesucristo, suscitándola en todo discípulo a quien Jesús ama. Y se llama mujer porque realiza la misión del nuevo pueblo de Dios, que con frecuencia es contemplado alternativamente como mujer y pueblo (cfr. Is 26,17; 43,5s; etc.). María queda así constituida en la «mujer» bíblica, la que da a luz con dolor al Mesías, y desde Jesús, se convierte en madre universal del género humano.
Existe igualmente una nueva función para el discípulo. Este discípulo es caracterizado por la expresión relativa: «al que Jesús amaba». Con ello, el discípulo se sitúa en la irradiación del amor de Jesucristo que le transforma. Es el amigo de Jesús (15,13-15). Ciertamente se trata de una persona concreta y pero también asume un carácter representativo: somos todos los cristianos.
Cumplimiento de la Escritura (28-30). En este momento solemne de «la Hora», cuando ya Jesús ha concluido su obra, su misteriosa sed antes de morir, indica que en adelante la obra de la salvación deberá ser continuada y profundizada por el don del Espíritu. La misma muerte posee un sentido salvador. Juan la describe por medio de una de esas expresiones con doble sentido tan frecuentes en él: Jesús «entregó el espíritu». Con esta expresión, tan extraña en toda la literatura griega, describe la muerte de Jesús y el don del Espíritu. Mediante su muerte Jesús inaugura el periodo definitivo de la historia de la salvación, el tiempo de la efusión del Espíritu.
Jesús fuente de vida (31-37). Los hechos relatados sirven, por su gran alcance simbólico, para hacer comprender la eficacia salvífica de la muerte de Jesús.
No le quiebran las piernas. Juan subraya el sentido del acontecimiento: Jesús muere como el Cordero pascual de la nueva alianza.
Otro detalle que cobra aun más importancia es el costado abierto por la lanza del soldado, Juan ha visto correr sangre y agua. La insistencia extraordinaria con la cual testimonia (35), muestra que, a sus ojos, este hecho encierra una relevancia decisiva para la vida de la Iglesia. El pasaje de Zacarías, al que remite el versículo 37, aclara el significado: en los tiempos mesiánicos habrá allí «una fuente abierta» para los habitantes de Jerusalén (Zac 13,1). Es lo que se realiza en la cruz: la fuente abierta es el costado traspasado de Jesús, de donde brota el agua viva, símbolo del Espíritu (cfr. 7,37-39). Esta agua, que es el Espíritu que Jesús derrama ya muerto sobre la cruz, no se da sin sangre. Su muerte, corroborada con el traspaso de la lanza, constituye el principio de la vida.
19,38-42 Sepultura de Jesús. A diferencia de los sinópticos donde se relata el entierro de Jesús sin perfumes, aquí Jesús es enterrado por los notables judíos con una cantidad insólita de fragancias. Nicodemo trae más de cien libras de perfumes aromáticos (¡32 kilos, una exageración!). Esto significa que Jesús es enterrado como un rey. Para Juan, la sepultura no es la preparación para la resurrección, sino el final glorioso de Jesús como rey. Unción regia y sepultura honorífica.
20,1-10 Resurrección de Jesús. María Magdalena es la primera en ser testigo de la resurrección. «Todavía estaba oscuro» es el símbolo desde donde se parte en la fe pascual. María ve la piedra quitada y corre a decírselo a Pedro y al discípulo amado (con dos testigos ya se puede dar testimonio fidedigno). Hay una reacción positiva de ambos. El discípulo amado llega antes al sepulcro, ve las sábanas pero no entra; luego que Pedro entra, ahora sí: «vio y creyó». ¿Qué vio? Que el sepulcro estaba vacío y creyó en la resurrección. Este creer hay que entenderlo no en sentido pleno, sino más bien «empezó a creer», tal y como lo da a entender el tiempo del verbo griego original. Este creer ha surgido a la vista del sepulcro vacío, de un «signo» negativo: la ausencia de un cadáver; no fundado en la palabra de Jesús, pues «todavía no conocían las Escrituras» en las que se habla de la resurrección. Como no es un creer pleno, no va a anunciarlo a los demás, sino que se marcha a su casa.
20,11-18 Se aparece a María Magdalena. María Magdalena es «la mujer fiel». Pedro y el discípulo amado van al sepulcro; sólo ven oquedad: las sábanas en el suelo y el sudario enrollado. Empiezan a creer. Después, cada uno se va a su casa. María, en cambio, permanece junto al sepulcro (11). Ante la inconsistencia y cansancio de los discípulos, se destaca la firme perseverancia de esta mujer.
María Magdalena encarna la figura de «la Amada del Cantar», y como tal, se puede decir que está loca o enferma de amor; por eso ve a Jesús por doquier, incluso piensa que el jardinero lo ha llevado a alguna parte y desea ir ella personalmente a recogerlo (15).
Pero el Maestro se presenta y la llama por su nombre. María quiere retener a Jesús (17). Todavía no sabe que el Señor resucitado es un don vivo para toda la humanidad; no puede guardárselo para ella sola. El amor verdadero nunca es egoísta ni acaparador. Siempre se muestra en donación, pura generosidad de sí mismo.
María «recibe una gran revelación». Jesús ha resucitado y comunica el gran don de Dios Padre: El Padre de Jesús es ya nuestro Padre, y su Dios es ya nuestro Dios (17).
Por último, el Señor la hace misionera (18): debe ir a los hermanos y anunciar su experiencia de fe: que lo ha visto resucitado y que le ha dicho todas estas cosas.
20,19-31 Se aparece a los discípulos. El evangelista presenta a los discípulos en un lugar indeterminado, con las puertas bien cerradas y de miedo. Entonces el Señor se les revela, se pone en medio de ellos, les da su paz y les muestra las llagas de su pasión: es el mismo que colgó de la cruz, es el crucificado. Los discípulos se llenan de alegría. El Señor sopla sobre ellos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo». Los discípulos, revestidos del Espíritu serán capaces de perdonar los pecados.
En los versículos 24-29 Jesús se aparece nuevamente a los discípulos, pero esta vez Tomás está presente. Sorprende el realismo tan dramático y vivo de la visión. Lo que le ocurrió a Tomás es lo que puede sucederle hoy a cualquier cristiano. Si Jesús se deja tocar las llagas es porque los discípulos deben palparlo para ser testigos de su resurrección, para dar testimonio a los demás.
Desde ese momento, la comunidad de discípulos no consiste sólo en los Doce reunidos en un determinado lugar y tiempo; todo el que tenga fe es bienaventurado y se hace discípulo del Señor, aunque no lo haya visto sensiblemente. La visión de fe es el único modo de entrar en contacto con Él.
21,1-14 Se aparece junto al lago. La siguiente serie articulada de rasgos nos ayudarán a interpretar este profundo signo:
1. Jesús es el Señor y el amigo cercano. Como antaño, Jesús y los discípulos se encuentran en la orilla del lago. Pero ahora Jesús ha pasado por el drama de su muerte y se presenta resucitado. El Señor no se aleja de los suyos en una remota trascendencia, sino que se aproxima. Su gloria soberana le ahonda en humanidad y le sume en una insospechada cercanía. Descubrimos al Señor como compañero y amigo, que sigue de cerca las preocupaciones de sus discípulos.
2. Interpretación eucarística. Toda la escena se encuentra penetrada por el simbolismo propio de la eucaristía. La descripción se realiza con elemental sobriedad. En torno a Jesús existe un silencio religioso, casi litúrgico. Únicamente aparece el gesto del Señor y su actitud de ofrecimiento. Esta interpretación eucarística conlleva necesariamente la creación de una plena comunión entre Jesús y los discípulos. Comunión que permanece viva después de la resurrección.
3. Confianza absoluta en la Palabra del Señor. No es la Iglesia con su poder la protagonista de la misión, pero sí la que con su trabajo coopera lealmente. El evangelio anota que «aquella noche no pescaron nada» (3). Sabemos que pescar por la mañana –de sobra lo conoce Pedro y sus compañeros– es tarea abocada al fracaso. Sin embargo, siguiendo la Palabra del Señor, realizan una pesca asombrosa. ¡Imposible capturar tantos peces! ¡Imposible que la red no se rompa! Lo que no consigue la capacidad humana, ni nuestras exiguas fuerzas, lo puede el Señor. Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc 1,37).
4. Interpretación misionera univeral. Ésta se expresa en el simbolismo de los 153 peces capturados en la red de la barca apostólica (11). Se ha detectado en este relato la influencia de Ezequiel y el cumplimiento de su profecía, respecto a la visión del río que brota del templo y fecunda de vida cuanto va irrigando; este impetuoso torrente hace que las aguas corrompidas del mar de la muerte se llenen de peces vivientes (47,10). El pasaje era conocido en círculos joánicos.
San Jerónimo afirma que los zoólogos de su tiempo habían llegado a catalogar 153 especies de peces. Con esta alusión se indica la plenitud y la variedad de la pesca evangélica, anticipo del resultado final de la misión de la Iglesia. La red, repleta de peces, es el símbolo de la Iglesia misionera, que ha nacido como fruto de la obra de Jesús resucitado. Significa la reunión ecuménica de los seres humanos dentro de la Iglesia. La humanidad entera es destinataria del mensaje de la salvación.
5. ¡No rompamos nunca la comunión! Retornando al episodio de la pesca milagrosa, encontramos una extraña secuencia: «Pedro subió a la barca y arrastró hasta la playa la red repleta de peces grandes… Y, aunque eran tantos, la red no se rompió» (11). Sorprende la no ruptura de la red, que también al mismo evangelista asombra, ya que anota «aunque eran tantos, no se rompió». Se utiliza el mismo verbo que aparece en la escena del despojo de las vestiduras de Jesús en la cruz. Van a desgarrar la túnica en cuatro partes. Una parte para cada soldado. Los soldados, al ver que era de una sola pieza, afirman: «No la rasguemos» (19,24). Y respetan su integridad. No la rasgan. Este capítulo 21 del evangelio es principalmente eclesial, refiere la situación de la Iglesia tras la muerte de Jesús. La imagen de la red es signo de la Iglesia. La red, repleta hasta casi reventar por el ingente volumen y variedad de tantos peces, no se «rompe». La Iglesia apostólica es, según característica expresión de Jesús, «pescadora de hombres». En la Iglesia cabemos todos. En sus redes ya no hay buenos ni malos (¡ni los peces grandes se comen a los chicos; eso sólo acontece en el mar bravío!). La red no debe romperse, la túnica de Jesús, tampoco. Ambos símbolos representan la unidad de la Iglesia, que no debe desgarrarse nunca.
6. La misión de la Iglesia no debe guardarse nada, sino arrastrar a todos hacia Jesús. Jesús quiere seguir atrayendo a la humanidad. Para hacer efectivo este proyecto cuenta con nosotros, sus discípulos. Nos fijamos con atención en las maravillas de nuestro relato evangélico. A través del verbo «atraer» o «arrastrar» muestra la conexión entre la obra misionera de la Iglesia y el poder de atracción de Jesús sobre la cruz (12,32). La Iglesia misionera realiza la voluntad de Jesús: echa la red según su palabra. También puede afirmarse que echa la red de la palabra de Jesús y recoge una enorme cantidad de peces, tantos que ya no pueden los discípulos «arrastrar». La función de la Iglesia no es conservarlos en sus propias redes, sino «atraerlos» hacia Jesús.
21,15- 25 Misión de Simón Pedro. El Señor pregunta a Pedro por la sinceridad de su amor. Son tres preguntas, eco y reparación de la triple negación de Pedro (13,38; 18,17.25-27). Puede que sea también la ratificación de un compromiso, conforme a la costumbre semítica de hacerlo (cfr. Gn 23,7-23).
La respuesta de Pedro muestra cómo su experiencia dolorosa le ha cambiado. Su triple respuesta no se apoya en él mismo sino en el conocimiento soberano de Jesús (17). En Mateo predomina el carácter eclesiológico: «Sobre esta piedra construiré mi Iglesia» (Mt 16,18). En Juan se destaca una marcada insistencia cristológica. Jesús constituye a Pedro en pastor de su rebaño, y le pide su amor total. Es la condición indispensable para desempeñar el oficio de pastor dentro de la Iglesia, y en sentido amplio, para cuidar del hermano.